El virus en América Latina
En Latinoamérica, donde los ciudadanos desconfían de los Gobiernos y los Gobiernos de los ciudadanos, las decisiones miopes sobre la pandemia pueden convertir una tierra ya vulnerable en apta para la violencia
A finales de mayo, respondiendo a un reportaje de este mismo periódico, sugerí que uno de los problemas indirectos de la pandemia que nos ha tocado es su poca rentabilidad política. La pandemia, dije entonces y vuelvo a decir ahora, es una de esas situaciones en que sólo se pierde: pues el triunfador en cuestiones de salud pública será el verdugo de la economía, y viceversa. El problema, por supuesto, es que estas situaciones desesperan a los líderes de cualquier país, y pueden muy bien conducirlos a la parálisis, en el mejor de los casos, o —en los casos restantes, que son los más— al autorit...
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A finales de mayo, respondiendo a un reportaje de este mismo periódico, sugerí que uno de los problemas indirectos de la pandemia que nos ha tocado es su poca rentabilidad política. La pandemia, dije entonces y vuelvo a decir ahora, es una de esas situaciones en que sólo se pierde: pues el triunfador en cuestiones de salud pública será el verdugo de la economía, y viceversa. El problema, por supuesto, es que estas situaciones desesperan a los líderes de cualquier país, y pueden muy bien conducirlos a la parálisis, en el mejor de los casos, o —en los casos restantes, que son los más— al autoritarismo, la mendacidad y la negligencia. Algo así ha sucedido en América Latina.
Cuando di esas opiniones apresuradas, el foco de la pandemia no se había mudado todavía a mi continente, aunque ya había razones de sobra para preocuparse. Los negligentes, los mendaces y los autoritarios iban a lo suyo. En México, Andrés Manuel López Obrador nos regalaba todos los días el espectáculo lamentable de su tontería, posando entre multitudes y besando niños mientras sugería que el mejor antídoto contra el coronavirus era una mezcla de honestidad y estampitas religiosas; a Jair Bolsonaro lo veíamos en desfiles militaristas, levantando niños vestidos de militares —los disfraces completos con falsas pistolas y falsos chalecos antibalas—, alegando que la pandemia era una fantasía fabricada por los medios y que eventualmente pasaría, igual que el embarazo de una mujer. Su hijo el congresista, un fascista de civil hecho a su imagen y semejanza, de comportamiento muy parecido a los bobos vástagos de Trump, insinuó que la crisis no era más que una conspiración china; y un líder evangélico, partidario influyente del régimen, dijo sin que se le moviera un pelo que el coronavirus era una táctica de Satán para sembrar o propagar el miedo.
De manera que uno podría estar tentado de creer, viendo lo que ocurre en los dos países más poblados de América Latina, que los populismos y los autoritarismos —con su inveterada antipatía por la ciencia y su tendencia a la superstición barata— son los mejores anfitriones para el virus. Pero la realidad, que es más terca de lo que quisieran nuestras ideas políticas, parece no tenerlo tan claro: en Ecuador se ha muerto la gente en la calle, y Chile y Perú, a pesar de sus mejores esfuerzos, han entrado en el mismo rango estadístico de Italia y España. En Colombia, desde donde escribo, esas mismas estadísticas parecen estar todavía del lado del Gobierno, aunque cualquiera se da cuenta de una evidencia: lo peor está por llegar. No sólo eso: le llegará a una sociedad que, tras más de tres meses de cuarentena obligatoria, está exhausta por anticipado. Los cierres de una economía fundamentalmente inequitativa ya han llevado a muchos a la desesperación y a la pobreza, y las indicaciones contradictorias o caprichosas de nuestros líderes, que han basculado entre el paternalismo y la arbitrariedad, han provocado más confusión que certidumbre. Al final, un síntoma grave ha minado la respuesta pasada a la pandemia, y amenaza con entorpecer la futura: la desconfianza.
