México 2021: elección y manipulación
Los contrincantes de la autollamada Cuarta Transformación la tienen complicada en los próximos comicios porque la batalla no es solo en las urnas sino también en la mente del elector que asocia al presidente con una figura de culto
El 2021 es un año electoral en México donde se juega mucho del futuro del país. Los opositores al régimen de la autollamada Cuarta Transformación lo ven como la última oportunidad de acotar lo que en la práctica ha sido un desmantelamiento institucional, un periodo marcado por malas decisiones gubernamentales en prácticamente todos los rubros. El contrapeso en el Poder Legislativo abre esperanzas de contención a lo que ha sido un régimen al estilo del viejo PRI presidencialista donde los diputados, senadores y otros funcionarios clave afines al presidente le sirven, sin cuestionamiento alguno, para llevar a cabo toda clase de modificaciones y procesos, obedeciendo los caprichos de un hombre.
Se trata de la elección más grande en la historia de México. No solo se renovarán los 500 diputados federales, también 15 gubernaturas y más de 21.000 puestos. Las campañas electorales que pronto iniciarán tendrán un común denominador: las promesas de cambio por parte de los políticos y la esperanza de que sean realidad por parte de la población.
El mexicano en general vive colgado de la esperanza. Su fuerte vocación religiosa le ha condicionado a esperar. Espera desde la venida del salvador que ha de redimir sus pecados el día del Juicio Final, hasta “la vida del mundo futuro”, y terrenalmente, tiempos mejores. Y así se le va la vida, esperando, con una paciencia de tal tamaño que si hubiera competencias olímpicas donde el de más aguante gana, tendríamos ya varias medallas de oro.
Esta misma vocación religiosa ha servido para que astutamente el partido en el poder construya un lenguaje simbólico con fuertes alusiones a las creencias populares. Para algunos es más que evidente, otros apenas lo notan. Para empezar, el nombre mismo del organismo político que aglutina el apoyo a López Obrador, el vehículo que le sirvió para llegar al poder (y del cual se deshará en el momento que no le sirva más) es Morena, alusión directísima a la deidad más querida por el pueblo de México, la virgen de Guadalupe o virgen morena, que celebra su fiesta cada 12 de diciembre, justo el día en el que el ahora presidente registró su candidatura.
Como somos también un pueblo afecto a los acrónimos, una astuta mente primero aventó el nombre de Morena y luego le buscó sentido: Movimiento de Regeneración Nacional. “¡Bingo!”, me imagino diciendo esa tarde, al calor de unos tequilas o unos atoles, al estratega político que aportó el nombre del partido, apelativo que le vino como anillo al dedo al personaje principal de la historia, un gobernante que tiene un marcado estilo mesiánico, que constantemente hace referencias religiosas y reparte lecciones morales.
Podemos hablar, de hecho, de una apropiación simbólica, donde el partido Morena no ha sido el primero en adueñarse de símbolos de uso popular. Desde su nacimiento como instituto político, el Partido Revolucionario Institucional se hizo de los colores verde blanco y rojo, un habilísimo “madruguete” cuyos efectos subsisten hasta nuestros días. No ha habido gestión legal que fructifique para que el PRI no tenga los colores patrios en su emblema.
La narrativa lópezobradorista ha sido sumamente efectiva para conectar con el electorado popular mexicano. Y así como la cultura española se impuso a la cultura azteca destruyendo algunos símbolos, creando otros y generando la simiente de lo que hoy es México, así López Obrador ha construido su narrativa, a grado tal que desde candidato él mismo se convirtió en objeto de veneración. La cultura popular mexicana, afecta a adoptar nuevas imágenes de culto (como por ejemplo las llamadas “apariciones” de vírgenes que surgen en las filtraciones de humedad en el concreto de los pasos a desnivel urbanos, y que dan pie a la construcción de altares en la vía pública) pronto lo convirtió en un ícono a la par de otras figuras religiosas.
Muchos de sus seguidores encendieron veladoras afuera de su casa de campaña y celebraron rituales místicos para pedir por el futuro presidente, quien, una vez con la investidura presidencial, el mismo día de su toma constitucional de protesta, participó en un culto prehispánico, una “limpia” similar a la que nuestros ancestros prehispánicos practicaban, en la misma Plaza de la Constitución o Zócalo, territorio que alguna vez fue la gran Tenochtitlán. El manejo de los símbolos en este Gobierno ha sido un arte.
