Desencuentros y encuentros en la reforma judicial
La discusión de la reforma se ha reducido a las posibilidades de las mayorías gobernantes para imponer su voluntad, así como a las posibilidades jurídicas de los diversos opositores a las pretensiones mayoritarias
La reforma judicial publicada en el Diario Oficial de la Federación el pasado 15 de septiembre se encuentra en un peculiar momento, y está generando amplios efectos tanto para el presente como para el futuro próximo y remoto. La discusión ha dejado de tener un carácter eminentemente técnico. Ya no se habla de los problemas de redacción, ni menos del acomodo de sus distintos supuestos a los cánones más básicos del constitucionalismo. Tampoco se ha querido radicar la discusión en los muchos y previsibles problemas funcionales a que los textos están dando y darán lugar más adelante. La discusión ...
La reforma judicial publicada en el Diario Oficial de la Federación el pasado 15 de septiembre se encuentra en un peculiar momento, y está generando amplios efectos tanto para el presente como para el futuro próximo y remoto. La discusión ha dejado de tener un carácter eminentemente técnico. Ya no se habla de los problemas de redacción, ni menos del acomodo de sus distintos supuestos a los cánones más básicos del constitucionalismo. Tampoco se ha querido radicar la discusión en los muchos y previsibles problemas funcionales a que los textos están dando y darán lugar más adelante. La discusión ha adquirido un sesgo político. Se ha reducido a las posibilidades que tienen las mayorías gobernantes de imponer su voluntad, así como a las posibilidades jurídicas con que cuentan los diversos opositores a las pretensiones mayoritarias. Las disputas se han ido configurando con un lenguaje de confrontación, cuando no de plano militar.
Los legisladores federales de la mayoría oficialista están tratando de aprobar las leyes mediante las cuales pueda realizarse la elección extraordinaria en junio del próximo año, a fin de elegir a los ministros de la Suprema Corte y a los titulares del nuevo órgano de disciplina judicial, así como a la mitad de los jueces y magistrados federales. La necesidad autoimpuesta de estas renovaciones ha provocado la prisa aprobatoria, tanta que han evidenciado una serie de problemas técnicos en las condiciones electorales y de procedimiento en las parlamentarias.
Tan acelerado proceder se ha justificado por el oficialismo legislativo y general, no tanto en las premuras de la elección del 2025, sino más bien en el mandato de las verificadas en 2024. Senadores, diputados, influencers cuatroteístas y un amplio conjunto de apoyadores del mismo signo consideran que cualquier medio está justificado para lograr la elección futura. A su vez, el fin parece sostenerse en su totalidad en el ya cuasi mítico fundamento ancestral de los 36 millones de votos. Sin diferenciar entre los que correspondieron a la nueva presidenta como persona, a los partidos coaligados como unidades, al hartazgo o decepción de los demás contendientes o, en general, a cualquier otro factor individualizado, se ha asumido la idea de un mandato prístino, prácticamente esférico, para lograr la renovación electoral de los poderes judiciales del país.
Es esta atribución de un sentido unitario a las pasadas elecciones lo que ha provocado y permitido la construcción del referido lenguaje militar con la finalidad de encausar y darle sentido al proceso en marcha. Es por ello que se habla de la necesidad de vencer a los opositores de la reforma. De derrotarlos en todos los frentes mediante una acción decidida y frontal prácticamente de destrucción. En esta lógica de avance y conquista, las formalidades procesales de su propio actuar, las suspensiones judiciales, los llamados a la prudente rectificación de los errores, los eventuales daños económicos y financieros o las posibles condenas internacionales son vistas como obstáculos a superar cuando no, de plano, plazas por ocupar. Los adversarios van adquiriendo el carácter de enemigos y los dubitativos el de colaboradores. Los rechazos o los meros cuestionamientos a la reforma misma o a las maneras de llevarlas a cabo sirven para asignar bandos y actuar en consecuencia. La lógica, también autoimpuesta, sirve para caracterizar con cierta definitividad y mayor rotundidad a los “ellos” y a los “nosotros” bajo distintos signos.
Del lado opositor, las acciones no han sido menores. A diferencia de la mayoría gobiernista que por su posición misma puede desplegar una estrategia más o menos general y unificada, quienes están en contra de la reforma han tenido que actuar, por su propia condición dispersa, mediante diversas y descentralizadas tácticas. Quienes trabajan en el Poder Judicial de la Federación han acudido al paro de labores, quienes tienen la tarea de juzgar a la suspensión parcial de actividades, los grupos organizados de la sociedad civil a las marchas, los articulistas y comunicadores a la denuncia de contradicciones y peligros, y otros grupos organizados a la presentación de demandas y recursos judiciales.
Tan variados medios tienen como eje articulador la oposición a la reforma, por sus contradicciones al constitucionalismo vigente, al texto constitucional en vigor, a los tratados internacionales celebrados por el Estado mexicano, a la destrucción de un servicio civil de carrera, a los desatinos funcionales de las propuestas, a los temores a la concentración del poder o a la pérdida de los contrapesos necesarios para la correcta conducción de un gobierno efectivamente democrático. La pluralidad de acciones y propósitos opositores se han ido configurando también mediante una narrativa militar. Se habla o se intuyen batallas, asedios, derrotas o largas resistencias frente a lo que de suyo se mira como ataques e inaceptables victorias.
