México, el exilio y el final del franquismo
El simbólico Gobierno de la República en el exilio no sería un cuerpo por el que pasaría la democracia española tras la dictadura
Medio siglo atrás, se producía en España el “hecho biológico”, eufemismo para referirse a la muerte del general Franco. La longevidad de su régimen dictatorial y el personalismo que lo caracterizó habían convertido en tabú la mera formulación de un hecho tan natural como su fallecimiento. El franquismo sin Franco no parecía factible. ...
Medio siglo atrás, se producía en España el “hecho biológico”, eufemismo para referirse a la muerte del general Franco. La longevidad de su régimen dictatorial y el personalismo que lo caracterizó habían convertido en tabú la mera formulación de un hecho tan natural como su fallecimiento. El franquismo sin Franco no parecía factible. Pero el escenario posterior constituía una incógnita. Imperaba la incertidumbre. Los tanteos e improvisaciones se iban modulando y retroalimentando sobre la marcha.
Para México, con aquel hecho biológico desaparecía la principal condición objetiva que había motivado décadas sin relaciones oficiales con España. Para el exilio republicano, desaparecía su misma condición esencial: la que lo había generado y determinaba la imposibilidad literal o el impedimento moral de un regreso. Pero como los hechos, por más biológicos u objetivos que sean, están rodeados de subjetividades marcadas por las coyunturas y la complejidad de las relaciones políticas y humanas, los acontecimientos tomaron forma propia e irreverente respecto a las expectativas.
A la muerte de Franco siguieron 16 meses de ínterin. Del lado mexicano, la coherencia y la lealtad habían impedido la normalidad. No obstante, el deseo de normalizar las relaciones con una España democrática era prioritario. Las autoridades mexicanas, mientras se mantenían a la expectativa, iban moviendo discretamente los hilos. No cabía quedarse al margen del nuevo escenario español.
En virtud de tal deseo, se había venido ejerciendo un discreto pero generoso apoyo al conjunto de la oposición antifranquista, concebida en su más amplio espectro. Se sucedieron los viajes a México de Santiago Carrillo, Felipe González o Enrique Tierno Galván, con Rodolfo Echeverría Ruiz como principal orquestador. Este fue asimismo emisario clave en los contactos con el antifranquismo en París y Roma, y posteriormente, con algunas fuerzas renovadoras del franquismo en Madrid.
Por aquellos años finales del régimen, las autoridades franquistas dejaron evidencia de su preocupación en torno a la legitimidad republicana, casi cuatro décadas después de haber proclamado su liquidación. En una reunión con Henry Kissinger, celebrada el 4 de octubre de 1973 en las Waldorf Towers de Nueva York, el ministro de Asuntos Exteriores, Laureano López Rodó, ofreció servilmente la cooperación española en el Medio Oriente y en América Latina, señalando particularmente a Cuba. El poderoso secretario de Estado manifestó sin ambages la intención de Washington de ser activo en la política latinoamericana. Semanas atrás, había tenido lugar el golpe de Estado en Chile. El propio Kissinger había jugado un papel central.
El ofrecimiento franquista cabe enmarcarlo en tal contexto de excepción. Se sucedió entonces un intercambio significativo. López Rodó mencionó: “Como sabe, México todavía reconoce un Gobierno que existía hace 37 años”. “No sabía eso”, replicó escuetamente Kissinger. “Este es, quizás, un problema con el que puede ayudarnos”, dejó caer el ministro. El estadounidense cerró la conversación limitándose a un vago compromiso: mencionar el asunto al canciller mexicano. A ojos franquistas, la respuesta frustró toda expectativa. La consideración como “problema” del reconocimiento mexicano a la legitimidad republicana ilustra la inseguridad derivada de una falta de legitimidad general arrastrada desde la Guerra de España misma, y que rebrotaba en circunstancias delicadas. En tal sentido, el apoyo de las potencias anglosajonas (Londres primero, Washington después) siempre resultó el antídoto. Y a los Estados Unidos se volvía a recurrir, tal y como se había hecho 20 años atrás con la aceptación de las bases militares en suelo español (1953) y una década después (1963) mediante el envío como embajador de alguien íntimamente relacionado a la familia del presidente John Fitzgerald Kennedy, como era Antonio Garrigues Díaz-Cañabate. Precisamente este situó el tema del reconocimiento de México a la República como el segundo en importancia de cara a su labor, tras la renegociación de los acuerdos sobre las bases, y antes de la cuestión sobre la entrada de España en el Mercado Común Europeo. Una priorización muy significativa. Pero, en suelo estadounidense, las iniciativas españolas hacia el ámbito latinoamericano se verían limitadas por su choque con los tics permanentes hacia el competidor histórico en la región.
