El veneno, el antídoto y el infierno: un grito de auxilio desde la zona cero de la epidemia de fentanilo
Atrapada entre la violencia del narco y los efectos devastadores de una demanda insaciable, la frontera se aferra a la naloxona, un medicamento que salva vidas de la sobredosis en EE UU pero que es prácticamente imposible de encontrar en México
Channing Velázquez se acostó sobre la cama, cerró poco a poco los ojos y empezó a dejar de ver todo lo que estaba a su alrededor. “Me acuerdo de que me senté a ver televisión y todo se puso gris. Después, me quise parar y no podía moverme. Sentí que mi corazón palpitaba bien bajo. Todo se empezó a apagar, era como estar dentro de un túnel”, cuenta.
Velázquez creció en Nogales (Arizona), una ciudad de poco más de 20.000 habitantes en la frontera entre México y Estados Unidos, sólo separada por el muro de ...
Channing Velázquez se acostó sobre la cama, cerró poco a poco los ojos y empezó a dejar de ver todo lo que estaba a su alrededor. “Me acuerdo de que me senté a ver televisión y todo se puso gris. Después, me quise parar y no podía moverme. Sentí que mi corazón palpitaba bien bajo. Todo se empezó a apagar, era como estar dentro de un túnel”, cuenta.
Velázquez creció en Nogales (Arizona), una ciudad de poco más de 20.000 habitantes en la frontera entre México y Estados Unidos, sólo separada por el muro de Nogales (Sonora), su ciudad hermana y con 10 veces más población. Recuerda que era un muchacho inquieto y muy activo. Un día estaba jugando béisbol con sus amigos del barrio y llegó su turno para batear. Le pegó recio a la bola y llegó con facilidad a primera base. Siguió corriendo, pero se tuvo que barrer y se lastimó para alcanzar segunda. No pensó que fuera nada grave, pero su tobillo quedó resentido. Le recetaron Vicodin, un analgésico potente. Tenía 11 años cuando empezó todo.
Cuando tomaba el medicamento, su dolor desaparecía y sus preocupaciones, también. Dice que era como elevarse del suelo: lo bueno era muy bueno y lo malo no importaba. Cuando su cuerpo desarrolló tolerancia al Vicodin, se pasó a OxyContin (oxicodona), otra medicina para el dolor intenso. Todavía hasta ese momento, nunca se vio a sí mismo como un adicto. Sólo hacía lo que le habían dicho los médicos, hasta que de un día para otro, le cortaron la dosis.
A los 23 años, buscó drogas en la calle por primera vez. Fue fácil, todo mundo sabía dónde encontrarlas y a quién preguntar. Una pastilla de metanfetamina con fentanilo costaba solo 10 centavos de dólar, mucho menos que un chicle o una lata de refresco. Tenía un trabajo, una familia y la vida por delante. A los 26 años, cuando tuvo su primera sobredosis, ya lo había perdido todo. “Primero me dio miedo, pero lo más triste es que en un punto, lo aceptas y te dices a ti mismo ‘me voy a morir”, afirma.
No murió. Channing Velázquez despertó solo en su casa, desorientado y con la cara pálida. Alcanzó a inyectarse naloxona, una sustancia que revierte los efectos de las sobredosis por fentanilo y que le salvó la vida. Más de 107.000 consumidores de drogas no corrieron con la misma suerte en Estados Unidos, donde la epidemia por el uso de opioides mató el año pasado a una persona cada cinco minutos, según datos oficiales.
La naloxona es un antagonista de los opiáceos: se adhiere a los receptores del cuerpo para los opioides, los bloquea y elimina sus efectos. Hace respirar a quien ha dejado de hacerlo, devuelve la consciencia a quien ha caído rendido y se ha convertido en un signo de esperanza en medio de la emergencia para usuarios, familiares y paramédicos. También es el principal símbolo de contraste entre las políticas de drogas que se siguen en ambos lados de la frontera.
