Columna

Jugar con fuego

La ciencia acabará descubriendo la vacuna contra el coronavirus; no será fácil encontrarla para curar la plaga de la corrupción en América Latina, fuente de todas desgracias

Personas sin techo en Ciudad de México.

Más allá de la heterogeneidad de América Latina y las diferentes respuestas nacionales a la pandemia, los bolsones de la extrema pobreza no aguantan mucho más castigo. La embestida del virus se suma al desamparo médico, la informalidad laboral, los palos de ciego y la malversación de fondos en las compras de equipamiento médico. La acumulación de calamidades puede causar inestabilidad social y estallidos de violencia si no se atajan con una contundente reacción de los Estados y los organismos internacionales. El hambre y el escaso apego a la democracia no tardarán en ser aprovechados por los p...

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Más allá de la heterogeneidad de América Latina y las diferentes respuestas nacionales a la pandemia, los bolsones de la extrema pobreza no aguantan mucho más castigo. La embestida del virus se suma al desamparo médico, la informalidad laboral, los palos de ciego y la malversación de fondos en las compras de equipamiento médico. La acumulación de calamidades puede causar inestabilidad social y estallidos de violencia si no se atajan con una contundente reacción de los Estados y los organismos internacionales. El hambre y el escaso apego a la democracia no tardarán en ser aprovechados por los populismos para vender quimeras.

Si los países desarrollados han llegado al convencimiento de que los pactos sociales son necesarios para sobrellevar la crisis, más imperioso es que Latinoamérica los aborde para proteger a los 140 millones de trabajadores en el paro encubierto, cuyos ingresos desaparecieron con el “quédate en casa” contra el contagio. Las personas con escaso poder adquisitivo son mayoría en la relación de muertos y enfermos. Como era previsible, el coronavirus desborda los sistemas públicos de salud de Brasil, Venezuela, México, Perú, Chile y Ecuador.

El darwinismo social, el sálvese quien pueda, constituye un delito de lesa humanidad en naciones donde el acceso a los hospitales y los respiradores es limitado, cuando no imposible en las zonas rurales alejadas de los centros urbanos. La Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH) no peca de alarmismo cuando expresa su preocupación por los despidos masivos y la inseguridad alimentaria de 180 millones de personas. La desigualdad socioeconómica y la miseria pueden situarse en los niveles de hace diez años y convertirse en permanentes.

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La renta básica universal, reformas fiscales redistributivas y moratorias en la servidumbre de la deuda externa son tareas de los Gobiernos, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo. El amparo de los 65 millones sin acceso al jabón y al agua potable, devolviéndoles los recursos que les fueron robados, no son favores sino actos de justicia con poblaciones despojadas durante generaciones, estructuralmente vulnerables en la Amazonia, la Guajira o la Araucanía.

La ciencia acabará descubriendo la vacuna contra el coronavirus; no será fácil encontrarla para curar la plaga de la corrupción en América Latina, fuente de todas las desgracias. La ausencia de escrúpulos de los políticos, funcionarios, empresarios y comisionistas enriquecidos con los presupuestos públicos y ayudas internacionales desde que existen se traslada ahora al tráfico con la salud. La camarilla de mercaderes desconoce el significado de la obligación moral. El aldabonazo de la FIDH y organizaciones asociadas, instando a una acción concertada para captar recursos y solidaridad, es pertinente porque las medidas implementadas por las administraciones son insuficientes; se aplican, además, sin la transparencia y celeridad exigidas por el estado de necesidad de los latinoamericanos míseros o empobrecidos por la epidemia. Si pierden la paciencia y estallan, las democracias regionales sufrirán las consecuencias.

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