La ética de la renuncia
La búsqueda de poder puede cambiar a Alexandria Ocasio-Cortez, pero las personas también pueden cambiar las lógicas del poder
Alexandria Ocasio-Cortez ha revalidado esta semana su sonado triunfo de hace dos años en las primarias demócratas de Nueva York. Aquel éxito sorprendente la situó como la joven que se rebelaba contra la comodidad y el adormecimiento de las élites políticas tradicionales, incluidas las de su partido, pero muchos creyeron que aquel terremoto era pasajero. Hoy, Ocasio-Cortez es una innegable realidad política. Su primera victoria sucedió en un clima tumultuoso: se acusaba a Clinton de sucumbir al neoliberalismo progresista, de dividir la sociedad con su retórica de la diversidad frente a un contr...
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Alexandria Ocasio-Cortez ha revalidado esta semana su sonado triunfo de hace dos años en las primarias demócratas de Nueva York. Aquel éxito sorprendente la situó como la joven que se rebelaba contra la comodidad y el adormecimiento de las élites políticas tradicionales, incluidas las de su partido, pero muchos creyeron que aquel terremoto era pasajero. Hoy, Ocasio-Cortez es una innegable realidad política. Su primera victoria sucedió en un clima tumultuoso: se acusaba a Clinton de sucumbir al neoliberalismo progresista, de dividir la sociedad con su retórica de la diversidad frente a un contrincante inasible: la cuenta de Twitter de un trol que consiguió capitalizar la furia blanca y travestirla como la voluntad del pueblo contra el establishment de Washington.
Las divisiones parecían entonces obvias, y hablábamos de la política del puro antagonismo. Cos-mopolitas contra aislacionistas; millenials contra baby boomers; urbanitas frente a los olvidados de las zonas rurales, formaban el marco de pensamiento de una lógica tribal o populista que todos asumimos y que sacó partido de aquellos desequilibrios. Hoy, las divisiones perduran, pero no pueden capitalizarse desde la lógica de trincheras: el mundo busca un nuevo equilibrio donde la tensión de fondo tal vez sea la demanda de orden y protección. Ocasio simbolizaba la pureza de unos políticos que mostraban con naturalidad la dimensión moral de sus gestos, esa ética de las convicciones y de principios insobornables. Dos años después, es ella la que opta a revalidar su cargo. Esta maravillosa paradoja muestra un nuevo paradigma: para emprender cambios se precisa, hoy más que nunca, de instituciones que permitan desplegarlos.
Estar en los márgenes es cómodo, pero inservible, y cuando la demagogia llama a la subversión, ha de confrontársela desde el sistema. Enzensberger nos recordó que “cualquier cretino es capaz de arrojar una bomba”, pero es “mil veces más difícil desactivarla”. La búsqueda de poder puede cambiar a Ocasio, pero las personas también pueden cambiar las lógicas del poder. El coste es alto, pues “quien abandona las propias posiciones no solo entrega un terreno objetivo, sino también una parte de sí mismo”, pero Ocasio ha ampliado además los márgenes de lo posible. Su irrupción en el sistema ha movido el centro de gravedad de los demócratas, llevando poderosos argumentos a las apolilladas cámaras de Washington y entendiendo su partido como una plataforma que puede ensancharse sin abandonar la unidad de acción. El éxito de una organización política pasa por su plasticidad y capacidad de adaptación e integración, algo que aquí no hemos aprendido. La narrativa de Ocasio es la de la ética de la renuncia, esa que solo aparecía en políticos en retirada. Pero Ocasio-Cortez acaba de llegar, y es ahí donde hay que buscar su sorprendente valor moral.