Tribuna

La sociedad hipermétrope

Las brechas que la pandemia ha terminado de agravar en México exigen entrecerrar nuestros hipermétropes ojos para ver las asimetrías y un determinismo social que es injusto e implacable

Una madre con su hija por en un campamento en el Estado de Tamaulipas.Hector Guerrero

De un tiempo a esta parte, sospecho que las sociedades contemporáneas padecen una especie de hipermetropía. El constante flujo de imágenes que secunda la globalización acerca todo a personas que tienen problemas para ver y relacionarse a corta distancia. México no es la excepción. Resulta manifiesta la pulsión de ver e identificarse en lo remoto, mientras se obvian las necesidades y penurias que tenemos enfrente. Esta condición que lleva a percibir con claridad lo distante, cuando lo inmediato permanece turbio o fuera de foco no es banal. Cultiva la indiferencia y escamotea la posibilidad de e...

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De un tiempo a esta parte, sospecho que las sociedades contemporáneas padecen una especie de hipermetropía. El constante flujo de imágenes que secunda la globalización acerca todo a personas que tienen problemas para ver y relacionarse a corta distancia. México no es la excepción. Resulta manifiesta la pulsión de ver e identificarse en lo remoto, mientras se obvian las necesidades y penurias que tenemos enfrente. Esta condición que lleva a percibir con claridad lo distante, cuando lo inmediato permanece turbio o fuera de foco no es banal. Cultiva la indiferencia y escamotea la posibilidad de encarar el estado de precariedad que atraviesa este país.

Durante años, por ejemplo, nos ha indignado la apología del muro y el trato vejatorio que reciben los migrantes mexicanos al cruzar la frontera con EE UU, mientras pasamos por alto que cientos de hombres y mujeres centroamericanos son sistemáticamente objeto de violaciones, secuestro y extorsión al poner un pie en nuestro país. Tuvo que venir la masacre de los 72 migrantes en San Fernando o las imponentes caravanas de 2018 y 2019 para que su vulnerabilidad fuera visibilizada y cautivara el foco de la opinión pública. Aun así, hoy no parece escandalizarnos demasiado la persecución y detención de migrantes por parte de la Guardia Nacional en una frontera sur a todas luces militarizada.

Me explico. A lo largo del confinamiento no he podido quitarme de la cabeza una vieja inquietud de Elías Canetti: “existe una extraña tendencia a apuntar directamente a lo más lejano y pasar por alto todo aquello contra lo que, por hallarse en inmediata proximidad, tropezamos continuamente.” Y es que creo que la disposición a esquivar lo concreto se ha exacerbado con la crisis del coronavirus. Es comprensible. La pandemia llegó de lejos y había que identificar lo que nos estaba por caer encima. Para aquellos que han podido confinarse, la vida se redujo como nunca antes a lo que proyecta una pantalla. No es solo que el tiempo que pasamos frente al televisor, la computadora o los dispositivos móviles haya crecido exponencialmente, sino que tuvimos que aprender a relacionarnos y subsistir bajo la tiranía del encuadre.

El aislamiento e inmovilidad ha favorecido una circulación de fotografías y vídeos desmesurada. En el terreno de lo virtual no ha existido cerco o límite alguno. Durante la crisis del coronavirus, la paradoja de la sociedad del espectáculo se ha consumado sin tregua; ya no es solo que preferimos la imagen a la cosa, sino que durante el encierro las imágenes se han convertido en la realidad misma. Las sentencias de Guy Debord resuenan hoy en día con tal fuerza que pareciera que las pronuncia mientras hierve su cubrebocas: “Todo lo que era vivido directamente se aparta en una representación”.

La experiencia mediatizada no solo ha trastocado los hábitos y rutinas más arraigadas en nuestros trabajos y escuelas, sino que ha terminado de reconfigurar el lenguaje mismo. Bajo el régimen de Instagram y los grupos de WhatsApp, es cada vez más clara nuestra predilección a expresarnos y comunicarnos a través de imágenes. También se contagia. Ya no es solo que se economicen las palabras, sino que la expectativa de que tengan algún eco o respuesta se reduce a un emoticono, un meme, otra foto. Parte de la ansiedad que invade nuestro destierro doméstico radica en pensar todo el tiempo que necesitamos dedicar para visionar lo recibido. El espacio de memoria que exige y consume.

En la saturación de imágenes experimentada a lo largo de la crisis sanitaria, tampoco ha sido insignificante el papel que han jugado las gráficas, los mapas, los semáforos. Si las narrativas son cada vez más visuales en los medios de comunicación es porque los lectores y espectadores parecen preferir la claridad de cifras y tablas, a buena parte de las notas o analistas de turno. Mientras la información más vista en la historia de The Washington Post es un gráfico que simula los escenarios de expansión del coronavirus, en México pocas cosas se esperan más que la conferencia en la que López-Gatell interpreta una curva y pide otra imagen.

