Indígenas guatemaltecos denuncian explotación en fincas de Chiapas: “El banano vale más que nosotros”
Esta planta de frutos dulces se cultiva con extremo cuidado y casi con mimos. Pero quienes se encargan de cuidarlo, son despreciados y explotados
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Una tarde, a mediados de mayo, Nancy come sentada junto a cinco compañeras de trabajo. Todas son indígenas maya q’eqchí’ provenientes del municipio de Cobán, en Alta Verapáz, al norte de Guatemala, y trabajan en una finca bananera de Chiapas. Todas llegaron tras recibir un llamado: “¡Súbanse al camión que van a trabajar a México!"
No vinieron a la fuerza, pero sí totalmente desorientadas. Casi un mes después de su llegada, ninguna de ellas entiende exactamente dónde está.
“Llegó el camión y nos montaron a todas. Somos como 25. Nosotras seis, mujeres y los demás hombres”, dice Nancy. Tiene el cabello largo y grueso, las cejas muy pobladas, nariz aguileña y los ojos almendrados. Lleva los labios color rosa y, cuando se sienta, lo hace empujando las nalgas y el pecho afuera, destacando su feminidad. Nancy es una mujer indígena trans. De todas sus compañeras, es la única que habla español.
Como ella, cientos de guatemaltecos trabajan todos los días en las bananeras de Chiapas. Muchos de ellos son indígenas, la mayoría de la región maya q’eqchí’ que abarca los departamentos guatemaltecos de Alta Verapaz, Baja Verapaz, Petén e Izabal. La mayoría no habla ni una palabra de español o lo hablan muy poco, y les es difícil entender las tareas que les son asignadas. A veces ni siquiera saben dónde están exactamente o cuánto van a ganar. “No me importa bien dónde, pero sé que estoy aquí para poder pagar mis cosas en mi aldea”, dice Nancy.
México se es uno de los principales productores y exportadores de banano en América Latina. De acuerdo con datos de la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (SADER), el país produce alrededor de 2,5 millones de toneladas anuales, principalmente en los Estados de Chiapas, Tabasco, Veracruz y Colima, que concentran más del 80% del total nacional. Solo Chiapas aporta cerca del 30% de esa producción, con municipios como Tapachula, Mazatán y Suchiate convertidos en auténticos enclaves bananeros. La fruta producida en Chiapas no solo abastece gran parte del mercado interno, sino que también sostiene una importante red de exportación hacia Estados Unidos, Europa y Asia.
El principal comprador del banano que se produce en Chiapas es Chiquita Brands International, antes llamada United Fruit Company (UFCO), responsable de algunas de las páginas más oscuras de la historia agrícola latinoamericana. Bajo su manto corporativo, decenas de fincas en la frontera sur de México operan bajo estrictos estándares de calidad, pero también, según denuncian trabajadores y organizaciones, bajo un modelo de explotación y pagos miserables. Para eso, los finqueros han optado por contratar mano de obra barata, la mayoría proveniente de Guatemala. EL PAÍS buscó la postura de Chiquita Brands International, pero al cierre de este artículo no hubo respuesta.
La práctica de traer trabajadores guatemaltecos a trabajar a Chiapas se ha repetido durante tanto tiempo que existen dos maneras de hacerlo. La primera, por la vía legal, establecida en el artículo 52 de la Ley de Migración mexicana, que permite a quienes viven en estados fronterizos de Guatemala obtener un permiso temporal para trabajar únicamente los estados del sur de México. Otra consiste en que un sujeto conocido como “coyote” llegue en un camión hasta las aldeas indígenas o campesinas del norte de Guatemala y los traiga a trabajar durante tres o cuatro meses. De esta manera llegaron Nancy y sus compañeras a esta finca.
En la aldea donde vive Nancy, hay una radio comunitaria. A través de ella, escuchó un anuncio en el que apelaban a quienes quisieran trabajar. “Llegó el coyote y nos dijo que nos subiéramos al camión, que íbamos para México”, recuerda.
Una gran parte de los trabajadores que llegan a las bananeras traídos por coyotes no duran mucho tiempo en las fincas. Trabajan períodos de tres o cuatro meses y no suelen regresar, según cuenta Roberto, uno de los encargados de la finca. Las jornadas suelen ser de 10-14 horas y la paga de entre 200 a 300 pesos diarios (11 a 16 dólares) por jornada.
“A esta planta solo el viento la puede tocar”
Cuenta la historia que, en 1516, cuando los navíos tardaban meses en cruzar el Atlántico hacia el Nuevo Mundo, un dominico llamado Tomás de Berlanga, obispo de Panamá, trajo desde las Islas Canarias unos pequeños brotes verdes que viajaron como polizones en su barco. Eran plantas originarias de Asia, aclimatadas en África, con hojas tan desmesuradas que parecían velas más grandes que su propio tallo. Junto al religioso, aquellos retoños desembarcaron en La Española, la isla que hoy comparten Haití y República Dominicana. Luego de ser sembrados, pronto empezaron a dar racimos de frutos alargados, apuñados en gajos que parecían manos con muchos dedos.
Durante siglos, el banano o guineo se acopló como un cultivo secundario. Crecía en huertas campesinas y era cultivado a menor escala. Pero entre mediados del siglo XIX y principios del XX, se convirtió el principal producto de exportación en Centroamérica y pronto se expandió a México. La región del Soconusco, al sur de Chiapas, se transformó en uno de sus principales enclaves por la riqueza infinita de su tierra.