Cómo explicar esa “casualidad” de varias fotografías que el equipo de prensa del presidente difunde, donde el mandatario aparece comiendo en fondas o restaurantes populares, y justo detrás de él hay una imagen de la virgen de Guadalupe. Si uno visita el famoso Mercado de Sonora, en la capital del país, se encontrará con una zona místico-mágico-esotérica-religiosa. Un mosaico cultural que habla mucho de lo que es el mexicano común y sus múltiples creencias. Dice un letrero en uno de los puestos “Consultas de Caracol, Tarot, Baraja Española, Misas Espirituales, Collares Guerreros, Pipas”, se trata de comercios donde se venden estatuas de santos católicos con otras figuras como la Santa Muerte, amuletos, pócimas y remedios para provocar milagros y revertir las desventuras.
En esos pasillos el cliente encuentra lo que busca. Leer las etiquetas de las veladoras, de los inciensos y otros productos, es hacer un inventario de las dolencias del corazón mexicano (también un retrato de su psicología): hay jabones para debilitar la voluntad del ser deseado, provocar el amor y el sexo, hierbas que “retachan” la mala suerte, otras provocan envidia, veladoras que curan dolores, otras atraen dinero, éxito, fama. No faltan los polvos para hacer el mal de ojo y las sustancias para recuperar al ser amado. Pues ahí, en medio de todo este caos iconográfico, de todo este universo fantástico-remedial, se venden veladoras con la imagen de Andrés Manuel López Obrador, mesías del cambio, quien se ha ganado a pulso su lugar en el altar de los rezos populares.
Los contrincantes de la autollamada Cuarta Transformación la tienen complicada en las próximas elecciones porque la batalla no es solo en las urnas, también en la mente del elector común y corriente, ese que asocia al presidente con una figura de culto y hasta milagrosa.
Asociar figuras religiosas no es un recurso inaugurado por López Obrador. El movimiento de Hugo Chávez, en Venezuela, enarboló imágenes de Jesucristo donde se leía “Cristo, primer revolucionario”. Un estupendo análisis de Jo-Ann Peña Angulo, intitulado Héroes y Cristo revolucionario: manipulación simbólica en los Estados totalitarios documenta con precisión el uso de figuras retóricas que aluden a la religión como una forma de adoctrinamiento, en donde las palabras de Chávez hacen analogía al mensaje de Cristo: “....esta es la meta de este Gobierno y es la meta del proyecto revolucionario, la meta fundamenta que vivamos todos como hermanos como dijo Cristo el Redentor, el Nazareno el Comandante en jefe así lo dijo Cristo...” (domingo 18 de mayo de 2003, en Aló Presidente).
En su verborragia, Hugo Chávez fue muy hábil para forjar una trilogía alrededor de Cristo, Bolívar y él mismo. Su retórica unió con gran efectividad estos tres personajes y sus fines. Compárese ahora lo que en México hace López Obrador. Su trilogía es Cristo, Juárez y él. Veamos lo que ha expresado: “Soy cristiano en sentido muy amplio, en términos de la palabra, porque soy admirador de Cristo Jesús, porque luchó en favor de los pobres, y Cristo es amor y la justicia es amor”. Luego entonces podemos inferir que López Obrador es como Cristo, justicia, amor, y como el Nazareno, lucha por los pobres. O qué tal: “Yo me inspiro en Juárez, tengo como ideal ser presidente de la República y seguir el ejemplo de Benito Juárez…”. Juárez, impulsor de las Leyes de Reforma, para separar la Iglesia del Estado, seguramente habría rechazado su asociación con Cristo, detalle menor para el gran electorado nacional.
El mecanismo de suplantación y manipulación simbólica es muy evidente para quienes estamos acostumbrados a encontrar símbolos y señales, no así para el pueblo, ese gran elector que en este año renovará buena parte de los poderes políticos en el país. Será una elección donde las propuestas razonadas, que apelan a la inteligencia del elector, estarán en desventaja contra las posturas que hábilmente han construido un simbolismo religioso y hasta mágico alrededor de sus acciones y sus propuestas. El político profesional sabe que lo que vale es prometer, cumplir es otra historia.
Quién dijera que la fe del pueblo de México es vista como uno de sus grandes activos culturales y también como una de sus graves fisuras. Lo que es indudable es que la recuperación económica y la ansiada regeneración nacional no se darán con las medidas que está tomando el actual Gobierno. Mucho menos rezándole al presidente.
De no ganar espacios la oposición, me temo que el gran pueblo de México seguirá esperando, porque lo suyo es abanderar promesas. De otra forma, ¿para qué le sirve la esperanza?
Eduardo Caccia es consultor y columnista.
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