La lección de un acto de acoso
Entendemos que Sheibaum desestima tales precauciones y considera necesario el contacto con la gente. Pero no es un tema de valentía o de confianza en el cariño de los ciudadanos. Con 124 millones de personas y una sociedad cruzada por la violencia, el riesgo es evidente
La escena es inquietante, por decir lo menos. Un hombre se acerca por detrás a Claudia Sheinbaum, la besa en la nuca e intenta pasarle las manos por el cuerpo. Segundos más tarde, un guardia le bloquea el paso para separarlo de la presidenta. Un instante que terminó en anécdota pero que bien pudo haber cambiado la historia de México.
Más allá del abuso inadmisible que representa la intromisión física de un hombre sobre una mujer, que ya ha sido abordado en otros espacios en las últimas horas, es una tropelía que, además, deja una incómoda lección. Que no haya sucedido algo más trágico residió en que el excesivo entusiasmo de esta persona, temeraria y abusiva, no haya sido destructivo. Pero tendría que hacernos pensar que el país estuvo a expensas del estado de ánimo de un exaltado. La facilidad con la que un espontáneo pudo hacer contacto físico con la mandataria revela la enorme vulnerabilidad en la que se encuentra la figura presidencial.
Habría que recordar que el presidente López Obrador, pese al placer que le proporcionaba dejarse envolver por el pueblo, viajar en líneas comerciales y saludar de mano a cuanta persona se le acercaba, en algún momento dejó de hacerlo. Tras un par de años de frecuentes baños de pueblo, alguna señal debió haber recibido para introducir un cambio drástico. No perdió la costumbre de hacer giras por el territorio casi todos los fines de semana, pero el resto del sexenio lo hizo bajo estrictas medidas de seguridad: solo en aviones militares y los actos públicos, por lo general, se hacían en hangares del ejército, en las ciudades visitadas o en recintos cerrados.
Nunca trascendió el motivo puntual para que López Obrador hiciera una modificación a los hábitos que le habían acompañado durante décadas. Y no debió ser fácil avenirse a ese cambio, porque siempre afirmó que su contacto directo con el pueblo era una parte estratégica de su concepción política y de su talante personal. Es decir, no debió ser una nimiedad la razón que le obligó a tomar esa distancia.
Cualquiera que haya sido el motivo, la lógica llevaría a pensar que las razones siguen vigentes. Peor aún, podrían haberse agravado. La mayor parte de los atentados políticos de los últimos meses remiten de una u otra manera al crimen organizado. Sin duda es el caso de la ejecución de Carlos Manzo, el presidente municipal de Uruapan, que conmovió al país; como también lo son las decenas de asesinatos de ediles y funcionarios que hemos sufrido recientemente.
Claudia Sheinbaum ha dejado atrás la estrategia de “abrazos, no balazos” y es visible la frontal cruzada encabezada por su secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, para debilitar a los cárteles. Él mismo, como sabemos, se libró por poco de un atentado en su contra en el sexenio anterior, orquestado por CJNG, aparentemente.
No solo se trata de un ritmo sin precedentes en la detención de delincuentes (34.000 en su primer año) sino el descabezamiento a ritmos semanales de cuadros y cabezas estratégicas de estas organizaciones. Los golpes económicos asestados a la operación y las incautaciones de droga, piratería y combustible con valor de miles de millones de pesos, deben tener en jaque al funcionamiento de organizaciones criminales no precisamente conocidas por su bondad o sus desprendimientos franciscanos.
Pero con toda seguridad, lo más irritante para las cabezas del crimen ha sido la ruptura de una tradición no escrita pero bastante generalizada en América Latina, que consistía en no extraditar a los capos a Estados Unidos. El envío a prisiones norteamericanas de las 51 cabezas más importantes que se encontraban en las cárceles mexicanas, debió haber sido interpretado como “la violación” de una tradición, la transgresión de un límite. Para todos ellos el aislamiento de su grupo y el alejamiento de la familia constituye la peor pesadilla, acostumbrados, como están, a llevar una vida de privilegios, respeto y consideraciones en las prisiones de nuestro país.
Así pues, si en el sexenio anterior el mandatario juzgó conveniente asumir una actitud más cautelosa, habría mayor razón para retomarla ahora, considerando que el principal generador de violencia del país seguramente resiente los cambios impulsados por la actual administración.
Y, por lo demás, no se trata de la única fuente de peligro. La polarización política, la exaltación de odios y pasiones que provoca la nueva conversación pública fincada en mensajes viscerales y fake news, son caldo de cultivo para mártires desequilibrados y fanáticos desesperados. El acceso a la presidenta, aparentemente garantizado, que muestran las imágenes que se exhiben de los actos públicos cada fin de semana es el peor incentivo para un desequilibrado con iniciativa.
Y por último están las agendas ocultas de intereses económicos y políticos deseosos del río revuelto que resultaría de la inestabilidad generada por un acto de esa naturaleza. O peor aún, la estrategia perversa que podría llevar a alguna fuerza o actor político a realizar un acto para que sea atribuido a un adversario.
No se trata de hacer malos augurios, sino de hacer lo necesario para disminuir sustancialmente la probabilidad de una tragedia irreversible y de evitar el lamento de no haber hecho algo que lo previniera. Se dirá que si una fuerza poderosa en verdad quiere intentarlo no habría manera de evitarlo. Pero no es así. Primero, porque una estrategia de protección, como existe en otros países, reduce la posibilidad de espontáneos y posibles interesados. Segundo, porque incluso intentándolo disminuye la posibilidad de éxito. Justamente por eso sobrevivió García Harfuch.
Entendemos que la presidenta desestima tales precauciones y considera necesario el contacto con la gente. Pero no es un tema de valentía o de confianza en el cariño de los ciudadanos. Con 124 millones de personas y una sociedad cruzada por la violencia, el riesgo es evidente.
En última instancia se trata de una responsabilidad institucional. No es casual que en otros países el presidente en funciones está obligado a seguir protocolos de seguridad que escapan a su voluntad. Quien se pone una banda presidencial, en cierta forma “ya no se pertenece”, como decía López Obrador. Desde el momento en que se convierte en jefe de Estado asume consideraciones y responsabilidades que van más allá de gustos personales o de una alta dosis de valentía. No conviene que la suerte del país, por lo que toca a este punto, resida en la peregrina esperanza de que nadie entre esa multitud que la rodea cada fin de semana abrigue otras intenciones más perversas.