Columna

Constantes mínimas vitales

El ingreso mínimo define a esa parte de la sociedad española que está más cómoda dándole cinco euros al que pide en la puerta del súper que 20 céntimos a través de sus impuestos

Ambiente festivo en la Feira Franca de Pontevedra.

Hay dos formas de posicionarse en contra del ingreso mínimo vital y del impuesto a las grandes fortunas: estar seguro de que nunca necesitarás el primero y dudar de si tendrás que pagar el segundo. Como los extremos nunca se tocan —pese a los rumores—, apoyar el ingreso mínimo vital cronifica la pobreza y rechazar el impuesto a las grandes fortunas no cronifica la desigualdad. Son, las dos, medidas que afectan al nervio más delicado de la política, aquel que interpela más directamente al votante: ¿gobernamos para ti o para todos?

La primera opción conduce al razonamiento de que uno sólo...

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Hay dos formas de posicionarse en contra del ingreso mínimo vital y del impuesto a las grandes fortunas: estar seguro de que nunca necesitarás el primero y dudar de si tendrás que pagar el segundo. Como los extremos nunca se tocan —pese a los rumores—, apoyar el ingreso mínimo vital cronifica la pobreza y rechazar el impuesto a las grandes fortunas no cronifica la desigualdad. Son, las dos, medidas que afectan al nervio más delicado de la política, aquel que interpela más directamente al votante: ¿gobernamos para ti o para todos?

La primera opción conduce al razonamiento de que uno sólo puede reclamar para la sociedad aquello que tampoco tiene él, pues lo contrario sería hipócrita. Es fácil de resumir: no quieras para los demás lo que ya tienes tú. Suena absurdo pero no lo es: sólo es un rasgo sociópata, etiqueta que a mucha gente no sólo no le molesta sino con la que empieza a sentirse cómoda. Es lo malo de sacarse los complejos, que uno no sabe dónde va a acabar.

La “paguita”, como la han llamado sus detractores, define a esa parte de la sociedad española que está más cómoda dándole personalmente cinco euros al que pide en la puerta del supermercado que 20 céntimos a través de sus impuestos. Su relación con la caridad delimita su lugar en el mundo; cuando eso degenera en justicia social, aun suponiéndole menos sacrificio, tiene la sensación de que el suelo se mueve. No es tanto el dinero, que no va a faltar nunca, sino la consideración. Por eso en las bodas hay gente con dinero que prefiere ingresar discretamente su regalo y otra, con el mismo dinero pero menos clase, prefiere aparecer en la ceremonia con el sobre y pesarlo en una báscula delante de los invitados.

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Hay una historia de Alberto Manguel que no tiene nada que ver con esto y, al mismo tiempo, lo explica mejor que ninguna. La recordó en Letras Libres Patricio Pron. Un editor oyó hablar de una promesa llamada Balzac y se propuso darle 2.000 francos por su siguiente libro, oferta que fue bajando a medida que descubría el barrio y luego la casa en la que vivía el escritor, hasta comprobar que se alimentaba de pan y agua: “Señor Balzac, soy su más ferviente admirador y me gustaría ofrecerle por su próximo libro la bonita suma de 200 francos”. Está todo inventado y en España lo poco que quedaba por inventar ya lo inventó Rafael Azcona, que hubiera escrito La paguita para enmudecer a quienes ven en el hambre una carga histórica del que cada uno tiene que despojarse por su cuenta; si a comer le llamasen emprender, se aceptaría la ayuda del Estado sin discusión.

La psicología del pueblo es un misterio. Cuando hace unas semanas se propuso el impuesto a las grandes fortunas, mucha gente que no tiene un millón de euros ya estaba preocupada por cuánto iba a pagar cuando lo tuviese. Me recordó a la primera edición de la Feira Franca de Pontevedra, cita que aspira a retratar la ciudad en el medievo: había tantos obispos, condesas, príncipes, caballeros y reinas que el alcalde Fernández Lores, estupefacto, dijo a la prensa: “Se ve que estábamos mejor hace cinco siglos”. Aquello sólo era una fiesta de trajes de época, si bien hay ropajes del XVI que uno se cose ahora por dentro y le quedan tan bien como la época.


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