Columna

Huérfanos de representación

La escena política se ha vuelto tan tóxica que los árboles bajo los cuales se esconden tantos conceptos de trinchera nos impiden ver el bosque

DEL HAMBRE

Mientras discutimos demagógicamente sobre la eficacia de democracias y satrapías a la hora de afrontar los retos de la pandemia, quizá deberíamos mirar atentamente al bloque de las democracias, en lugar de plantear dilemas peligrosos. Para nuestra desdicha, mientras Oceanía, Escandinavia o Alemania representan un modelo cooperativo, con una cultura política pactista y mayor capital social y confianza entre gobernantes y ciudadanos, nuestra democracia es mucho más contenciosa y emocional, y se desliza con demasiada facilidad hacia el desgarro divisivo de los conflictos internos. Las primeras, r...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Mientras discutimos demagógicamente sobre la eficacia de democracias y satrapías a la hora de afrontar los retos de la pandemia, quizá deberíamos mirar atentamente al bloque de las democracias, en lugar de plantear dilemas peligrosos. Para nuestra desdicha, mientras Oceanía, Escandinavia o Alemania representan un modelo cooperativo, con una cultura política pactista y mayor capital social y confianza entre gobernantes y ciudadanos, nuestra democracia es mucho más contenciosa y emocional, y se desliza con demasiada facilidad hacia el desgarro divisivo de los conflictos internos. Las primeras, resulta evidente, han sabido digerir mucho mejor la gestión de la crisis, lo que quiere decir que el modelo de democracia importa, y que quizá va siendo hora de replantearnos el nuestro.

Durante el estado de alarma hemos sido incapaces de abandonar la lógica de polarización que, paradójicamente, trajo la llegada del otrora deseado multipartidismo. A un lado, observamos a un PP que ha decidido hacerse pequeño y actuar al toque de trompeta de la calculada ruindad de Vox, poniendo a aprendices de Trump como Ayuso como ejemplo icónico de las políticas de su partido. Al otro, a un Gobierno que define eufemísticamente como “errores de comunicación” lo que, a ojos vista, es sencillamente una dificultad manifiesta para dialogar o tejer acuerdos confiables, una forma de actuar que responde a su peculiar manera de entender la política como mero tacticismo del regate, llena, sí, de fuegos artificiales, pero alarmantemente cortoplacista.

La escena política se ha vuelto tan tóxica que los árboles bajo los cuales se esconden tantos conceptos de trinchera nos impiden ver el bosque. Mientras nos tiramos a la cabeza a los patriotas reaccionarios de Bildu y Vox, perdemos de vista las líneas rojas que, hasta hace bien poco, no podía rebasar ningún partido, no porque las marcase el contrincante, sino porque definían lo que uno era y lo que aspiraba a ser. Mientras insistimos en polarizar en medio de la que será, parece, la crisis más aguda de nuestra historia reciente; mientras sea imposible forjar una mayoría democrática y coherente que siga la brújula del interés general, otra mayoría devenida interesadamente en minoría mediática, la de los ciudadanos sensatos y cansados, se va quedando huérfana de representación. Mientras un puñado de manifestantes se vale de la sonora fórmula de la cacerola para ocupar el epicentro mediático y político, mientras nuestros dirigentes eligen el camino de la frivolidad en el ejercicio del poder, quienes queremos pactos, colaboración y entendimiento estamos huérfanos, institucionalmente empobrecidos. He aquí el drama al completo de nuestra triste y desgarrada democracia.

Archivado En