Cartilla de doble moral

No se puede gobernar sirviendo a una moral laica al tiempo que se sirve a una moral religiosa, como no se puede gobernar en busca de una utopía al tiempo que se quiere reinstalar de golpe un mito

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, muestra una estampita en la rueda de prensa matutina.Victoria Valtierra

El mundo en el que vivimos fue configurado y es redefinido a diario por dos asuntos esenciales: la religión y la política.

Podríamos afirmar que las sociedades, que nuestra realidad, incluso, no es, en primera instancia, otra cosa que el resultado de la balanza entre política y religión: nuestro sistema mundo depende de cuál tira con más fuerza hacia su lado.

Allí donde la religión pesa más que la política, el sistema tiende a cimentarse en torno a la idea de recuperación de un pasado perdido, mientras que allá donde la política pesa más que la religión, los sistemas tienden a er...

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El mundo en el que vivimos fue configurado y es redefinido a diario por dos asuntos esenciales: la religión y la política.

Podríamos afirmar que las sociedades, que nuestra realidad, incluso, no es, en primera instancia, otra cosa que el resultado de la balanza entre política y religión: nuestro sistema mundo depende de cuál tira con más fuerza hacia su lado.

Allí donde la religión pesa más que la política, el sistema tiende a cimentarse en torno a la idea de recuperación de un pasado perdido, mientras que allá donde la política pesa más que la religión, los sistemas tienden a erigirse en torno a la idea de un futuro enteramente nuevo, consecuencia de la superación del pasado y del presente.

En ambos casos, sin embargo, la cuestión no depende de nada más que de una promesa: la que asevera que habrá de recuperarse aquello que nos fue robado o que extraviamos a consecuencia de nuestras acciones perniciosas y la que afirma que, si obedecemos, trabajamos duro y nos entregamos a ese objetivo colectivo que llamamos desarrollo, conquistaremos el futuro.

Es por esto, en buena medida y reduciendo muchos asuntos y términos hasta su mínima expresión, que pensadores tan distintos como Hegel o Schopenhauer, Marx o Heidegger, Benjamin o Nietzsche, John Gray o Cioran, postularon, demostraron o evidenciaron, al hablar de política y religión, poco más que una transmutación. Y es que por obra y gracia de la laicidad, el lugar del mito, que bombeaba la sangre hacia el resto del sistema, sería ocupado por la utopía.

El mito, lo sabemos, es el culmen de la nostalgia, máxima expresión de nuestra memoria. Por su parte, la utopía es el culmen de los anhelos, máxima expresión de nuestra imaginación. Es por esto que la religión se cimienta, fundamentalmente, sobre el mundo de lo intangible, mientras que la política se cimienta sobre el mundo de lo tangible: mientras la razón de una fue, la de la otra será. Pero religión y política también comparten un territorio: el presente. Y es en este en el que las contradicciones se vuelven insalvables, pues ningún sistema funciona si la balanza no se desnivela.

Todo presente es retenido por la fuerza del mito, todo presente es espoleado por la energía de la utopía. No existe, no ha existido nunca ninguna otra opción de cambio duradero, transformación profunda o revolución permanente, que dichas fuerzas y energías. Por esto, en el presente siempre debe quedar claro cuál es el corazón que elegimos para alimentar nuestro sistema; por esto, siempre debemos buscar que la balanza esté inclinada sobre uno de sus platos; por esto, los políticos no deben ser un poco laicos y un poco creyentes, como los religiosos no son un poco creyentes y un poco laicos. Estas contradicciones son más contagiosas que los virus: además de a los ciudadanos, enferman al sistema.

Se trata de un asunto fundamental: no se puede gobernar sirviendo a una moral laica al tiempo que se sirve a una moral religiosa, como no se puede gobernar tampoco en busca de una utopía al tiempo que se quiere evocar constantemente o reinstalar de golpe un mito. Las experiencias de gobernantes y Gobiernos que han pretendido hacer algo como esto, convertirse en fiel de esa balanza que no debe ni puede estar en equilibrio, son incontables. En todos esos casos, sin embargo, la consecuencia no fue otra que el olvido, la disolución del presente, la inacción de todos y cada uno de los miembros del sistema, pues en vez de sangre oxigenada, lo que les llega es una sangre espesa.

Para dejar huella hay que perseguir una utopía, aunque se sepa que es inalcanzable, o recordar constantemente un mito, aunque se sepa que este nunca volverá. No tenerlo claro, insisto, conduce a gobernar con la balanza en equilibrio. Y una balanza en equilibrio solo da lugar a engendros, engendros capaces, por ejemplo, de santificar políticos de antaño, al tiempo que enfrenta tragedias con estampas de la virgen; engendros que vuelven el conocimiento algo en lo que se cree y no algo que debe entenderse, al tiempo que otorga razón y lógica a supercherías: el bien siempre triunfará porque es la luz.

Lo peor de todo, sin embargo, es que en el corazón de esos engendro, en los que la doble moral de la que he estado hablando es cartilla de presentación, mito y utopía, además de entremezclarse, se confunden. Pierden de tal modo su sentido singular, que su razón de ser puede parecernos cualquier cosa. Entonces, como decía, el carácter secular de nuestra lucha en pos de una sociedad sin violencia, se resuelve de este modo: la maldad terminará cuando nos fundamos en un enorme abrazo.

Obviamente, Cristo será quien acabe con los cárteles de la droga, igual que el fin de la corrupción —que dará lugar al mundo que promete nuestro sistema engendro— llegará a nosotros por el mero hecho de haberlo anunciado, pues nuestra realidad no es más que un proceso teleológico. Definitivamente, me equivoqué al decir que lo peor de todo era que el mito y la utopía se entremezclaran y se confundieran.

Y es que lo peor de todo, en realidad, es que mito y utopía se destruyan mutuamente. Que, por pretenderse equivalentes, no quede ni uno ni la otra, que queden nada más sus restos... tan volátiles que habrán de elevarse y cruzar el tiempo, hasta ocupar el sitio que debía ocupar su opuesto. La utopía será el pasado y el futuro no será otro que el mito.

La ensoñación, expresión máxima de nuestra imaginación, sería entonces, por ejemplo, la reencarnación de los años 30 del siglo pasado, mientras que la nostalgia, expresión máxima de nuestra memoria, sería el futuro que traiga el próximo profeta.

La 4T, quién lo diría, no sería entonces más que otro régimen milenarista, aunque contradictoria, desesperada, inconcebiblemente secular, a un mismo tiempo.

Un engendro, pues, desesperado por alcanzar el equilibrio, pues no ha estado dispuesto a permitir que la balanza se incline.

Cabe esperar, sin embargo, que el Gobierno de México recapacite, abandone su aparente adicción a la escatología y encuentre la forma de apoyarse nuevamente sobre el plato de la política.

La 4T todavía está a tiempo de abandonar la doble moral que hasta hoy la ha caracterizado y de empezar a gobernar en nombre de una sola.

Una moral, incluso, como la que propone la cartilla que han estado repartiendo.

Y es que solo con base en una utopía como aquella que escribiera Alfonso Reyes, seremos capaces de empezar a transformar nuestro presente.

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