En Estados Unidos, donde el consumo de opioides está disparado pero es reconocido como una crisis de salud pública, la naloxona está por todas partes, se consigue con facilidad y es clave para la reducción de daños. En México, donde el consumo de fentanilo es una realidad que se queda fuera de los discursos y los registros oficiales, el medicamento es igualmente necesario, pero es de uso restringido y encontrarlo es una misión prácticamente imposible. Y eso hace que cada vez más personas hagan el viaje al otro lado para traerlo o tengan que depender de donaciones para conseguir una dosis. El veneno cruza la frontera todos los días. El antídoto también, pero en la dirección contraria.
La letalidad del fentanilo reside en una paradoja: el cuerpo genera rápido tolerancia a la droga y eso hace que las personas que han desarrollado una dependencia tengan que consumir con más frecuencia o en cantidades mayores. En el caso del fentanilo, una sola dosis puede ser letal. Dos miligramos pueden ser mortales. Pero no consumirlo cuando uno es dependiente es una pesadilla. Channing Velázquez cuenta que la malilla, como los usuarios de drogas sintéticas le llaman al síndrome de abstinencia, era tan fuerte que no podía dejarlo. “Sientes que tu sistema entra en shut down [colapsa], tu corazón late rapidísimo, sientes que te estás hundiendo o ahogando, es como si te estuvieran picando los huesos con un clavo, es horrible”, asegura Velázquez.
No tiene recuerdos de su segunda sobredosis ni metáforas sobre su último encuentro con la muerte. Solo se acuerda de que se fue. Y de la soledad. En el pico de la adicción, ya no tenía a nadie a su alrededor. Machacó un puñado de pastillas M-30, una de las presentaciones más mortíferas del fentanilo, y las inhaló, como acostumbraba. Un familiar lo encontró inconsciente y alcanzó a aplicarle la naloxona. Poco después, supo que había tocado fondo y emprendió una batalla de dos años para dejar la droga. “Ahí lo único que te queda es bajarle poquito a poquito, sufrir un día tras otro hasta quitártelo cold turkey, dejarlo de un día para otro”.
Velázquez, de 34 años, lleva limpio desde 2020. A principios del año pasado comenzó a colaborar con Círculos de Paz, una organización civil enfocada en apoyar a la comunidad latina, el 95% de la población de Nogales (Arizona), en temas como la justicia restaurativa, la violencia machista y el consumo de drogas. “Soy un adicto ayudando a otros adictos”, dice Velázquez, que pasó por el programa de rehabilitación de la asociación y ahora se gana la vida ayudando a quienes están pasando por lo mismo que él pasó.
El sol de otoño cae a plomo en el desierto de Sonora y Arizona, y las calles del lado estadounidense de Nogales están prácticamente vacías. Velázquez propone ir a visitar el parque que rodea la biblioteca de la ciudad, un punto lejos de los mirones y los policías, donde la gente se reúne para consumir sustancias. La peor crisis de drogas que ha azotado a Estados Unidos emerge a la superficie de forma cruda: está en la foto de unos padres que perdieron a un hijo, en un pupitre que quedó vacío, en vidas que se apagaron sin previo aviso. Pero a veces, el rastro es mucho más sutil y está en los restos imperceptibles de un parque.
En un callejón abandonado, entre la biblioteca y una sucursal del Ejército de Salvación, Velázquez recoge con paciencia foils, pedacitos de papel aluminio donde se colocan las pastillas pulverizadas y se queman para inhalar el humo con popotes o bolígrafos. Entre la maleza está el plástico quemado, las bolsitas de droga deshechas y las jeringas vacías de quienes prefieren inyectarse la dosis. Junto a las botellas de alcohol y las cajetillas de cigarro terminadas, también hay latas de aire comprimido, una alternativa “legal”, barata y cada vez más común para intoxicarse.
En los tickets de compra de cada bote, que se vende por cinco dólares en las tiendas departamentales, se lee que el cliente recibió un descuento porque era veterano de las Fuerzas Armadas. Son esbozos de pistas menos obvias sobre la crisis y de temas que se han convertido en tabú: algo de lo que todos sufren, pero de lo que nadie quiere hablar. El doble estigma es patente entre la comunidad latina y otras minorías racializadas. La mitad de las personas que mueren por sobredosis en Arizona no son blancos, según cifras oficiales. “El estigma nunca ha cambiado y no va a cambiar, esta es una ciudad chica y todos se conocen”, zanja Velázquez.
