Nuestros depredadores
Si le dejáramos a sus anchas, sin vacuna y sin tratamiento, la pandemia del coronavirus podría llegar a infectar al 60% de la población, lo que en España supondría la muerte de unas 280.000 personas.
Instalados en el Antropoceno, los humanos hemos desarrollado tal conciencia de superioridad que hemos llegado a creer que no tenemos depredadores. Pero no es cierto. Nuestros depredadores son todos esos microorganismos que nos acechan y que, no sin dificultad, mantenemos a raya gracias a la medicina. Pero ellos también luchan por su lugar en el ecosistema y de tanto en tanto logran mutaciones que desafían nuestra capacidad de defensa. Las bacterias fueron un depredador voraz hasta que descubrimos la penicilina, pero algunas de ellas vuelven a ser una amenaza porque han mutado y se han hecho re...
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Instalados en el Antropoceno, los humanos hemos desarrollado tal conciencia de superioridad que hemos llegado a creer que no tenemos depredadores. Pero no es cierto. Nuestros depredadores son todos esos microorganismos que nos acechan y que, no sin dificultad, mantenemos a raya gracias a la medicina. Pero ellos también luchan por su lugar en el ecosistema y de tanto en tanto logran mutaciones que desafían nuestra capacidad de defensa. Las bacterias fueron un depredador voraz hasta que descubrimos la penicilina, pero algunas de ellas vuelven a ser una amenaza porque han mutado y se han hecho resistentes a los antibióticos.
También los virus se están convirtiendo en un temible depredador. De tanto en tanto uno de ellos consigue saltar de su reservorio animal y adquirir la capacidad de transmitirse entre humanos. Recuerdo bien cómo eminentes científicos, entre ellos un joven Antony Fauci, expresaban su sorpresa en los congresos sobre el sida por lo sofisticado y perverso que era el mecanismo que utilizaba el VIH para apoderarse los linfocitos T y poner al sistema inmunológico a su servicio. Desde que apareció en 1981, el sida se ha cobrado 35 millones de vidas y a pesar del ingente esfuerzo realizado en investigación, tenemos tratamientos pero seguimos sin vacuna.
Para el sarampión sí que la tenemos, pero todavía provoca cada año 7 millones de contagios y mata a 90.000 personas. Puede considerarse un éxito, porque a principios de los ochenta mataba a 2,5 millones al año, pero también un fracaso, porque todas esas muertes podrían evitarse. Hace tiempo que vivimos con el temor de una mutación del virus de la gripe que la haga tan mortífera como la de 1918, que en sus tres oleadas mató a más de 60 millones de personas. Y sabemos que hay virus emergentes al acecho, como el dengue, que provoca cada año 390 millones de infecciones, una cuarta parte de ellas con manifestaciones clínicas, y otros menos frecuentes pero muy peligrosos por su alta tasa de mortalidad, como el MERS-Cov (34%), la gripe aviar (39,3%), el ébola (63%), el virus de Nipah (75%) o la fiebre de Marburg (88%).
La pandemia del coronavirus nos ha llevado al escenario de nuestras pesadillas. No es tan mortífero, alrededor del 1%, pero sí muy infectivo. Si le dejáramos a sus anchas, sin vacuna y sin tratamiento, podría llegar a infectar al 60% de la población, lo que en España supondría la muerte de unas 280.000 personas. ¿Y qué tenemos contra este poderoso depredador? De momento, solo un arma: nuestra organización social. La capacidad de cooperar como individuos para protegernos unos a otros. Desde esta perspectiva, las caceroladas de Serrano no se ven precisamente como un canto a la libertad, sino a la muerte.
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