El suplicio de ser trans en la Guerra Sucia de México: “Perdí los dientes, me rompieron los tímpanos, nos violaban y mataban”
Un grupo de mujeres trans denuncia las violaciones cometidas por las ‘brigadas blancas’ y grupos policiales entre 1965 y 1990, como un proceso de recuperación de la memoria. “Fue un pánico horrible lo que vivimos”
Verónica López tenía 15 años cuando conoció el terror de las celdas de tortura. Corría el Gobierno mexicano de José López Portillo (1976–1982) y ella era una joven trans que debido a la pobreza y el hambre trabajaba en la prostitución. Una tarde, un grupo de agentes de la policía de Ciudad de México la capturó y subió a golpes a una patrulla, conocida entonces como Julia, y la trasladaron a una prisión. “Ahí comenzó mi horro...
Verónica López tenía 15 años cuando conoció el terror de las celdas de tortura. Corría el Gobierno mexicano de José López Portillo (1976–1982) y ella era una joven trans que debido a la pobreza y el hambre trabajaba en la prostitución. Una tarde, un grupo de agentes de la policía de Ciudad de México la capturó y subió a golpes a una patrulla, conocida entonces como Julia, y la trasladaron a una prisión. “Ahí comenzó mi horror”, afirma. Los agentes la ficharon por “faltas a la moral” y aunque la liberaron, los arrestos se convirtieron en algo sistemático: “Nos desnudaban, nos echaban agua fría, muchas compañeras murieron de neumonía, a otras que sacaban enfermas, nunca las volvimos a ver, escuchábamos las torturas a gente que era inocente; fue un pánico horrible lo que vivimos”, relata López. Su testimonio forma parte de una iniciativa que intenta recuperar la memoria del horror que sufrieron los llamados colectivos disidentes, personas que eran perseguidas por el régimen durante la llamada Guerra Sucia por pertenecer a grupos guerrilleros, organizaciones sociales, sindicatos, agrupaciones estudiantiles o minorías, como las personas LGBT. “Los agentes mataban a nuestras compañeras cuando no querían subirse a la Julia y quienes lo veíamos no podíamos decir nada”, recuerda López.
Ella ha narrado su historia junto a otras tres compañeras trans durante un emotivo encuentro organizado este miércoles por el Mecanismo para la Verdad y el Esclarecimiento Histórico (MEH), como parte de sus esfuerzos para rescatar la memoria del horror en México entre 1965 y 1990, décadas llenas de infamia en las que desde el Gobierno se desarrolló una cacería silenciosa y sistemática contra todo aquel movimiento que considerara una amenaza. No solo se exterminaron agrupaciones guerrilleras en Guerrero, se eliminó de forma científica a quienes eran tachados de subversivos (lanzados en sacos al mar desde helicópteros, quemados vivos en basureros), se masacraron estudiantes en Tlatelolco o se cometieron matanzas como el llamado halconazo, sino que se persiguió a gays y lesbianas y se descargó el horror con saña contra las personas trans, porque estas representaban un desafío para los estándares morales de la época. Todo con cautela y en la impunidad, porque México se vendía al mundo como una democracia, alejada de las dictaduras militares que desangraban el continente. “Lo ocurrido entre 1965 y 1990 son graves violaciones que no admiten excusas y menos perdón y olvido”, ha advertido Alan García Campos, integrante de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos. La cita se ha desarrollado en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco, construido precisamente para guardar la memoria de los estudiantes asesinados y desaparecidos en la Plaza de las Tres Culturas en 1968.
La de Verónica López es una historia de sufrimientos. Dejó su casa en Tapilula, un pequeño poblado de Chiapas, a los 13 años por el desprecio de su familia, muy conservadora. Se había mudado con una tía a Ciudad de México, pero pronto debió escaparse porque sus primos la violaron. En la calle, sin dinero, tuvo que lanzarse a la prostitución. “Era un mundo desconocido para mí, pero tenía hambre y tenía que comer”, recuerda. Los agentes de la policía hacían rondas y redadas en las zonas donde las personas trans esperaban a sus clientes. La violencia siempre imperaba. En una de esas redadas, a Verónica López la trasladaron a las temibles celdas de Tlaxcoaque, prisión de tortura localizada en el centro de la capital. Estuvo en la celda cinco del pasillo tres. “Perdí los dientes a golpes, me rompieron los tímpanos, fue algo muy doloroso, que quedó marcado en mi vida”, cuenta. “Los agentes mataban y dejaban los cuerpos tirados, te dejaban encuerada [desnuda] y ensangrentada. Te humillaban, te encueraban y te exhibían en la fuente de la Diana cazadora. Soy una sobreviviente de ese terror”, afirma López.