No solo el consumo está atravesado por el estigma, también la lucha contra las sobredosis. Arizona declaró en junio de 2017 el estado de emergencia por el alto número de muertes causadas por los opioides y, desde entonces, la naloxona es distribuida por el Gobierno de forma gratuita. Aun así, muchas personas no buscan ayuda porque no quieren ser vistas como adictas o por el miedo al qué dirán.
Blanca Acosta, directora de Círculos de Paz, comenta que la organización ya había identificado que los opioides empezaban a ser un problema en Nogales desde 2012, primero impulsado por los medicamentos que recetaban los doctores y después, por las versiones “pirata” y las drogas adulteradas con fentanilo que siguen inundando las calles. También porque las sustancias no solo irrumpieron en las casas, sino que se quedaron en ellas y no solo era el paciente quien tenía acceso a los narcóticos, también el resto de la familia. “El problema nos rebasó poco a poco”, explica. “Si tú miras las noticias, todos los días hay un decomiso de droga, todos los días hay una sobredosis, todos los días detienen a alguien por conductas agresivas a raíz de la droga”.
El veneno estaba por todas partes, pero la cura no. Durante años, Círculos de Paz se dio cuenta de que más gente tenía acceso a la ayuda si se le ofrecía de forma anónima. A principios de año, la organización fue un paso más allá e impulsó que se instalaran botiquines en las calles —conocidos como naloxboxes— para que los usuarios de fentanilo pudieran acceder a la naloxona sin necesidad de responder preguntas ni dar explicaciones. Y también para que el antídoto esté listo donde se necesita, como en el parque de la biblioteca. Sobre una pared blanca de ladrillos se lee opioid rescue kit, kit de rescate para opiodes. Cada caja tiene dos empaques de Narcan, el nombre comercial del medicamento, y un instructivo para uso de emergencia en inglés y en español. Fueron colocados en 18 puntos del condado de Santa Cruz, donde está Nogales. Es la única zona de Arizona donde están disponibles.
La guerra contra las drogas se libra también en rincones olvidados. En estacionamientos vacíos, a un costado de las vías del tren, a espaldas de empacadoras de frutas y verduras, donde los trabajadores se meten las sustancias para aguantar largas jornadas y donde los jefes también han dejado de hacer preguntas. En los descampados se observan casitas improvisadas, asientos traseros de camionetas cubiertos por la hierba y lonas que se convierten en refugios en medio del desierto.
En uno de ellos vivía Javier, un hombre corpulento que acabó en la calle y que forma parte de un grupo de rehabilitación dirigido por Velázquez. “Me corrieron de mi casa y estuve 14 años dando vueltas, hasta que me cansé de todo eso y ya no pude más. Llevo un año y medio limpio”, se sincera sobre el infierno que pasó frente a sus compañeros, sentados en círculo durante la sesión.
A su lado está Alberto Cortinas, un músico que empezó a consumir hace 10 años, después de sufrir un accidente de coche y de que un doctor le recetara Percocet, un analgésico que combina oxicodona con paracetamol. “No solo me la recetaron a mí, se la recetaron a mi hermano y a mi esposa porque todos íbamos en el carro, pero aparte de eso a mi papá ya se la habían recetado, se la recetaban a mi abuela, a mi tía y a mi prima. Éramos siete en la familia, cuando se nos acababa, la rolábamos. Todos nos hicimos adictos, menos mi hermano”, cuenta.
Los registros oficiales señalan que en 2013, el año del accidente de Cortinas, se expidieron más de 17 millones de recetas de Percocet en Estados Unidos, a pesar de que las autoridades ya llevaban al menos cuatro años investigando su papel en cientos de muertes por sobredosis cada año. El músico de 43 años, que llegó a estar de gira por Estados Unidos y Europa, también acabó en las calles y asegura haber perdido más de 100.000 dólares en droga. Después de recibir Percocet durante seis años, de repente se la quitaron, pero la malilla era tan fuerte que ya no podía parar. Y ahí entró el fentanilo. “Me considero una víctima de este sistema”, afirma. “Nogales es un lugar invadido por la droga. Te das cuenta de que no eres el único. Todos conocemos a alguien que consume, que vende o que ha muerto por esto”.