En la confrontación de narrativas militares en la vía de estrategias y tácticas, avances y repliegues o triunfos y derrotas, se ha ido imponiendo de a poco, pero crecientemente, la distinción entre los propios y los ajenos. Con ello, y también de manera muy militar, la idea de la necesaria victoria mediante la rendición incondicional de aquellos a quienes, también de a poco y consistentemente, van siendo caracterizados como enemigos irreconciliables.
El riesgo que se corre con los actuales modos de desplegar las luchas parlamentarias y judiciales es la constitución de dos procesos diferenciados que, aun cuando por el momento parezcan paralelos, en algún punto dejarán de serlo y se cruzarán en condiciones previsiblemente violentas. Los oficialistas han redoblado su marcha mediante la presentación de las iniciativas de leyes necesarias para desarrollar la elección extraordinaria del próximo año. También han intensificado los discursos descalificatorios hacia los juzgadores en particular, así como a quienes los apoyan, o a quienes están en contra de la reforma o hayan expresado dudas sobre su viabilidad. Igualmente, han decidido desconocer las suspensiones judiciales considerándolas, nuevamente, como una especie de ataque o mera resistencia de sus enemigos.
Desde el lado opositor al oficialismo reformista se han suscitado, también, una gran cantidad de acciones consideradas, en la misma lógica militar, ofensivas o defensivas. Unas de ellas, a fin de resistir los embates del Gobierno, tal como sucedió con las consultas promovidas ante la Suprema Corte por los propios funcionarios judiciales. Otras, como respuestas de los grupos opositores al Gobierno en la forma de acciones de inconstitucionalidad. Unas más, como controversias constitucionales para tratar de salvaguardar a lo local de los afanes centralistas disfrazados de renovación federalista.
Hasta este momento, los procesos legislativo-electoral y judicial han podido desplegarse de un modo relativamente autónomo; sobre todo por la decisión de las Cámaras de diputados y senadores de no acatar las suspensiones judiciales. Sin embargo, en las próximas semanas ambos procesos confluirán cuando la Suprema Corte y otros juzgadores federales se pronuncien sobre la validez de las reformas constitucionales y legales. Lo resuelto en la vía judicial determinará las posibilidades jurídicas de lo decidido por los legisladores. Las decisiones paralelas dejarán de serlo. En ese momento, los apoyadores de la reforma pensarán que sus posiciones son completamente legítimas y por lo mismo deben prevalecer con total independencia de las formas jurídicas. En sentido contrario, los opositores a la reforma considerarán que la misma es ilegal y que no puede realizarse conforme al marco jurídico-constitucional. De persistir las posiciones de ambos grupos contendientes bajo la lógica confrontacionista de signo militar, tendremos un encontronazo entre oficialistas y opositores, personificando el viejo, conocido y peligroso desencuentro entre la legitimidad y la legalidad.
La dinámica adversarial a la que asistimos le ha hecho suponer a cada uno de los grupos contendientes —más allá de sus variables composiciones— que no hay más camino que el triunfo o la derrota. Se ha evocado, incluso, algo así como el ‘chicken run’ realizado por James Dean en Rebelde sin causa. Legitimidad contra legalidad en un juego de machos dispuestos a morir antes que verse derrotados. El orgullo de ser gobierno y de tener detrás 36 millones de votos como justificación para no solo llevar a cabo la reforma, sino sobre todo para desconocer las normas del orden jurídico en el que se sustenta el gobierno mismo y su legitimidad ordinaria.
El punto central de todo este proceso estará en la determinación de la persona e institución que pueda tratar de resolver el conflicto. No parece que vayan a ser los propios actores directamente involucrados, pues es previsible que cada uno de ellos insista en su posición apertrechado en sus correspondientes lógicas legitimistas y legalistas. Así las cosas, el papel determinante recaerá en la presidenta de la República. Esto no solo por su carácter formal de jefa del Estado mexicano, que de suyo sería bastante y suficiente. Es ella la persona que, por una parte, participa de los elementos en los que el legitimismo está fundado; es ella la que, por otra, debe otorgar apoyo y viabilidad al Poder Judicial de la Federación, al disponerlo la propia Constitución (art. 89).
Si la presidenta Sheinbaum se asume solo como parte del proceso que pretende la pura y radical realización de la reforma sin advertir las violaciones constitucionales que se están actualizando, participará desde ahora en la fractura de la legalidad con la que deben gobernar a lo largo de los próximos seis años. La decisión que tome en los próximos días no tiene que ver solo con el cortoplacismo con que suelen considerarse los conflictos entendidos en clave militar. Lo que en realidad está haciendo es comprometer la legitimidad de su ejercicio presidencial al romper la base de la legalidad mediante la cual debe actuar.
@JRCossio