Por lo que vale

En la desquiciada psicodelia de estos días, el mundo entero parece repoblarse de sombras habiendo quedado en el sano vacío

JORGE F. HERNÁNDEZ

For What It’s Worth es un himno de la infancia, una rola ya clásica de la década psicodélica que grabó el grupazo Buffalo Springfield quizá sin saber que sería el soundtrack que mejor sincroniza con la brutalidad policial, cíclica y racista, así como con los amargos engaños de los supremacistas, no más que fascistas que cada generación desde hace casi un siglo cree erradicar para confirmar con sutil asombro sus retornos. “Nadie puede estar bien si todos estamos mal”, dice uno de los proféticos versos de For What It’s Worth y quien la escuche tendrá ahora en nítido sonido d...

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For What It’s Worth es un himno de la infancia, una rola ya clásica de la década psicodélica que grabó el grupazo Buffalo Springfield quizá sin saber que sería el soundtrack que mejor sincroniza con la brutalidad policial, cíclica y racista, así como con los amargos engaños de los supremacistas, no más que fascistas que cada generación desde hace casi un siglo cree erradicar para confirmar con sutil asombro sus retornos. “Nadie puede estar bien si todos estamos mal”, dice uno de los proféticos versos de For What It’s Worth y quien la escuche tendrá ahora en nítido sonido digitalizado el coro de esta semana: la tira como avalancha contra los inocentes, la tira que mata a un hombre en Jalisco por no llevar tapabocas y the fuzz asfixiando a un hombre negro en menos de nueve minutos, con la rodilla en el cuello de la víctima, arrodillado tal como se arrodillan los jugadores de fútbol americano para protestar precisamente por el oleaje de racismo encendido e insuflado por el bufón de la Casa Blanca, capaz de rociar con gas lacrimógeno a un grupo de pacíficos manifestantes para hacer la fotografía más ridícula de la Biblia, y luego pedirle a su demente vocera que lo compare con Churchill en Londres.

Escucho a Buffalo Springfield como el coro de los reyes magos que disipaban el humo de mi infancia, cuando tropas de uniforme verde como los que portaban en Vietnam invadieron las calles de Washington, D. C. Adelanto del delirio desesperado del bufón de la Casa Blanca, refugiado en un búnker del inframundo, amenazando con lanzar al Ejército a las calles, encerrado ya por ahora en el muro que tanto fardó construir, aislándose como no lo hizo ante la pandemia. En la desquiciada psicodelia de estos días, el mundo entero parece repoblarse de sombras habiendo quedado en el sano vacío de hace unas semanas y en el montaje caben todas las desesperadas confusiones de quienes no merecen tanta desgracia irracional: hablo del albañil que es torturado por la tira en despoblado y por el anciano descalabrado en Boston, al que le pasan por encima quiénsabecuántos uniformados sin reparar en su daño, pero sobre todo hablo de los niños y enfermos, los deudos y enfermeros, los que pasan del quirófano al terror de la inseguridad y la persistente, variable, intacta vocación del racismo que parece engañar al grado de proyectar que no existe, tal como parece a muchos exagerado o mala metáfora asegurar lo evidente: el fascismo se ha instalado en la saliva de bufones inconcebibles, en la desidia del silencio y la apatía de los que se creen inmunes. Está también en la penosa penca de pusilánimes, los que prefieren hacerse de la vista gorda y por supuesto, en el descarado discurso con el que siguen en su discurso de segregación y odio quienes tarde o temprano callarán y purgarán su Maldad mayúscula.

Cuando Tarantino quiso cambiarle el terrorífico destino a Sharon Tate y demás víctimas de la secta satánica de Charles Manson, filmó un cuento de hadas que quizá engaña a toda la generación que no sabe que en la vida real Manson es un Diablo de carne y hueso, aún preso y su clan no murió en una peli de Tarantino sino que asesinaron a sangre fría a un puñado de víctimas con toda la sorna, alevosía y horror más allá de lo que cabe en una película. Quizá lo que podría servir para un documental urgente de estos días no sean las ridículas escenas coreografiadas desde la Casa Blanca, sino una íntima conversación con Charles Manson en su celda de hoy mismo, leyéndonos en su bola de cristal el siniestro galimatías de una eternidad que dura no más de nueve minutos… lo que vale la agonía de un hombre asfixiado por el color de su piel, aunque el pretexto era un billete de 20 dólares.

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