El alcalde, Jorge Maldonado, aseguró este año que Nogales era la ciudad con el mayor número de decomisos de fentanilo en toda la frontera. Entre octubre de 2022 y septiembre de 2023, Estados Unidos se incautó de 12,2 toneladas de la sustancia, según datos de la patrulla fronteriza (CBP). Seis toneladas se detuvieron solo en el sur de Arizona, casi más que todas las regiones fronterizas combinadas y más que en la zona metropolitana de Tijuana y San Diego, que tiene casi 5,5 millones de habitantes. En comparación, ambos Nogales no pasan del medio millón de personas. “Es una bomba nuclear recorriendo nuestras calles”, lamenta el mayor Maldonado.
Una crisis oculta
“Nosotros no producimos y no tenemos consumo de fentanilo”, declaró en marzo el presidente, Andrés Manuel López Obrador, en medio de los reclamos de Washington para que actuara contra el narcotráfico. En el terreno, la historia es diferente. La droga no solo pasa por la frontera, también se queda. El viejo esquema del narcotráfico entre ambos países, con México como país productor y de paso y EE UU como el gran consumidor, se está derrumbando y la demanda de fentanilo crece de manera preocupante al sur de la frontera, como una realidad reconocida por las autoridades locales.
“Realmente es una situación en cuanto al fentanilo complicada, sabemos que su venta es demasiado rápida y va en aumento”, reconoce Nicole Salazar, la directora de Salud Municipal de Nogales (Sonora), el órgano que está al tanto de los casos de sobredosis del lado mexicano y que, sin embargo, no tiene autorización para hacerlos públicos. Es un problema que se extiende por todo México, donde las cifras que se conocen son pocas, poco precisas y están desactualizadas. La última encuesta nacional de adicciones se publicó hace siete años.
Salazar agrega, sin embargo, que el consumo es cada vez más generalizado y ya no sigue patrones definidos de género, edad o condición social. “Eso aumenta el trabajo que tenemos que hacer para identificar dónde está el problema. En el momento que tenemos la vida de cualquier persona en nuestras manos, tenemos la responsabilidad de salvarla”. Las autoridades sanitarias emprenden desde hace meses campañas de prevención y concienciación sobre los efectos devastadores de la droga, más potente, más barata y más fácil de traficar.
A falta de estadísticas, otros indicadores dan cuenta del tamaño del problema en territorio mexicano. Nogales saltó a los titulares en mayo pasado, cuando un bebé de 10 meses tuvo que ser internado en un hospital público por intoxicación por fentanilo. El niño sufrió un paro cardiorrespiratorio y los médicos tuvieron que administrarle naloxona para salvarlo. Encontraron unas pastillas de color azul en su pañal, señalaron las autoridades sanitarias.
Fue también en esta misma frontera donde se identificó el consumo de fentanilo desde 2016, según la prensa local, y donde se empezó a hablar por primera vez en México del llamado “fentanilo arcoíris”, una variedad parecida a los caramelos, el año pasado. A veces, la droga emerge de formas imprevisibles: escondida en tamales, en inodoros o en adornos de fiesta para saltar a EE UU. Otras, su senda es apenas visible en la mirada perdida de personas que deambulan por sus arroyos secos, en llamadas de emergencia cada vez más frecuentes, en el testimonio de quienes piden ayuda.