Los últimos fusilamientos del franquismo motivaron una fuerte condena internacional. México llegó a solicitar la expulsión de España de las Naciones Unidas. Fueron evidentes las reminiscencias con el protagonismo mexicano, tres décadas antes, en la exclusión española de la organización. Desde el aparato y prensa del régimen franquista fue recordada entonces la responsabilidad del presidente mexicano, Luis Echeverría Álvarez, en la matanza de Tlatelolco en 1968.
Se convocó a una manifestación en la Plaza de Oriente, con Franco asomando al balcón del Palacio Real. Mismo lugar, mismo ritual y mismas motivaciones que treinta años atrás: atrincherarse en movilización patriótica frente a la condena internacional. Sería la última aparición del dictador en público.
La muerte de Franco no conllevó el inmediato establecimiento de relaciones. Mientras que el Gobierno mexicano quería probar la calidad democrática del postfranquismo -y asegurar que no habría represalias-, las autoridades españolas negaban al anterior legitimidad y credenciales en clave democrática. Dada la proximidad del fin sexenal, convenía esperar a la constitución de un nuevo ejecutivo.
Recién estrenado el Gobierno presidido por José López Portillo, a finales de 1976, se buscó rápidamente la normalización. Sin embargo, no se podían establecer nuevas relaciones a la par que se seguía reconociendo al Gobierno de la república en el exilio. Por razones emocionales y de coherencia nacional, resultaba complejo romper con los dirigentes republicanos. La solución estribó en conducir a estos hacia la autodisolución. Fueron recibidos con honores en la residencia presidencial de Los Pinos, donde se logró finalmente vencer las resistencias y cancelar cordialmente las relaciones entre México y la República Española. Siguió la mencionada autodisolución, que para sus sostenedores supuso el final —en términos formales— de la II República.
Desde bastante tiempo atrás, estaba claro que el simbólico Gobierno de la república en el exilio no sería un cuerpo por el que pasaría la democracia española tras la dictadura. En realidad, se trataba de un gobierno ciertamente fantasmagórico, sin territorio ni población que gobernar. Y, como se ha apuntado, México ya había entrado en contacto estrecho con las fuerzas políticas activas del antifranquismo.
La convocatoria a elecciones democráticas parecía el paso suficiente para México. Exigir más hubiese significado erigirse en una especie de juez de la vida española. Implicaba además el riesgo de llegar tarde. A ambas partes les interesaba la normalización, en el entendido de que los heterogéneos y profundos lazos históricos los definían como dos países que no podían ignorarse. Por parte mexicana, la coherencia había sido completada. Postergar más ya no era crédito en prestigio.
El 28 de marzo de 1977, tras un rápido acuerdo entre cancilleres (Santiago Roel y Marcelino Oreja) en el Hotel George V de París, se establecían nuevas relaciones diplomáticas entre México y España. Se trataba de un nuevo establecimiento, y no de un restablecimiento stricto sensu, dado que México había mantenido siempre relaciones formales con otra España: la del exilio. El 15 de junio siguiente se celebraron las primeras elecciones democráticas tras la larga dictadura. Así parecía confirmarse también, en principio, el fin de la larga noche del exilio. Sin embargo, el fin de la condición originaria del exilio constató que la condición de exiliado, como tal, no es caduca o reversible. Un desexilio es un imposible.
Meses después, se sucederían las visitas institucionales recíprocas, inauguradas por el primer presidente -y actor determinante- de la nueva democracia española: Adolfo Suárez. Pero aquella fue ya otra historia, que epilogó lo aquí sintetizado y prologó el inicio de una normalización bilateral que no ha opacado, en su inevitable y saludable prosificación, la excepcionalidad de su naturaleza. Una historia compartida en mayor consonancia o disidencia, pero emocionalmente vinculada siempre.