Columna

La colina de las ruinas

La última embestida presidencial afecta a la institución militar y al mito de la ejemplaridad de la democracia estadounidense

Militares entran en el área asegurada de la Casa Blanca en Washington, EE UU, el pasado 6 de junio.LUCAS JACKSON (Reuters)

La ejemplaridad tiene una fuerza temible. A lo largo del siglo XX ha sido uno de los instrumentos más eficaces del ascenso de la primera potencia mundial y parte esencial del poder blando o soft power, el concepto acuñado por el politólogo Joseph Nye. Estados Unidos, según una mitología cuidadosamente cultivada, era “la ciudad sobre la colina” que suscitaba la admiración de todo el mundo.

Habrá que ver qué queda en pie de la democracia y de sus instituciones el 3 de noviembre próximo, cuando los estadounidenses vayan a las urnas para decidir si ...

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La ejemplaridad tiene una fuerza temible. A lo largo del siglo XX ha sido uno de los instrumentos más eficaces del ascenso de la primera potencia mundial y parte esencial del poder blando o soft power, el concepto acuñado por el politólogo Joseph Nye. Estados Unidos, según una mitología cuidadosamente cultivada, era “la ciudad sobre la colina” que suscitaba la admiración de todo el mundo.

Habrá que ver qué queda en pie de la democracia y de sus instituciones el 3 de noviembre próximo, cuando los estadounidenses vayan a las urnas para decidir si Donald Trump ha sido solo un terrible paréntesis o si el auténtico paréntesis fue Barack Obama. De momento, en la última embestida presidencial, ha alcanzado a una institución y a un mito, ambos fundamentales en la expansión de la nación americana. La institución es el ejército y el mito es el de la ejemplaridad.

A la vista de los antecedentes, era previsible. La división de poderes, la independencia judicial, la autonomía de organizaciones como la diplomacia, los servicios secretos, la policía federal o las inspecciones generales del gobierno, por no mencionar los medios de comunicación o las alianzas y las organizaciones internacionales, yacen descalabradas entre las ruinas de esta presidencia.

Con la excusa de los saqueos durante las manifestaciones contra la muerte de George Floyd, en buena parte protagonizados por provocadores, el presidente quiere repetir una campaña presidencial como la que llevó a Richard Nixon a la Casa Blanca en 1968, bajo la consigna de ley y orden y en apelación a la mayoría silenciosa. El instrumento legal, acogido con enorme disgusto por la élite militar, incluyendo al secretario de Defensa, Mark Esper, y al actual jefe del Estado Mayor, Mark Milley, es un viejo Decreto sobre la Insurrección con el que ha pretendido mandar las tropas a disolver a los manifestantes.

No es la primera vez que la Casa Blanca utiliza al ejército para atajar unos disturbios, pero siempre lo hizo a petición de los gobernadores de los Estados, o para forzar a la aplicación de legislaciones o sentencias judiciales, como sucedió en los años sesenta ante la resistencia sureña a la igualdad de derechos civiles. Jamás anteriormente las tropas han sido utilizadas como policía para enfrentarse a los ciudadanos y limitar sus libertades, al igual que hacen las dictaduras.

Ahora no se divisa nada ejemplar sobre la colina. Si acaso, los manifestantes pacíficos que piden justicia.


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