“Tengo un año batallando con el fentanilo, pero la droga esta es muy celosa y muy adictiva, tienes que estar consumiendo a cada rato porque el efecto se te baja muy rápido”, lamenta Martín Rentería, un hombre de 37 años internado en el Centro de Integración para Adictos y Alcohólicos en Recuperación (Ciaar). Rentería llevaba siete años sin consumir hasta que conoció el fentanilo. Empezó desde los 16 años con heroína, cristal [metanfetamina] y cocaína, hasta que logró rehabilitarse y encontrar un trabajo. Pero tenía que cubrir turnos de 16 horas en una cocina y no había forma de aguantar sin darse un pase. Un amigo que trabajaba en una gasolinera le dio a probar fenta hace un año y no ha podido dejarlo desde entonces, pese a que el “consumo es muy penado”. “Muchas veces los mismos narcos te la dan y te dan pa’ que vendas, pero otras los mismos apoyos de ellos te agarran con una pastilla y ya te quieren hasta matar. Me pasó varias veces, me tuve que esconder”, cuenta.
“Los muchachos tienen más miedo a los sicarios que a la droga”, afirma José Luis Quihuis, el director del Ciaar. En medio de las tensiones binacionales por la crisis del fentanilo, Los Chapitos y otras facciones del Cartel de Sinaloa desplegaron mensajes en octubre en los que anunciaban una supuesta prohibición de compra y venta de fentanilo en varias ciudades del norte de México. Pero la sustancia sigue siendo común en algunos bares pegados a la línea [la frontera] y en los tiraderos, las zonas de venta del narco, desperdigados por los barrios más conflictivos de la ciudad y vigilados por los halcones del crimen organizado.
“Siempre ha habido mucha droga aquí, pero ya la mayoría llega por fentanilo y llegan también más dañados que con otras drogas, algunos hasta llegan doblados”, asegura Quihuis, en referencia a como los usuarios pierden fuerza muscular y se doblan cuando están padeciendo una sobredosis. El cuerpo pierde también la capacidad de respirar, la piel suele perder su coloración habitual y el paciente pierde la consciencia ante el riesgo de un paro cardíaco o respiratorio que puede ser fatal.
El director del Ciaar dice que la propia policía y el narco le llevan gente para internarla en el centro. “Son buenos para traerlos y dejarlos, pero ¿quién nos apoya a nosotros? Habiendo algo que les puede salvar la vida, el Gobierno no se preocupa. La naloxona aquí casi no se encuentra ni en los hospitales, los médicos y los de la Cruz Roja… ellos hacen lo que pueden, pues”, dice Quihuis molesto, pero también visiblemente triste. Humberto, un muchacho que estuvo en el anexo (como se conoce a este tipo de centros en México) hasta hace tres días, murió por una sobredosis de fentanilo. Consumió una pastilla a las pocas horas que fue dado de alta. “Tenía como 34 años, dejó una niña”.
“Fue un caso desgarrador”, cuenta uno de los paramédicos que atendió esa emergencia. La familia llamó a Humberto para comer, pero cuando abrieron la puerta de su cuarto, lo encontraron rígido. “Sus papás gritaban y gritaban, nos pedían que hiciéramos algo, pero ya no había nada qué hacer. Una sola pastilla, ¿te imaginas?”, relata. Hace tres años, la Cruz Roja de Nogales atendía una sobredosis cada mes y de forma esporádica del lado mexicano. Ahora tienen hasta tres llamadas de emergencia cada semana. “Ya no teníamos naloxona, se nos había acabado”.
En México, la naloxona está clasificada como una “sustancia psicotrópica” en la Ley General de Salud, por lo que su acceso está altamente restringido. La legislación hace que el antídoto esté prácticamente prohibido y que su venta requiera de una receta médica, lo que impide que pueda aplicarse en situaciones de emergencia. Esto, a pesar de que no es adictiva. Y mientras en un lado de la frontera es omnipresente, del otro lado es prácticamente imposible de conseguir, fuera de las principales instituciones públicas de salud y un par de clínicas privadas. En una de ellas, una sola ampolleta se vende por más de 2.000 pesos, un precio prohibitivo en un municipio donde casi siete de cada diez habitantes son pobres, según datos del Gobierno federal.
“Es la diferencia entre la vida y la muerte”, afirma Guadalupe González Bucio, la comandante de la Cruz Roja de Nogales (Sonora). Es una diferencia real: con naloxona, un caso de sobredosis se puede revertir en tres minutos, el paciente recupera la consciencia, puede incorporarse y hablar como si nada hubiera pasado, cuenta la jefa de los paramédicos. “Pero no lo encuentras, tú puedes tener todo el dinero del mundo y no lo hallas. Nos hace mucha falta”, lamenta. “Más que un exhorto, esta es una solicitud de auxilio para que podamos seguir haciendo nuestro trabajo”.
