Sinaloa como síntoma
Los eventos de los últimos dos meses son un muestrario de los males que aquejan al Estado norteño, incendiado a días del cambio de Gobierno, y al país entero
Si el cerebro humano constara de un botón para acercarse o alejarse del mundo y el tiempo, sería interesante apretarlo un momento, abstraerse, y pensar en Sinaloa. ¿Cómo se habrá visto desde arriba, a cámara rápida? En los últimos dos meses, el Estado norteño ha visto como su frágil paz social ha saltado por los aires, convertida ahora en un puñado de trapos, que criminales pisotean, arrastran y emplean para limpiarse la sangre....
Si el cerebro humano constara de un botón para acercarse o alejarse del mundo y el tiempo, sería interesante apretarlo un momento, abstraerse, y pensar en Sinaloa. ¿Cómo se habrá visto desde arriba, a cámara rápida? En los últimos dos meses, el Estado norteño ha visto como su frágil paz social ha saltado por los aires, convertida ahora en un puñado de trapos, que criminales pisotean, arrastran y emplean para limpiarse la sangre. Toda Sinaloa, principalmente la capital, Culiacán, se pregunta estos días cuando parará la violencia, que ha dejado decenas de muertos y desaparecidos en apenas unas semanas. Pero no hay respuesta.
En medio de la batalla, las soluciones esperan agazapadas a que alguien las invoque. El general a cargo del Ejército en Sinaloa decía la semana pasada que la guerra acabaría cuando los grupos considerasen que debía parar. En Palacio Nacional, el presidente, Andrés Manuel López Obrador, dejó hace días el camino de las explicaciones y tomó el de las culpas, señalando a Estados Unidos como responsable último de todo lo que ocurre en el noroeste, ecuación aplaudida en su entorno. No ha habido villano más señalado estos años que el gringo malvado, con los tentáculos de sus agencias de seguridad. Ocurre, sin embargo, que algo de razón maneja el presidente.
Todo aquel que haya estado medio pendiente de la actualidad en las últimas semanas sabe que la violencia en Culiacán responde a la detención, a finales de julio, de Ismael El Mayo Zambada, cabeza de una de las facciones más antiguas del Cartel de Sinaloa, organización que él y Joaquín El Chapo Guzmán lideraron entre finales del siglo pasado y principios de este. Como suele ocurrir en asuntos del hampa, la misma detención amerita el uso del microscopio, extraña toda ella, inefable, alucinante, inesperada. ¿Cómo es posible que uno de los capos más buscados del último medio siglo apareciera de repente en un aeródromo a las afueras de El Paso, en Texas?
Porque así ocurrió, Zambada aterrizó una mañana de finales de julio en un pequeño aeropuerto, cerca de la ciudad texana, donde lo esperaban las autoridades de EE UU, prestas a trasladarle al calabozo. Acompañaba a Zambada su ahijado, el hijo de El Chapo, Joaquín Guzmán López, compañía que levantó millones de cejas a un lado y a otro de la frontera. Los dos habían llegado en avión desde México, producto, según explicó El Mayo en una carta abierta publicada poco después, de una trampa que le tendió el ahijado.
En la misiva, El Mayo dibujaba una fantástica conspiración que seguramente puso a temblar a los guionistas de las series del nicho, incapaces de seguir el ritmo a la realidad, evidenciados cada vez que el crimen sale a la calle. El relato del presunto criminal integraba el gobernador de Sinaloa, el morenista Rubén Rocha, a su gran enemigo, Héctor Cuen, asesinado ese día también –caso que exigiría toda la atención de un país durante semanas por sí mismo– a los esbirros de Guzmán López, disputas, golpes, un traslado al aeropuerto, un viaje bajo el radar al otro lado de la frontera…
Y de aquellas aguas estos lodos. La sospecha de que Guzmán López se arregló con las autoridades del vecino del norte para entregar a Zambada fue el movimiento telúrico que puso a temblar Culiacán, guarida de La Chapiza, nombre coloquial que usa la facción criminal que lideran los hijos de El Chapo. Con razón, López Obrador critica el palazo que el Gobierno de Joe Biden habría pegado al avispero del Cartel del Pacífico. Habría que analizar, sin embargo, si la situación previa era la ideal. Seguramente no y de eso el presidente no habla tanto. Aún no se cumplen cinco años del operativo fallido para capturar a uno de los hijísimos, Ovidio Guzmán, por la tremenda respuesta de La Chapiza en la capital sinaloense.
El botón cerebral permitiría ver claramente cómo los últimos dos meses son un compendio de irresponsabilidades políticas frente al crimen y la sociedad. Convertidos en trofeos y aceleradores de ascensos, la captura de los grandes capos –grandes en un sentido mediático– se impone como la principal política de seguridad de Estados Unidos respecto a México. Poco importan los cuerpos desmembrados que aparezcan en sus ciudades después, y el horror de toda una generación de jóvenes, que no pueden ir a clase para evitarse balaceras.
Pero sería un error pensar como López Obrador y asumir que el error fue pegarle al avispero. No, el problema no es pegarle, es que exista. A días de que concluya el sexenio, grupos criminales campan a sus anchas en amplias regiones del país, sin mayor freno que la presencia esporádica de patrullas militares que, en general, evitan confrontarlos. La futura presidenta, Claudia Sheinbaum, tiene la tarea de acabar con los avisperos, de reemprender el camino de las explicaciones, asumidas como el inicio de soluciones verdaderas y no del recuento de los presuntos culpables.
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