Tey. Quemaduras “por no hablar bien español”

Mientras que el bilingüismo español-francés, por poner un ejemplo, se considera valioso, ser bilingüe cuando una lengua indígena está involucrada acarrea una serie de violencias cotidianas

Juan Zamorano, joven otomí, fue dado de alta del hospital en julio de 2022, tras ser atacado por compañeros de su escuela, en Querétaro, México.Sergio Adrián Ángeles (EFE)

Hace unos días, una noticia indignó a quienes habitamos el mundo digital. Juan Pablo, un niño hñähñu (otomí), fue rociado con alcohol por sus compañeros de secundaria y después le prendieron fuego con un encendedor. Esta manifestación de racismo sucedió en Querétaro y le produjo quemaduras tan graves a Juan Pablo que continúa en recuperación. Él ya había sufrido agresiones de todo tipo durante meses en su secundaria y por lo que se consigna ...

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Hace unos días, una noticia indignó a quienes habitamos el mundo digital. Juan Pablo, un niño hñähñu (otomí), fue rociado con alcohol por sus compañeros de secundaria y después le prendieron fuego con un encendedor. Esta manifestación de racismo sucedió en Querétaro y le produjo quemaduras tan graves a Juan Pablo que continúa en recuperación. Él ya había sufrido agresiones de todo tipo durante meses en su secundaria y por lo que se consigna en la cobertura del caso, su profesora fue también cómplice de estos ataques. La familia sigue en la búsqueda de justicia, esperemos que su reclamo no quede olvidado una vez que la indignación en las redes sociales se desvanezca.

Juan Pablo fue agredido por ser indígena y por “no hablar bien español”. A pesar de ser bilingüe, hecho que le conlleva ventajas cognitivas, en la práctica el racismo convierte esta característica en motivo para quemar su cuerpo. Juan Pablo es un niño bilingüe pero su bilingüismo, en un país como México, significa algo bastante distinto de otros bilingüismos. Mientras que el bilingüismo español-francés, por poner un ejemplo, se considera valioso, ser bilingüe cuando una lengua indígena está involucrada acarrea una serie de violencias cotidianas. Objetivamente, hablar español y francés, lenguas romances bastante parecidas entre sí, es menos impresionante que hablar otomí y español, dos lenguas tan distintas que el salto cognitivo que hay que dar entre ambas es bastante considerable. Por mencionar sólo un rasgo, el español, el inglés y el francés ordenan al sujeto, al verbo y al objeto directo utilizando el mismo orden en el que los he enlistado, por más distintas que sean estas lenguas, al final su sintaxis es parecida; el mixe, por su parte, ordena primero al verbo, seguido del sujeto y al final el objeto.

Por tanto, ser bilingüe en mixe y español, dos lenguas de orígenes y características gramaticales tan distintas, me parece más impresionante que ser bilingüe en francés y español. Sin embargo, los prejuicios racistas no se caracterizan por ser objetivos. Es natural que, en el proceso de aprender una segunda lengua, elementos de nuestra lengua materna se transluzcan en el uso de la segunda y cometamos equivocaciones gramaticales. Cuando una persona hablante nativa del francés aprende español como segunda lengua, es natural que elementos de su lengua materna se transluzcan en su uso del español, esto es muchas veces percibido como “hablarlo mal”, sin embargo, la valoración social sobre este hecho suele ser muy distinta cuando los hablantes de lenguas indígenas evidenciamos que el español no es nuestra lengua materna. Hablar español como segunda lengua no será nunca igual si la persona es de origen francés a si es una persona indígena; en un caso se llega incluso a festejar el esfuerzo de aprender una segunda lengua como algo digno de admiración, en el segundo puedes terminar con quemaduras de segundo y tercer grado. Aunque ambos son bilingües, uno de esos bilingüismos es despreciado. No es entonces el hecho de “hablar mal” español cuando éste se aprende como segunda lengua, es llanamente racismo.

Lejos de ser una excepción, lamentablemente, el caso de Juan Pablo es la continuación de una serie de agresiones que por décadas hemos sufrido los hablantes de lenguas indígenas en este país. Durante una temporada, me di a la tarea de investigar sobre los diferentes tipos de castigos, físicos y psicológicos, que ha sufrido la población infantil hablante de lengua indígena como parte del proyecto castellanizador del estado mexicano, sobre todo, del estado post-revolucionario. Las escuelas se convirtieron en los espacios en donde la violencia por hablar una lengua distinta del español se volvió política pública. Habría que decirlo con más énfasis, los esfuerzos para borrar las lenguas indígenas del país, objetivo medular del proyecto de mestizaje, se materializaron en gran parte sobre los cuerpos y la mente de niños y niñas indígenas.

La prohibición misma de usar tu lengua materna para aprender habilidades como las matemáticas implican de entrada una fuerte violencia cognitiva. El miedo de hablar y expresarte libremente en tu idioma con tus compañeros es algo difícil de olvidar. Los niños y las niñas que teníamos por lengua materna una lengua indígena nunca sabremos qué se siente aprender a hacer operaciones aritméticas sin ser forzados a hacerlo en un idioma que nadie nos ha enseñado previamente, considerando que el proyecto estatal nunca se empeñó en preparar a los profesores para que pudieran enseñar español como segunda lengua a alumnos indígenas. Bastaba con prohibir estas lenguas en el entorno escolar y pensar que los castigos harían que termináramos aprendiendo español. Un campesino de mi comunidad me contaba cómo, en los años setenta, cada vez que su profesor lo sorprendía contando en mixe para resolver sumas, él tenía que ofrecer las palmas de sus manos para recibir un varazo que en una ocasión le abrió la piel. En otro testimonio de una mujer zapoteca, se relata con detalle las horas que pasó al sol en el patio de la escuela, de rodillas, sosteniendo dos ladrillos en cada mano como castigo por hablar su lengua en el salón. Un profesor rural tsotsil contó sobre la multa que tenía que pagar por cada palabra en su lengua materna y, a falta de dinero, fue enviado a recibir azotes frente de toda la comunidad escolar.

Testimonios interminables dan cuenta de una larga lista de castigos corporales, de multas, de regaños y de burlas. Una mujer mixe me relató que en su infancia, por miedo, había olvidado los nombres de los números en español, así que no podía leerle a su profesor la hora de un reloj como él se lo exigía, así que le golpeó la cabeza tres veces con una regla de madera. Convencerla de regresar a la escuela fue una ardua labor. Niños enviados a limpiar letrinas, niñas amarradas de las manos, niños bajo el sol, niñas golpeadas: la discriminación lingüística se marcó en los cuerpos de la población infantil. Noticias como lo sucedido con Juan Carlos nos recuerdan que el racismo contra la población indígena sigue latiendo en los entornos escolares y todo esto nos recuerda, con indignación, la serie de agravios y violencias que sucedieron en las escuelas mexicanas durante gran parte del siglo XX. No ha habido disculpas ni esfuerzos serios por reparar el daño ni revertir los efectos de estas políticas lingüísticas y educativas.

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