Ese escarnio de las autoridades también lo sufrió Denisse Valverde. Ella afirma que las mujeres trans “eran el objeto de humillación y de placer” de los agentes de inteligencia y la policía capitalina. “Nuestras historias nunca las contamos porque teníamos miedo de hablar”, dice. “La de las poblaciones trans es una violencia ignorada, del maltrato que éramos objeto no se hablaba, pero hacían con nosotras lo que querían”, explica. Valverde tenía 16 años cuando comenzó a ser víctima de la violencia de las autoridades. Por ejercer la prostitución “éramos robadas (ahora sé que eso era una desaparición forzada), golpeadas, violadas. Era un tiempo de total impunidad, un holocausto contra las personas LGBT y peor para las mujeres trans”, afirma. Valverde sufrió en muchas ocasiones los llamados “carreterazos”, que eran las redadas de los agentes, quienes las subían con violencia a sus patrullas, las violaban y las dejaban desnudas en las carreteras. Si durante el tiempo que las tenían retenidas, capturaban a un hombre acusado de algún delito, las obligaban a tener sexo con ellos. Las rapaban y les gritaban que nunca serían una mujer “de verdad”. “Hubo muchas compañeras desaparecidas”, alerta. “Si veíamos una patrulla no sabíamos qué hacer y si denunciábamos, el personal de la delegación avisaba a los patrulleros y era peor”, explica.
Estas mujeres trans denuncian directamente a Arturo Durazo Moreno, el Negro Durazo, personaje tristemente célebre, oscuro y temido jefe del Departamento de Policía y Tránsito del Distrito Federal durante el sexenio de López Portillo. Era un hombre violento y corrupto, que se tomó muy a pecho la cacería contra disidentes. A él se le achacan graves violaciones a los derechos humanos, masacres y una política de mano dura atroz, cuyos crímenes se cometían en la temida División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), conocida popularmente como Tlaxcoaque, porque la sede de la división estaba en esa plaza citadina. “Toda mi adolescencia pasé en esas celdas”, afirma Gabriela Elliot, de 66 años. Ella había dejado su casa a los 11 años, también porque su familia no la aceptaba. “Mi mamá era una mujer muy dura”, recuerda. Una noche, unas amigas la invitaron a un centro nocturno, donde estuvieron compartiendo con clientes que las invitaban a copas y pasaban el tiempo con ellas. Se quedaron a dormir en el lugar y a la mañana siguiente los agentes de la DIPD las despertaron a golpes. Un cliente del local fue asesinado y los oficiales culparon a Elliot y dos de sus amigas. A pesar de su inocencia, las condenaron a 25 años de cárcel por homicidio. Ella cumplió solo cinco años, pero el trauma aún la acompaña.
“Nos tocó vivir un sistema que nos reprimió”, dice Emma Yessica Duvali. Su vida cambió a los 13 años, cuando llegó al colegio con las cejas depiladas. El director la echó y afirmó que no habría lugar para ella en el sistema educativo. “Fui raptada a los 17 años, me raparon, me golpearon y me violaron por el delito de estar vestida como mujer”, recuerda. “A nosotras nos cortaron todas las posibilidades de un crecimiento humano por salirnos de la norma y de un sistema patriarcal y machista”, afirma Duvali. Ella, como superviviente de aquella Guerra Sucia, recuerda a otras compañeras que no vivieron para contar sus historias. “Sulma, empaquetada en una maleta; China, ahorcada en un hotel”.
Duvali escucha detenidamente a Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos, quien en el encuentro afirma que el Estado pretende “construir una verdad colectiva para rescatar las historias de personas que fueron víctimas de violaciones a sus derechos por un régimen espantoso”. El funcionario reconoce ante el auditorio las responsabilidades del Estado durante esa siniestra época, que califica de intolerante y autoritaria. Las palabras de Encinas resuenan en Duvali, quien critica a las distintas administraciones por callar los horrores que sufrieron miles de mexicanos. “Es una vergüenza para un Gobierno que habla de apertura”, afirma. Y entonces desata su furia: “No quiero que un alto funcionario me pida perdón”, su voz resuena en los pasillos del centro cultural, sale por las ventanas y llega hasta la Plaza de las Tres Culturas. “Acá deberían estar todos los culpables, López Portillo, Durazo Moreno, sus oficiales, el oficial que me detuvo, todos esos ojetes. No quiero disculpas, quiero reparación total del daño. Estas historias no pueden repetirse en este país, sea el Gobierno que sea o del partido que sea”, dice la mujer, y su indignación estalla junto a las placas y esculturas que recuerdan a los asesinados de Tlatelolco, uno de los capítulos más oscuros de la historia mexicana, que también han sido víctimas de la impunidad. Parece que esta mañana Duvali también quiere vengarlos, gritar que no están solos. “¡A mí no me sirve una disculpa pública!”.
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