Tribuna

La Declaración de Independencia: bendición y maldición de Estados Unidos

La historia del país es en gran medida la ardua lucha por dar entrada a minorías de todo tipo, excluidas de ese pequeño círculo inicial y que precisamente han invocado una y otra vez este texto para justificar sus derechos

Una copia de la declaración de independencia de Estados Unidos (1776).PRINCETON UNIVERSITY

Más allá de proclamar el nacimiento de los Estados Unidos de América, la Declaración de Independencia supuso una auténtica declaración de intenciones que dejó claras las aspiraciones de la nueva nación. Desde su promulgación el 4 de julio de 1776, la elocuencia de su mensaje se convirtió en un poderoso mito fundacional, el origen de un destino común venerado por el pueblo estadounidense.

Hoy en día, la Declaración sigue siendo una referencia para aquellos que anhelan convertir a EE UU en el país más justo e inclusivo del mundo. Paradójicamente, la Declaración constituye también un obstá...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Más allá de proclamar el nacimiento de los Estados Unidos de América, la Declaración de Independencia supuso una auténtica declaración de intenciones que dejó claras las aspiraciones de la nueva nación. Desde su promulgación el 4 de julio de 1776, la elocuencia de su mensaje se convirtió en un poderoso mito fundacional, el origen de un destino común venerado por el pueblo estadounidense.

Hoy en día, la Declaración sigue siendo una referencia para aquellos que anhelan convertir a EE UU en el país más justo e inclusivo del mundo. Paradójicamente, la Declaración constituye también un obstáculo para conseguir ese objetivo.

Redactada y firmada por los llamados Padres Fundadores con Thomas Jefferson a la cabeza, en su segundo párrafo la Declaración afirmó como verdades “evidentes en sí mismas” que “todos los hombres son creados iguales” y que “la libertad y la búsqueda de la felicidad” son “derechos inalienables”.

La claridad y rotundidad de estas afirmaciones son innegables y su impacto ha marcado el devenir histórico del país. La Declaración es la base del “excepcionalismo americano” que ha ensalzado a EE UU como una nación única, bendecida en su creación por ideales democráticos y no limitada a vínculos ancestrales a un territorio.

Es una idea radical y extraordinariamente atractiva: una nación abierta a todos los que quieran unirse a ese ideal de libertad e igualdad. No en vano, en un país que orgullosamente se auto identifica como una nación de inmigrantes, la Declaración ha sido el motor del “sueño americano” que ha atraído capital humano de todo el mundo y ha impulsado los grandes logros de EE UU.

Existen sin duda buenas razones para celebrar la Declaración de Independencia, pero este año, los fuegos artificiales del 4 de julio suenan para muchos a grandilocuencia hueca. Desde hace varias semanas y empujado con furia por protestas ciudadanas denunciando la violencia policial contra la población negra, el país se ha mirado al espejo y ha reconocido con vergüenza un racismo sistémico enquistado.

Las protestas han puesto en el punto de mira la dolorosa dificultad del país para hacer honor a los pronunciamientos de la Declaración. Es una dificultad que acompaña al país desde su fundación. Uno se pregunta: ¿cómo es posible convivir con la esclavitud durante 89 años después de haber declarado solemnemente que “todos los hombres son creados iguales”? ¿cómo es posible que, en 1965, cien años después de abolir la esclavitud, el matrimonio interracial fuera todavía un crimen en casi la mitad de los Estados del país?

Para entender estas paradojas es necesaria una lectura más profunda de la Declaración. El contexto histórico arroja luz sobre lo que los Padres Fundadores quisieron decir, más allá de lo que textualmente dice la Declaración. Muchos de sus autores, incluido Jefferson, eran dueños de esclavos y, obviamente para ellos, el hombre negro, pudiendo ser su propiedad, no podía ser su igual. Los nativos americanos solo se mencionan en la Declaración como “indios salvajes” y quedaron también ajenos a los derechos descritos en la Declaración.