Las sociedades latinoamericanas desconfían de sus instituciones, y con razón sobrada. Sólo en los tres meses que los colombianos llevamos encerrados, hemos sabido que los corruptos han robado unos 200 millones de euros destinados a la pandemia, que el presidente gastó cerca de 900.000 euros en una estrategia de comunicación en redes sociales, y que ese dinero venía de los fondos destinados a la implementación de la paz. Una congresista del partido de Gobierno menospreció la pandemia, muy en la línea de Trump y de Bolsonaro, diciendo que más gente se moría de influenza, y nadie le hizo notar que más gente moría también por la guerra, y eso no le impidió a su partido sabotear como pudiera los acuerdos de paz de La Habana. Pienso en esto y recuerdo que mi país, en los últimos años de su larga guerra de medio siglo, gastaba en ella el 3,2% del PIB, y sin embargo rechazó la paz que se le propuso en el referendo de 2016; no es imposible que el partido de Gobierno, que llegó al poder montado sobre ese rechazo, se pregunte ahora qué escenarios tendríamos si aquel porcentaje se hubiera invertido en el fortalecimiento de nuestra precaria salud pública o de nuestras ayudas sociales. Pero esa pregunta exige más inocencia de la que me queda a mí en reserva.
Hay sólo un problema tan notorio como la desconfianza que los ciudadanos sienten hacia los Gobiernos: la desconfianza que sienten los Gobiernos hacia los ciudadanos. Ahora, en tiempos de pandemia, el asunto se ha manifestado de maneras muy concretas. En Colombia, como en otras partes, se ha decretado el aislamiento obligatorio de los mayores de 70 años, y yo entiendo tanto como cualquiera la necesidad de la medida; pero me pregunto si era necesario que, arguyendo el mayor riesgo que corren, el Gobierno les retirara por las malas toda capacidad de decisión sobre sus propias vidas, incluyendo —y en especial— la de morir acompañados. La intención era proteger el sistema sanitario del colapso y evitar las imposibles decisiones éticas que agobiaron a los países europeos: dejar morir para que otro viva. Pero nadie consideró nunca que tal vez el sujeto de esas medidas podía ser capaz de tomar sus propias decisiones difíciles, administrar sus propios riesgos, su propia soledad y su propio sufrimiento.
La pandemia, como todas las crisis, ha desnudado las carencias de cada sociedad. La nuestra es de temperamento paradójico: no es muy dada a la responsabilidad individual y, al mismo tiempo, está acostumbrada a valérselas por sí misma, sin los rescates que dan otras tradiciones democráticas. Puede ser extraordinariamente solidaria, pero también aceptar con facilidad el sufrimiento de los otros, siempre que no se vea demasiado. Las víctimas del coronavirus se cuentan todos los días, meticulosamente, mientras las economías cerradas a cal y canto y las cuarentenas inmisericordes dejan miles de víctimas menos visibles: mujeres violentadas de puertas para adentro, niños traumatizados ya para siempre, generaciones de progreso social borradas de un plumazo. Estas víctimas no tienen contador, no se ven en las redes, no causan daño político. Enfrentados a la situación que mencionaba yo al principio, en la que no se puede ganar, los Gobiernos han resuelto el problema con frivolidad: tratando de evitar el castigo mediático.
En América Latina no hay ningún país que no sufra de desigualdades abismales, de una violencia endémica o —como el mío— de ambas cosas a la vez. Ahora las decisiones menos afortunadas de nuestra clase política, fruto de la miopía o la insensatez, pueden convertir nuestros mundos vulnerables, empobrecidos y ya enfrentados en tierras aptas para violencias diversas: no hay que remontarnos al Peloponeso para recordar que las pestes y la guerra siempre han ido de la mano. Hasta ahora el virus había afectado sobre todo a países ricos y más o menos estables; pero en América Latina, las prioridades desfasadas o el miedo mediático pueden poner en riesgo la paz donde la paz es nueva, o inventar guerras nuevas donde no las había antes.
Juan Gabriel Vásquez es escritor.
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