Columna

Necesitamos ver

La forma más eficaz de discriminar es, precisamente, aquella en la que el poder se ejerce de forma tan aparentemente natural que se vuelve invisible

DEL HAMBRE

Resurge con fuerza #BlackLives Matters, el hashtag que atruena las redes tras el asesinato de George Floyd. Para muchos de nosotros, sería casi insultante que nos tuvieran que recordar algo así: por supuesto que importan, diríamos escandalizados. #Saymyname (“¡Di mi nombre!”) es otro de esos poderosos eslóganes que se oyen estos días en las redes y calles de las ciudades estadounidenses. Nuestro debate sobre la justici...

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Resurge con fuerza #BlackLives Matters, el hashtag que atruena las redes tras el asesinato de George Floyd. Para muchos de nosotros, sería casi insultante que nos tuvieran que recordar algo así: por supuesto que importan, diríamos escandalizados. #Saymyname (“¡Di mi nombre!”) es otro de esos poderosos eslóganes que se oyen estos días en las redes y calles de las ciudades estadounidenses. Nuestro debate sobre la justicia suele estar tan centrado en los bienes que recibimos dentro de un esquema distributivo que, cuando escuchamos reclamos como “Mi vida importa” o “No puedo respirar” (el gráfico mensaje que nos interpela tras la dramática muerte de Floyd ahogado por la rodilla de un policía), nos provocan una sacudida violenta. Que algunas vidas sean reconocidas mientras otras se vuelven indoloras o invisibles, incluso cuando se extinguen trágicamente, es algo difícil de encajar, pero amargamente real.

Hay cierta tendencia a intelectualizar la tragedia, a esconderla tras el velo de abstracciones interesadas, pero no todo se explica con conceptos como “guerras culturales” o “la trampa de la diversidad”. Señalar algo tan sencillo como que todas las vidas cuentan, que todas ellas importan, además de hablar de lo que tenemos o merecemos según nuestras normas y estándares éticos, implica volver la mirada a lo real y concreto, a cómo somos tratados, a la posición que ocupamos dentro de los esquemas sociales de poder. Es un buen momento para recordarlo: ejercer y tener poder político, reclamar que tu vida cuenta y vale la pena, aparecer y tener voz, no forma parte de ninguna guerra cultural o identitaria. Esa visión tan primaria e interesada que a veces se quiere imponer sobre lo que es justo, nos advierte el pensador alemán Rainer Forst, dificulta la distinción entre la situación de necesidad material que experimentan las personas después de un huracán, de aquella otra en la que, sencillamente, las personas sufren una situación de explotación o subordinación. Porque esto no va únicamente de lo que atesoramos o resguardamos, sino del poder de influencia que tenemos para transformar la realidad, sus obvios y calcificados parámetros de injusticia.

Poder, visibilidad, reconocimiento... son palabras que deberíamos incorporar a nuestro vocabulario cada vez que pensamos en injusticias sociales. Lo señaló Trudeau al hablar de lo que ha sucedido en EE UU, de lo que sucede a diario en Canadá: “Necesitamos ver”. Porque la forma más eficaz de discriminar es, precisamente, aquella en la que el poder se ejerce de forma tan aparentemente natural que se vuelve invisible, como esas vidas que ahora, avergonzados por nuestros privilegios, repetimos que importan, que cuentan, y que van a ser lloradas si desaparecen.

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