A orillas del río Suchiate, un mandador avanza por una finca de banana de 600 hectáreas que lleva unos 20 años funcionando. Se ven plantas de banano hasta donde alcanza la mirada. Cada doscientos metros, una canaleta con un líquido rojo sirve para desinfectar la suela de los zapatos de los visitantes y evitar que algún hongo llegue a las plantas. “Nosotros aquí tenemos un dicho: A esta planta solo el viento la puede tocar. Yo a veces hasta les hablo”, dice el mandador para explicar la delicadeza del cultivo.
Es paradójico: el banano es una planta de frutos dulces que se cultiva con extremo cuidado y casi con mimos. Pero quienes se encargan de ella son despreciados y explotados. Nancy y su grupo qʼeqchiʼ llegaron aquí hace menos de un mes a trabajar como empacadoras. Su labor diaria consiste en seleccionar los gajos de banano previamente lavados y empacarlos en una caja que luego va a un contenedor refrigerado con el logo de Chiquita Brand.
Nancy dice que no se quiere quedar más. Y que, si fuera por ella, se iría hoy mismo. Pero algo se lo impide: desde que llegó, los patrones le quitaron su pasaporte y le han prohibido salir a ningún lugar bajo amenazas de que la podría capturar migración. Desde que llegó, se ve obligada a dormir en el suelo, únicamente con una sábana como colchón y a bañarse desnuda en un patio yermo. Nancy dice que ser mujer trans le hace más difícil todo. A diario sufre burlas, humillaciones y agresiones. Pero no es eso lo que más le molesta. “Si usted viera, el baño está tan sucio que le salen gusanos. Eso sí me duele, porque yo soy pobre, pero nunca he vivido en un lugar así”, dice. “Aquí el banano vale más que nosotros”.
En el sur de Chiapas, el sector bananero concentra un enorme poder económico y político. En El Soconusco, varios de sus grandes terratenientes han sido señalados por presuntos vínculos con el crimen organizado. El autor de este texto decidió omitir el nombre de la finca por seguridad. Aun así, los abusos contra trabajadores guatemaltecos son una práctica recurrente en las bananeras de la región.
Los bananeros, cree el mandador de la finca, contratratan a gente de Guatemala para poder cubrir los costos. “La calidad que exige Chiquita es tan alta que la mano de obra que demanda esto es altísima”, dice. El poder de la compañía en Chiapas recuerda los viejos tiempos en que la United Fruit Company era llamada El Pulpo, por el alcance de sus tentáculos en las más altas esferas del poder. Entonces, dictaba las reglas del juego en Centroamérica. Aunque ya no controla ejércitos ni gobiernos como en el pasado, sigue siendo el monstruo frutero más influyente del continente, capaz de determinar precios, imponer certificaciones y moldear las condiciones laborales en las plantaciones. Se ha alejado de la producción y la ha dejado en manos de poderosos terratenientes locales que hacen su trabajo sucio.
Sin idioma y sin documentos
Domingo tiene 40 años y mide poco más de un metro de estatura. Sus ojos son hondos y las palmas de sus manos se han vuelto duras y ásperas como una roca después de treinta años de trabajo en el campo. Esta mañana, mueve racimos de guineo y los lava con agua para botar cualquier basura. Retira de los gajos con una espuma de polietileno que les han puesto antes para que no se rocen entre sí. Otro trabajador jala cargas de 25 racimos con ayuda de los rieles que atraviesan la finca como si fueran arterias de un cuerpo humano. Todos los rieles llegan al corazón: la procesadora. Aquí, otra veintena de trabajadores se encarga de seleccionar el banano de cada uno de los 1600 racimos que llenarán las 960 cajas de un contenedor.
Si cada banano del gajo cumple con los estándares de tamaño y grosor que exige Chiquita, lo llaman “de primera” y, si no, “de segunda”. Todo el producto de segunda pasa al mercado local y el de primera se va a Estados Unidos.
Domingo es indígena q’eqchí’ y llegó hace menos de un mes con el grupo de Nancy. No habla ni una palabra de español. Pareciera que para sus tareas lo necesita poco. Todo el día hace lo mismo: jalar, lavar y separar. Solo se detiene para almorzar. Y, aunque no lo parezca, entonces es cuando la cosa se complica.
Domingo no entiende cuando dan la instrucción de ir a comer, así como cuando el capataz grita cualquier otra indicación. Tampoco supo cuando le dijeron que se subiera al camión. No sabe exactamente cuánto le van a pagar o por qué a veces no le pagan. Toda su comunicación con los encargados de la finca que hablan únicamente español la tiene a través de su amigo Carlos, otro q’eqchí’ que sí habla un poco de castellano.
Traducido con ayuda de Carlos, Domingo cuenta que trabaja para sostener a su esposa y sus dos hijas en su aldea en Cobán. Dice que pasó más de una década trabajando en las fincas de su región pero que la paga era muy poca y las jornadas extenuantes. Por eso, cuando vio a sus vecinos subirse al camión diciendo en q’eqchí’ que venían a México, pensó que sería una buena oportunidad.
—Dice que lo que no le gusta del trabajo es dormir en el suelo y que le pagan muy poco. A veces 200 pesos al día (menos de 11 dólares). Que no esperaba que ese fuera su pago, traduce Carlos.
Sin saber el idioma y, sin papeles, los trabajadores guatemaltecos como Domingo, Carlos o Nancy que vienen a trabajar a las fincas de Chiapas están a merced de lo que diga un patrón sin saber bien lo que está pasando a su alrededor.
— ¿Y Domingo sabe dónde está?, pregunto.
— En México, responde Carlos.
— Pregúntale si sabe en qué parte de México, insisto.
— Dice que en Chiapas. Cerca de Estados Unidos, ¿verdad?.