La Declaración estableció grandes aspiraciones para la nueva nación, pero también señaló implícitamente quién tenía derecho a reclamarla como suya: el pequeño círculo de terratenientes blancos y protestantes al que pertenecían sus autores. Los negros y los indígenas americanos, quedaron explícitamente apartados. Esta hipocresía ha sido llamada el pecado original de la fundación de EE UU. Una maldición que continúa lastrando su progreso.

La historia del país es en gran medida la ardua lucha por dar entrada a minorías de todo tipo, excluidas de ese pequeño círculo inicial y que precisamente han invocado una y otra vez el texto de la Declaración para justificar sus derechos.

Con el paso del tiempo, los descendientes de los autores de la Declaración (algunos con entusiasmo, otros a regañadientes y otros de tan mala gana que llegaron a provocar una guerra civil) ampliaron poco a poco el círculo, otorgando derechos a grupos “extraños”, no solo a negros e indígenas. Judíos, católicos, italianos, chinos, irlandeses, hispanos, etc. han sufrido discriminación por motivos religiosos o por ser percibidos como “culturalmente diferentes”. Algunos grupos como los de ascendencia italiana e irlandesa han entrado plenamente en el círculo de la América blanca. Otros grupos como los musulmanes o los hispanos continúan sufriendo hoy la discriminación y los ataques del nacionalismo xenófobo que Donald Trump sabe explotar con maestría.

La retórica racista Trump se basa en incitar miedos similares a los que azuzaron otros arrebatos racistas de la historia de EE UU. Por ejemplo, en la década de 1920 el país adoptó las ideas de jerarquía racial de la eugenesia. Promovidas por la formidable maquinaria universitaria americana liderada por Yale y Harvard, esas ideas justificaron el racismo, establecieron el supremacismo blanco, y produjeron políticas abiertamente racistas como el bloqueo a la inmigración de grupos étnicos “indeseables”, la segregación, la esterilización forzada y la criminalización del matrimonio interracial. El objetivo era aplacar el temor a lo que el presidente Theodore Roosevelt llamó “suicidio racial”, es decir, la disminución del dominio de la raza angloamericana o raza nórdica, considerada la raza maestra.

Consciente de que esos miedos viscerales no han desaparecido, Trump sabe presentarse como el defensor de la esencia del país contra enemigos o invasores indeseables (mexicanos, chinos, musulmanes, etc.). Su intolerancia atrae a los estadounidenses que, consciente o inconscientemente, anhelan al mando de su país una versión actualizada de los Padres Fundadores, ahora representada por White America.

“Primero fue la Declaración de Independencia, luego, la Constitución. Ahora es Tiempo para ponerse duro”. Así promocionaba Trump su libro, Time to get tough, que usó de lanzadera para la campaña electoral del 2016. Espoleado por un slogan nostálgico, Make America great again, su mensaje es de mano dura y de vuelta al glorioso pasado empezado por la Declaración. Además, manipulando los miedos de los blancos cristianos, promovió una calculada campaña contra Barak Obama, primer presidente negro, acusándolo falsamente de ser musulmán y un impostor que no había nacido en EE UU. Trump representa la vuelta a la normalidad, “es uno de los nuestros” claman sus seguidores.

La Declaración de Independencia, a pesar de su pecado original y la interpretación reaccionaria que la sigue persiguiendo, es todavía un foco de esperanza por el poder intrínseco de las palabras. En un sermón celebrado el 4 de julio de 1965, después de recitar el famoso segundo párrafo de la Declaración, Martin Luther King dijo: “Esto es un sueño. Un gran sueño… Nunca antes en la historia del mundo ha habido un documento sociopolítico que expresara de una manera tan profunda, elocuente e inequívoca la dignidad y el valor de la personalidad humana”. Poco después King fue asesinado pero las palabras que lo inspiraron nunca podrán ser silenciadas.

Juan Miró Sardá es profesor en la Universidad de Texas.

Archivado En