La muerte, el duelo y los rituales

Y es que en el nuevo mundo, la mayor víctima no será la vida, que al final habrá de imponerse, sino la muerte

Personal sanitario desinfecta el cementerio de Tijuana, al norte de México.Omar Martínez/dpa

Mi madre, que dedicó su vida a la salud mental, los problemas de aprendizaje y comunicación y el bienestar emocional de los demás, es una persona mayor.

No solo se encuentra en esa franja generacional que, se nos ha dicho una y otra vez, enfrenta la pandemia con menos posibilidades de supervivencia, sino que, para colmo, padece hipertensión y diversos desórdenes autoinmunes.

Es por eso que, como cualquier persona nacida antes de los años ochenta, mi preocupación está ocupada en su cuarentena, primero, y solo después en la mía, a pesar de que cargo un racimo de comorbilidades (de ...

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Mi madre, que dedicó su vida a la salud mental, los problemas de aprendizaje y comunicación y el bienestar emocional de los demás, es una persona mayor.

No solo se encuentra en esa franja generacional que, se nos ha dicho una y otra vez, enfrenta la pandemia con menos posibilidades de supervivencia, sino que, para colmo, padece hipertensión y diversos desórdenes autoinmunes.

Es por eso que, como cualquier persona nacida antes de los años ochenta, mi preocupación está ocupada en su cuarentena, primero, y solo después en la mía, a pesar de que cargo un racimo de comorbilidades (de golpe, mis problemas de salud fueron rebautizados) digno de Mumm-Ra, El inmortal.

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Lo peor es que, para no añadir más ladrillos al muro de peligros sobre el cual está parada mi madre, lo mejor, como también se nos ha informado una y otra vez, es no visitarla; limitar, pues, nuestros contactos a la línea telefónica o al sistema vascular de fibras ópticas que alimenta al mundo digital. De pronto, vivimos en un tiempo en el que lo mejor es, al mismo tiempo, lo peor.

Y lo peor, fácilmente, se puede convertir en el horror, si no asumimos que el viejo mundo ha terminado; si buscamos aferrarnos a un pasado que hemos perdido, como también se nos ha informado una y otra vez y una vez más. ¿Cuál es ese horror? El de los seres que mueren sin ver a sus familias, el de las familias cuyos miembros mueren sin que ellos puedan abrazarlos. Y es que en el nuevo mundo, la mayor víctima no será la vida, que al final habrá de imponerse, sino la muerte.

En el mundo en que vivíamos hasta cosa de dos meses, el duelo era un proceso que no se limitaba, como parecería haberlo hecho antes, a lo largo de eso que conocemos como historia humana, a la pérdida de un ser querido. Gracias a las disciplinas que durante el último siglo y medio se abocaron a comprender y a explicar el universo emocional de nuestra especie, en particular, gracias a Freud, el duelo dejó de ser la reacción ante el vacío que dejaba un ser amado, para convertirse en la reacción ante el vacío que dejaba cualquier abstracción equiparable a ese ser amado.

Fue así como el campo del duelo se extendió hacia otros seres vivos, hacia cualquier forma de relación e, incluso, a cuestiones tan intangibles como una idea, un sentimiento o un deseo. Ahora bien, el duelo no implica en sí mismo la superación de la pérdida, pues este debe ser acompañado de los rituales que permitan la reconversión del vacío que se ha gestado. Y es aquí que enfrentamos el mayor de los peligros: el confinamiento extremo, el confinamiento de la muerte, además del duelo, nos quiere arrebatar esos rituales, que cada uno puede llamar como prefiera: tradiciones, costumbres o actitudes.

Digo que la muerte es la mayor víctima, porque ya no sabemos qué vamos a hacer, cómo entenderemos y de qué forma habremos de superar la pérdida de nuestros viejos (o de cualquier otra abstracción), en tanto que no podremos despedirnos de ellos con un abrazo o sosteniéndoles la mano, ni podremos tampoco llevar a cabo un funeral, como esos que llevábamos a cabo en el mundo de antes y que se habían convertido en nuestra última conexión con el espacio de la oscuridad, con esas sombras inseguras que se han posado sobre nuestras únicas certezas.

A pesar de toda la información que hemos recibido, diría incluso que a pesar de la sobreinformación a la que hemos sido expuestos, una sobreinformación que ha devenido, para colmo, intoxicación informativa, es decir, infoxicación, como se conoce a ese estado en el que cae un ser humano cuando se le revela más información de la que requería o de la que era capaz de manejar, en torno nuestro se ha generado un vacío angustiante, un silencio que se come todos los sonidos, una serie de preguntas que no tienen respuesta, porque ni siquiera han sido expresadas.

En la penúltima llamada que sostuve con mi madre, quien, como ya dije, ha dedicado buena parte de su vida a buscar respuestas a las preguntas que otros, en su mayoría adolescentes con problemas emocionales y niños con problemas de aprendizaje, se hacían (adolescentes y niños que ahora son adultos, señores y señoras que, desde que empezó el confinamiento, de tanto en tanto le llevan a mi madre una despensa, una cubeta de toallitas desinfectantes, un galón de cloro); en esa penúltima llamada, decía, mi madre me contó su último sueño.

Y aunque no sé cómo vaya a tomar que ese sueño sea publicado, lo cuento porque condensa esto que he estado escribiendo: harta del confinamiento, en la misma medida que asustada por la enfermedad que nos acecha y preocupada por las consecuencias que esta traerá, mi madre, la de su sueño, se asomaba a una ventana, buscando una salida al ruido de su mente. En la calle, sin embargo, lo que ella, lo que mi madre soñada encontró, fue un paisaje incomprensible: todas las personas que caminaban ahí, se habían convertido en equis, en equis negras de diversos tamaños.

Ese vacío angustiante, ese silencio que se come todos los sonidos, esa serie de preguntas que no tienen respuesta, porque no están siendo expresadas, sin embargo, es algo contra lo que también toca luchar en estos días de pandemia y de confinamiento. Ya sea porque la vida nos lo permite, ya sea porque nos invita con su ruido, ya sea porque nos lo demanda con algún suceso inesperado, a la vez que inevitable: un golpe que, aunque no veíamos venir, nos alcanza en el centro del hocico.

Hace un par de días, Capulín, el alma negra de mi manada, el perro al cual me unía un vínculo tan especial como natural, amaneció desparramado en un rincón del cuarto, vacío de fuerzas por completo, con los ojos de alguien o algo más: las córneas esas que parecerían ser enviadas por las sombras, para que aquel que se las ponga no vaya extraviarse, dado que ya va de camino.

Tras dudarlo un instante, decidí que haría lo que habría hecho en aquel mundo de antes. Que las preguntas que todavía no me hacía, habría de responderlas con mis actos. Que levantando a Capulín, saliendo a la calle y corriendo las tres cuadras que hay entre mi casa y el hospital veterinario, empezaría a honrar la muerte.

La muerte, el duelo y sus rituales: mi perro no moriría entre dolores, debía ser ayudado en el tránsito en que estaba, como debíamos, nosotros, la manada que quedaba, acompañarlo en ese tránsito, a pesar de la pandemia, la información y el mundo nuevo.

Y es que nosotros no debíamos renunciar, por más peligros que haya, a aquello que también nos hace humanos: los rituales que llevamos a cabo ante el vacío.

Quizá este sea la última trinchera: aferrarnos a la muerte, como lo hacemos a la vida.

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