Votar a los muertos: Gógol en México

En la casilla, sobre la papeleta, escribiré los nombres de los candidatos asesinados. Es una rebelión ínfima e insustancial, un mero fuego ante el juego electoral, pero no con respecto al país que hay que imaginar

Familiares y amigos de Abel Murrieta, candidato del Movimiento Ciudadano a la presidencia municipal, asisten a su funeral el 14 de mayo, en Ciudad Cajeme, en Sonora.Daniel Sánchez (EFE)

El escenario es temiblemente solitario, como los cuadros de exteriores urbanos de Edward Hopper, aquellos que pintó a fines de los años veinte.

Hay una banqueta oscura, una barda baja —de tirol blanco y grueso, percudido por el tiempo y los escapes de los autos— rematada por una reja de tubos azules y gruesos, detrás de la cuál se alcanzan a ver las puntas de varios órganos.

Sobre la banqueta —que es, en realidad, una prolongación del asfalto— yace el cuerpo sin vida, el cadáver de ...

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El escenario es temiblemente solitario, como los cuadros de exteriores urbanos de Edward Hopper, aquellos que pintó a fines de los años veinte.

Hay una banqueta oscura, una barda baja —de tirol blanco y grueso, percudido por el tiempo y los escapes de los autos— rematada por una reja de tubos azules y gruesos, detrás de la cuál se alcanzan a ver las puntas de varios órganos.

Sobre la banqueta —que es, en realidad, una prolongación del asfalto— yace el cuerpo sin vida, el cadáver de Abel Murrieta, candidato del partido Movimiento Ciudadano a la alcaldía de Cajeme, Sonora, quien quedó tirado ahí, boca arriba, junto a un par de papeles que parecerían ser propaganda de campaña.

A la izquierda del candidato recién asesinado, que viste una camisa blanca de botones y manga larga, en cuya tela se dibujan las tétricas flores bermejas que deja la sangre cuando fluye por el hoyo de una bala, yace, parada, una mujer, una señora de edad que mira el cuerpo recién caído, con gesto desmadejado, la mirada extraviada y las manos agarradas a un par de palos.

“Un hombre a punto de ahogarse se agarra al primer pedacito de madera que encuentra y sobre el que ni una mosca se atrevería a posarse, y el infeliz pesa de setenta a ochenta kilos. Pero en los momentos críticos no se detiene a pensar en ese detalle”, escribió Nikolái Gógol en Almas muertas, aquella novela extraordinaria y brutal que transformaría la historia de la literatura, tras colocar en el centro de la narración a los desposeídos de todo.

Y es que, para contar las miserias, las angustias y las desesperanzas de su siglo, Gógol —en quien autores tan disímiles como Tolstói, Dostoievski, Chéjov o Nabókov reconocerían a un maestro— se sirvió de Chichikov, terrateniente ambicioso, egoísta y ávido que, para aumentar y multiplicar su riqueza, recorre las haciendas de Rusia comprando las “almas muertas” de los demás señores propietarios, es decir, los documentos de los siervos que han muerto, pero cuyos fallecimientos no han sido reportados a la autoridad.

Volvamos a Cajeme, Sonora: el cadáver del candidato yace sobre el asfalto y la señora, la anciana que está parada a su izquierda, aferrada a los palos, en evidente estado de shock, es decir, desligada, desarraigada momentáneamente de la realidad, no deja de hondear las dos banderas que rematan aquellos palos: las mueve hacia la izquierda, luego hacia la derecha, de nuevo a la izquierda, de nuevo, también, a la derecha. Si uno pudiera observar tan sólo su quehacer, es decir, si uno pudiera concentrar la mirada en aquella mujer y no tuviera conocimiento del resto de la escena, podría pensar —estaría seguro, de hecho— que el mitin continúa.

Hay, por lo tanto, en ese gesto desenraizado y desconectado de la mujer —quien ha sido alcanzada por el horror y el dolor, por una violencia de tal magnitud que ha caído, que está cayendo por ese vacío en el que todo se vuelve incomprensible e intolerable, de modo que nos vemos obligados a dejar de pensar y de sentir— algo de todos nosotros, es decir, algo de todos y cada uno de los mexicanos: de los ciudadanos comunes y corrientes, de los que simpatizan con un partido cualquiera, de los que militan en un partido específico, de los políticos que conforman la estructura de dichos partidos y de los políticos que fueron o que hoy son gobernantes —acusar amarillismo en la tragedia, no es más que otra forma de vivir arrinconado por el shock—.

¿De que otro modo podemos tolerar, peor aún, explicarnos, mucho peor, incluso, justificar el hecho de que sigamos hablando de sufragios, de composición de mayorías y de conveniencias para la gobernabilidad, mientras que, a lo largo y a lo ancho de nuestro país, durante el presente proceso electoral, han sido ultimados, asesinados a sangre fría, pues, un total de noventa y un hombres y mujeres? ¿De qué otro modo, pues, podemos convivir con todas estas muertes, con todas estas escenas del horror, si no es asumiendo que aquella señora, que aquellas manos que siguen ondeando aquellas banderas, querámoslo o no, somos todos los mexicanos?

“Todo cambia rápidamente en el hombre. En menos de nada crece un gusano en el interior de nuestro ser y poco a poco va apoderándose de toda nuestra sustancia vital. Y más de una vez la pasión, grande o mezquina, ha crecido en la entraña de un individuo nacido para mejor destino, haciéndole olvidar importantes y sagradas obligaciones”, escribe Gógol en Almas muertas, recordándonos que la única opción que nos queda, ante la putrefacción del mundo y de nuestro propio ser, es la extirpación del gusano que inocula el horror y la violencia y que nos mantiene en shock.

En mi artículo anterior, En serio, ¿volverlos a votar?, anoté mis razones para no votar por los partidos que nos gobernaron antes, pero también las que me impiden votar al que ahora nos gobierna. No dije, sin embargo, esto: he decidido, en aras de sumar mi grano de arena a la inoculación del shock —en este país en el que alguna vez votaron las almas muertas—, votar por ellas: por los asesinados en campaña, pero también por los cientos de miles de muertos de nuestro horror y violencias cotidianas.

Almas muertas a los que los partidos han prefieren obviar, esconder bajo la acusación inmoral y burda de que nombrarlos es amarillista. Para muestra, como dicen, un botón: ¿por quiénes han peleado más esos partidos, durante este proceso electoral? ¿Por sus muertos o por sus candidatos “favoritos”, cuyas campañas fueron puesta en riesgo? Parecieran importar más las posiciones de poder que las vidas.

Sé que se me acusará de favorecer al ganador, de no hacer nada por impedir el carro completo de uno u otro bando; entiendo, además, de aritmética electoral. Pero esta vez elijo, de manera consciente, votar por el país que nos debemos y no por el que nos imponen las opciones actuales —un espejo frente a otro, al infinito—.

En la casilla, sobre la papeleta, escribiré los nombres de los candidatos asesinados. Es una rebelión ínfima e insustancial, un mero fuego ante el juego electoral, pero no con respecto al país que hay que imaginar.

“Hay gestos destinados a desempeñar un papel importante. Ya sea en forma sombría o de luminosas llamas, tienen un fin que el hombre no conoce”, escribe Gógol.

Gógol, quien, por cierto, quemó la segunda parte de sus Almas muertas.

No acaba de convencerlo y no quería verla ondear, a pesar suyo.

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