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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Hasta pronto, Vicente

Todos los que lo conocimos y aquellos cuyas miradas gozaron con sus señeras portadas y legendarias exposiciones, compartimos, a raíz de su muerte temprana, una nueva y dolorosa orfandad

Vicente Rojo, durante una entrevista en su estudio en Coyoacán en la Ciudad de México.
Vicente Rojo, durante una entrevista en su estudio en Coyoacán en la Ciudad de México.Gladys Serrano

Para Bárbara Jacobs. Por todo, con todo.

Hay esquelas imposibles de trazar. Lo mismo sucede con algunos obituarios. Faltan palabras, sobran palabras. No hay palabras. Encuentro imposible el de las letras, los puntos, las comas, los signos de admiración. Cuando muere un ser querido, atar ideas no resulta fácil. Se escribe una palabra, se busca un sinónimo. Se verbaliza un sentir, se busca un abrazo. Se borran dos palabras. Se congelan incontables sentires. Se recurre a comillas, a itálicas, a palabras subrayadas, a expresiones de otros tiempos y a los incontables significados de las palmadas en la espalda. Ante la muerte, decir lo que se desea decir, no siempre es posible. Ante el vacío físico que deja Vicente, hablar del mundo, de nuevo huérfano, es imposible. Callar también lo es. Hablar en presente y aguardar la respuesta, a sabiendas de que nunca llegará, de quien ha iniciado el camino sin regreso duele como el dolor de la muerte. Vicente Rojo no es, nunca fue, dolor. Incluso en los menesteres más elementales era -es- luz, amistad, paz, camino.

Una pausa. Un nuevo intento. Un respiro. La goma borra, el lápiz se atasca, las hojas de papel desbordan el cesto de basura. ¿Cómo decir lo que se desea expresar cuando el lenguaje no basta? ¿Cómo decir Vicente sin Vicente? Cejar nunca es bueno. Mejor caer e intentar de nuevo. Los diccionarios siempre guardan expresiones. Recurro a ellos. Cada trazo de Rojo era una palabra. Cada palabra sobre el esposo-padre-abuelo-maestro-amigo era -es- un homenaje a la vida de un ser humano único e irrepetible. El adiós sin adiós para quien se ha honrado y admirado por décadas es necesario. Acompaña, mitiga.

Ante la muerte el lenguaje claudica. Ante el deceso las palabras conocidas son insuficientes. Vicente murió cuando despuntó la noche. Horas antes contagiaba vida, vidas. Todos los que lo conocimos y aquellos cuyas miradas gozaron con sus señeras portadas y legendarias exposiciones, compartimos, a raíz de su muerte temprana, una nueva y dolorosa orfandad, la de Vicente Rojo, la del nunca más, la de ayer vivo y con incontables planes y la de hoy sin él.

Rojo no tenía edad. Sus casi nueve décadas eran pocos años: sus planes futuros -cuadros, series, libros- eran el súmmum de una cotidianidad llena de luz y una vida por venir.

En más de una ocasión, al referirme a Rojo, copiaba unas líneas de los Cuatro Cuartetos de T.S. Eliot:

“La única sabiduría que podemos esperar adquirir es la sabiduría de la humildad: la humildad es infinita”. Rojo sumaba, como nadie, la sabiduría de quien sabe que sabe y la de la humildad más allá de la humildad: la de quien nunca pronunció la palabra yo, la de quien mira y teje el mundo en silencio, sin la innecesaria obsesión malsana de trascender. Mi amigo Vicente no utilizaba el pronombre yo. Acostumbrado a trabajar arropado por el silencio de sus íntimos compañeros, lienzos, estropajos, cinceles, lápices y pinceles, hizo de ellos y con ellos una inmensa casa cuyo legado artístico y legendarias portadas forman parte de nuestras vidas.

Hay obituarios y esquelas imposibles de llenar. La de Vicente es una de ellas. A Vince, como le llamaba Bárbara, su mujer, su vida, su día hoy, su día mañana, se le admiraba y amaba. Entregarse a él y rendirse ante su bonhomía era sencillo. Su luz irradiaba y sus palabras cobijaban.

Querido Vicente: ¿por qué nos abandonaste?, ¿qué harán los tuyos familiares sin ti?, ¿qué haremos los tuyos amigos sin tus palabras y sonrisas y sin tu desmedida alegría por postres, chocolates, helados? Las muertes cuando la enfermedad es mucha, son bienvenidas. Otras, cuando la luz y la vida irradia y pide y abraza apalean. Nadie sabe mi querido Vicente por qué nos abandonaste. Todos los tuyos, a partir de tu marcha, padecemos una orfandad irreparable. Rendido a tus pies, como tantos otros, no te digo adiós, te digo hasta pronto.

Arnoldo Kraus es médico y escritor. Profesor de la Facultad de Medicina de la UNAM.

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