Una iniciativa de ley está estancada desde hace casi dos años en el Senado mexicano para sacar a la naloxona de la lista de sustancias restringidas. En abril pasado, el proyecto fue aprobado en comisiones, pero no ha pasado a discusión en el pleno en este periodo ordinario de sesiones, que concluyó esta semana. La propuesta ha enfrentado resistencias, incluso bajo el argumento de que facilitar el acceso al antídoto, solo abre la puerta a que las personas sigan consumiendo o con prejuicios labrados a la sombra de la llamada guerra contra las drogas. “Lo que tiene que quedar claro es que garantizar el acceso a la naloxona es proteger el derecho humano a la salud y el derecho humano a la vida”, defiende la senadora Olga Sánchez Cordero, autora de la iniciativa. La legisladora espera que el proyecto pueda ser discutido a partir de febrero, cuando inicia el próximo periodo de sesiones.
La urgencia por combatir una crisis soterrada, pero cada vez más visible en el norte de México ―donde se concentra el consumo de fentanilo― ha llevado a médicos, primeros respondientes y activistas a cruzar la frontera y buscar ellos mismos las dosis de naloxona. Mientras el veneno alimenta la crisis de salud pública que asola a EE UU, la cura llega a cuentagotas a México en la dirección contraria a las rutas de narcotráfico y a la estela de violencia que deja el crimen organizado. Mientras los carteles de la droga reciben una atención inusitada, las poblaciones más vulnerables al uso y al abuso de drogas en México siguen estando en las sombras. En Arizona, a un paso del muro y donde la crisis sigue estando más extendida (pero es reconocida), cinco personas mueren a diario por el consumo de opioides, pero se atienden con éxito 10 sobredosis al día. Se salvan más del doble de los que mueren en medio de la epidemia, según cifras oficiales. Tres de cada cuatro casos no fatales se atienden con naloxona.
Por eso, las donaciones son críticas. En colaboración con las autoridades de ambos países y con una coalición de asociaciones e instituciones que integran el Consejo Binacional de Salud, Círculos de Paz ha impulsado desde 2021 una vía legal para donar alrededor de 1.200 dosis del medicamento a México. La última fue de 75 dosis para la Cruz Roja, que fueron entregadas esta semana por la Dirección de Salud Municipal de Nogales (Sonora).
“Nos dolía ver lo que pasaba porque somos parte de la misma comunidad, tenemos familia, crecimos en México, hablamos español y parte de nuestro equipo vive del lado mexicano”, afirma Acosta. Todavía hace falta trabajar en un registro para consignar cómo se usó cada dosis, a quién benefició, y cómo se dio seguimiento a cada paciente en México, pero las donaciones son un resquicio de esperanza y la principal fuente de acceso para las agencias mexicanas. Es también uno de los esfuerzos más decididos de ambos países para buscar soluciones conjuntas a una crisis compartida, aunque el diagnóstico del problema, las dinámicas de consumo y el impacto en la población siguen lógicas diametralmente distintas. Y a pesar de las prohibiciones, los subregistros y los desacuerdos que todavía predominan.
“Nunca vamos a ganar la guerra contra el uso de sustancias, eso ya se aceptó. Pero la guerra contra la muerte va mejor”, afirma Channing Velázquez. Dos días después de la entrevista, el parque de la biblioteca de Nogales (Arizona) se ha vuelto a llenar de aluminio, de popotes y bolígrafos quemados. Dos personas sin hogar, excompañeros de clase enganchados a los opioides, saludan a Velázquez. Uno de ellos le pregunta si tiene Narcan. Él se lo da y se despiden antes de volver a deambular sin rumbo por las calles desiertas de la frontera. La epidemia vuelve a emerger a la superficie, pero también hay una dosis de naloxona menos en el botiquín del parque. Alguien se salvó. Alguien obtuvo ayuda.
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