Tribuna

El asesinato del ‘negro Guerrero’: el primer crimen de Estado en México

Las descalificaciones al presidente Vicente Guerrero no fueron por encabezar un Gobierno supuestamente ‘ilegítimo’, como suele afirmarse, sino por ser negro

Juan Ortiz Escamilla
Retrato de Vicente Guerrero.INAH

El 14 de febrero de 1831 fue ejecutado el presidente de México Vicente Guerrero. El delito que le imputaron sus enemigos fue el de sedición contra un Gobierno derivado de un golpe de Estado. El Gobierno de facto que ordenó su ejecución fue nada más y nada menos que el del general Anastasio Bustamante, su antiguo enemigo durante la guerra insurgente. Incalificable fue hasta la manera ruin de su detención. Cuando inició el levantamiento militar en su contra en 1829,...

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El 14 de febrero de 1831 fue ejecutado el presidente de México Vicente Guerrero. El delito que le imputaron sus enemigos fue el de sedición contra un Gobierno derivado de un golpe de Estado. El Gobierno de facto que ordenó su ejecución fue nada más y nada menos que el del general Anastasio Bustamante, su antiguo enemigo durante la guerra insurgente. Incalificable fue hasta la manera ruin de su detención. Cuando inició el levantamiento militar en su contra en 1829, el presidente Vicente Guerrero abandonó la Ciudad de México para refugiarse en las montañas del sur, cerca de Acapulco. Desde allí, formó un ejército para enfrentar a los golpistas. Los enfrentamientos se dieron entre antiguos insurgentes encabezados por el mismo Guerrero y las tropas enviadas por el Gobierno con Gabriel de Armijo a la cabeza. Parecía que el tiempo había retrocedido 20 años, a la época cuando ambos cabecillas se habían enfrentado una y otra vez. En esta ocasión el Gobierno tampoco pudo derrotar a Guerrero por la vía de las armas. Bustamante, en su desesperación por eliminarlo para siempre, urdió la felonía: por 3.000 onzas de oro contrató los servicios del almirante genovés Francisco Picaluga para que en su barco secuestrara a Guerrero en Acapulco y lo entregara a las tropas del Gobierno en Huatulco, provincia de Oaxaca. Después de un juicio sumario, el presidente depuesto era pasado por las armas. En 1836, ya de regreso a Italia, Picaluga fue sentenciado a la pena capital por alta traición, la cometida contra el expresidente.

La muerte de Vicente Guerrero fue duramente condenada por la prensa mexicana y por la sociedad en general. Generó un descontento que creció a tal punto que desencadenó una nueva guerra civil que no terminó sino hasta la caída del Gobierno golpista. No se puede soslayar que las descalificaciones al Gobierno del presidente Guerrero no fueron por encabezar un Gobierno supuestamente “ilegítimo”, como suele afirmarse, sino por ser negro, el negro Guerrero, como despectivamente lo llamaba la aristocracia de la Ciudad de México. Lo despreciaban por segregacionistas y, claro, por impedir la preservación de privilegios. Lo mataron en el más descarado acto de racismo.

Se podría argumentar que el primer crimen de Estado habría sido el de Agustín de Iturbide en 24 de julio de 1824. No fue así. Con su coronación el emperador había traicionado a la mayoría de los que le apoyaron y se habían quedado. Su caída había obedecido a una maniobra urdida por dos españoles que en principio militaban en bandos opuestos: el gobernador de la fortaleza de San Juan de Ulúa, Francisco Lemaur, y Francisco Antonio de Echávarri, supuesto incondicional de Iturbide. En vez de luchar entre sí, ambos maquinaron el Plan de Casamata y con ello provocaron la caída del imperio de Iturbide. Una vez restablecida la legalidad representada por el Congreso, este lo declaró enemigo público del Estado con la sentencia de muerte en caso de pisar suelo mexicano. Tal y como sucedió.

La figura heroica de Guerrero no “responde al rechazo que generó Iturbide”, como suele sostenerse. La glorificación de un héroe es una construcción social y no simplemente algo decidido por voluntad de uno o varios gobiernos. Por ello, por más intentos que han hecho desde hace 200 años algunos gobiernos monárquicos, centralistas, dictatoriales y conservadores, para elevar a Agustín de Iturbide en el pedestal de los libertadores, no lo han conseguido, mientras que Vicente Guerrero conserva un lugar especial entre los grupos populares. Guerrero tampoco es equiparable a Iturbide: mientras que el primero buscaba beneficiar a los más pobres, el segundo se inclinaba por la preservación de los fueros militares y los privilegios de los más ricos.

El hecho más importe del Gobierno de Guerrero fue el decreto de 15 de septiembre de 1829 que abole la esclavitud. Representó la culminación de una demanda social muy sentida. Desde el inicio de la guerra civil de 1810 los insurgentes incorporaron en su agenda la liberación de personas esclavizadas. No sucedió lo mismo en el bando realista aunque en los debates para la elaboración de la Constitución de 1812 hubo voces en favor de la abolición. No obstante, no se proscribió y, peor aún, se les negaron derechos políticos a los descendientes de los africanos aunque no estuvieran o hubieran estado esclavizados. La primera Constitución Política de la República Mexicana gobernaba Estados, no ciudadanos como hoy en día. Cada uno de ellos legisló sobre la esclavitud en su territorio. La mayoría la proscribió para siempre; sin embargo, hubo seis que la toleraron como Chihuahua, Tabasco, Yucatán, San Luis Potosí y Veracruz. Hubo otros tantos, como Guanajuato que no hicieron referencia al tema. La prescripción definitiva de la condición de esclavo en toda la República Mexicana se decretó el 15 de septiembre de 1829 y fue firmada por el presidente Vicente Guerrero. Su decisión no fue un hecho menor si observamos las leyes abolicionistas de América: Chile en 1823, Provincias Unidas de Centroamérica en 1824, México en 1829, Uruguay en 1842, Colombia y Ecuador en 1851, Argentina en 1853, Venezuela y Perú en 1854, Estados Unidos de América en 1865, Puerto Rico en 1873, Cuba en 1886 y Brasil en 1888. Las fechas no coinciden con el parsimonioso proceso de los siglos subsiguientes. La vindicación de la libertad en los ámbitos culturales, políticos y sociales, siguen a la espera de su cumplimiento.

Juan Ortiz Escamilla es doctor en Historia por El Colegio de México e investigador de la Universidad Veracruzana.

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