El tumulto visual exige ser pensado críticamente. Hay referentes. Didi Huberman, por ejemplo, identifica dos formas de ceguera en las sociedades contemporáneas. La primera es la subexposición y se da por falta de luz. Aquí habría que imaginar todas las imágenes que nos faltan —o han sido censuradas— en torno a la pandemia: ¿cuántas médicas y enfermeros atemorizados por no tener los insumos apropiados para protegerse o ser agredidos al poner un pie en la calle? ¿cuántos campamentos de migrantes sin agua y otros servicios básicos? ¿cuántos cadáveres sin ser reclamados y objetos de duelo?

La segunda forma de ceguera, en cambio, se produce por exceso de luz. Siguiendo a Huberman, la sobreexposición de imágenes termina por provocar que ya no veamos nada. Creo que esta forma de invisibilidad por acumulación está estrechamente ligada a la hipermetropía actual. La fascinación con la que contemplamos tantas imágenes distantes de un mismo suceso —ciudades increíblemente vacías, animales reconquistando las calles y plazas como si se tratara de una película de Terry Gilliam, ciudadanos recuperando rutinas con su miedo a tocar— ha terminado por atrofiar nuestra capacidad para reconocer la precariedad de personas con las que convivimos y no cuentan con los derechos básicos para persistir.

Como otras veces, nos mostramos más dispuestos y capacitados para empatizar con lo que sucede a miles de kilómetros de distancia, que para advertir las necesidades próximas y concretas. Hablo de asumir el punto de vista de la trabajadora doméstica que primero tenía que borrar su rastro con cloro y luego fue enviada a su casa sin paga; del repartidor de comida que no cuenta con seguro alguno, del chico de la basura que perdió al hermano que conducía el camión y jamás aspirará al teletrabajo. También de la alumna que le prescriben clases virtuales sin contemplar que no tiene computadora personal, una habitación propia y en su casa han dejado de pagar el Internet.

Estamos frente a una pandemia que, por definición, exige partir de la interdependencia y trascender las fronteras nacionales para establecer políticas sanitarias y de movilidad a escala global. Ahora bien, esta amplitud de miras no puede traducirse en ignorar o desatender aquello que la crisis del coronavirus ha terminado por revelar en cada una de nuestras sociedades. En México, la emergencia sanitaria ha dejado brutalmente al descubierto la desigualdad y segregación social que nos gobierna de facto: hay vidas que se resguardan, cuidan y protegen con esmero, mientras muchas otras se exponen sin remedio a las violencias. Así, en plural.

Las brechas que esta crisis ha terminado de agravar en México exigen ceñir la frente y entrecerrar nuestros hipermétropes ojos para ver de cerca las asimetrías y un determinismo social que es injusto, ofensivo e implacable. La distribución diferencial de la vulnerabilidad y el riesgo ha puesto en evidencia que ciertos colectivos más frágiles tienen más posibilidades de perder la vida por ser quienes son. Basta pensar en el incremento de la violencia contra las mujeres durante la cuarentena o que la tasa de mortalidad de niños por el coronavirus en México triplica la de otros países, ya sea porque no han dejado de trabajar, viven hacinados con sus familiares o padecen obesidad, diabetes u otras enfermedades ligadas a la pobreza y mala alimentación.

Ahora que en nuestro país ha comenzado la desescalada —y un atentado en la Ciudad de México ha puesto de nueva cuenta la amenaza y bestialidad del crimen organizado en el centro de atención nacional—, es de suponer que tomará vuelo la tendencia a mirar en otra dirección. De ser así, seguiremos eludiendo la necesidad de enmarcar y combatir la desigualdad social —encarnada en los excluidos, los borrados, los que nunca pudieron dejar de salir de casa— como una forma de violencia en sí misma. Vuelvo a Canetti: “no pocas veces se trata simplemente de evitar lo que tenemos más a mano, porque no estamos en condiciones de afrontarlo. Advertimos su peligrosidad y preferimos enfrentarnos a otros peligros de naturaleza desconocida.”

Mientras se experimentan los estragos económicos de la crisis e irrumpe con fuerza la violencia estructural, una serie de colectivos regresan a manifestarse, cuerpo con cuerpo, contra la precariedad y la discriminación. La solidaridad y propagación de las marchas populares en torno al asesinato de George Floyd a lo largo del globo —en México replicado con las protestas por la muerte de Giovanni López en Guadalajara a manos de la policía— parecen vislumbrar tiempos en los que la protesta corporeizada recobrará los espacios públicos que hasta hace poco lucían desolados. Queda por ver si algo de la experiencia vivida durante el confinamiento nos llevará a devolver la mirada.

Enrique Díaz Álvarez es escritor y profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM.

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