La lucha de los niños de Chimalhuacán por estudiar y dejar el vertedero
Cerca de 300 menores de la comunidad de Escalerillas, que rodea uno de los basureros más grandes del Valle de México, toman clases para aspirar a una profesión distinta a la pepena
Rocío no existía hasta que cumplió 10 años. No fue hasta entonces que obtuvo su acta de nacimiento. Al poco tiempo, aprendió a leer y escribir su nombre. Para ella fue como descubrir un mundo nuevo, una vida más allá del tiradero de Escalerillas en Chimalhuacán (Estado de México). Alrededor de la montaña de desechos, de 12.000 toneladas, viven 1.000 familias, entre ellas la suya. Hoy, con 13 años, pasa la vida entre el salón de clases y el vertedero, donde esculca entre la basura para encontrar materiales que revender y así ayudar a los suyos. Pensar en un colegio cerca para los chicos de la c...
Rocío no existía hasta que cumplió 10 años. No fue hasta entonces que obtuvo su acta de nacimiento. Al poco tiempo, aprendió a leer y escribir su nombre. Para ella fue como descubrir un mundo nuevo, una vida más allá del tiradero de Escalerillas en Chimalhuacán (Estado de México). Alrededor de la montaña de desechos, de 12.000 toneladas, viven 1.000 familias, entre ellas la suya. Hoy, con 13 años, pasa la vida entre el salón de clases y el vertedero, donde esculca entre la basura para encontrar materiales que revender y así ayudar a los suyos. Pensar en un colegio cerca para los chicos de la colonia, donde todos viven en pobreza extrema, es una utopía. Y aspirar a la escolarización solo es posible gracias a la buena voluntad de las organizaciones no gubernamentales.
Los vecinos de Escalerillas nacen con las cartas marcadas. El oficio de pepenar —buscar cosas revendibles entre los desperdicios— es una herencia familiar por defecto. Pero eso no quiere decir que no exista ilusión entre los padres de que esto pueda cambiar para sus hijos. Son las 7.30 de una mañana muy fría a las faldas del tiradero. Santiago, de siete años, juega entre una pila de neumáticos y se emociona cuando escucha a los camiones de basura. Beatriz, su madre, lo agarra del brazo y cuenta: “Le gusta mucho. Dice que de grande quiere manejar uno”. Pero agrega: “Ya sabe contar en inglés. Cosas como esa te dan fe. Quiero que aspire a algo más”. Así como Santiago, poco más de 250 menores de la colonia forman parte de un programa de la Fundación para la Asistencia Educativa (FAE), que intenta escolarizar a los chicos de la comunidad.
El ambiente huele a quemado. Es el único calor que reciben las chozas de lona y aluminio que rodean el tiradero, uno de los más grandes del Valle de México. Al lado del camión que hace pocos minutos emocionó a Santiaguito hay una cruz blanca clavada en el suelo de barro. Es para recordar a un pepenador fallecido en el tiro, como le llaman los trabajadores al oficio de la basura. Janet Muñoz, de 28, ve cómo su hija Tabatita, de ocho años, espera la camioneta de FAE para ir a lo más cercano a un colegio que han tenido los niños de la comunidad, alrededor de 500. La mochilita de Lilo y Stich de la niña se mueve de lado a lado junto con sus dos trenzas. Cuando por fin se estaciona el transporte se emociona más: “¡Ya vamos a la escuela!”.
Para Muñoz, el programa de la fundación es una combinación entre ilusión y alivio: “Como mujer esto me ayuda para seguir trabajando por ella”. De no ser por la iniciativa, Tabatita tendría que esperarla en casa junto con su hermano Eidhan, de 10 años, durante 12 horas en lo que termina su jornada. Si bien le va, Muñoz volverá con unos 200 pesos (10 dólares) en el bolsillo. Chimalhuacán tiene el segundo índice de pobreza extrema más alto del Estado de México (9,2%, según las cifras oficiales). Tábata y Eidhan son una anomalía en las estadísticas. En colonias como Escalerillas, la deserción escolar es algo que se da prácticamente por hecho. No hay un dato oficial, pero basta con hablar con los vecinos para entender lo raro que es que alguien de la comunidad estudie.
Alumnos que estudian y trabajan
Cerca de 30 niños entran en la furgoneta blanca para iniciar un recorrido de unos 40 minutos para llegar al colegio. Alan Franco, director general de la Fundación, sigue con su camioneta al transporte escolar: “Lo que queremos es darles la oportunidad de decidir si quieren seguir los pasos de sus papás y sus abuelos u optar por otra opción. Es fundamental que salgan de la dinámica del basurero para aprender en el salón”, cuenta mientras maneja.
El proyecto Escalerillas tiene cuatro años. Al inicio se acercaron tres niños. Hoy en día hay 255. Pero no todos van con regularidad. Según cuenta Franco, la pandemia y el hambre han hecho que muchos chicos, como Rocío, alternen entre la pepena y las clases.
Los chicos, que van de los seis hasta los 17 años, comienzan a entrar al colegio uno por uno. La escuela es un pequeño edificio de dos plantas color turquesa. Fue rehabilitado hace poco por la Embajada de Turquía, uno de los donadores de la FAE. Del otro lado de la calle, hay un muro azul con un anuncio descolorido de un programa de la Secretaría de Educación Pública en donde aún se alcanza a leer: “Termina tu primaria”. Mientras que en el resto del país se debate si el regreso a clases debe ser presencial o a distancia, los chicos de Escalerillas nunca pararon —no hubo vacaciones como tal y el curso continuó como un campamento de verano—.
Durante los primeros meses de la pandemia, los niños tuvieron clases a un lado del basurero. Era la única manera de evitar que se interrumpiera el programa y que las familias tiraran la toalla. Sin servicios básicos en casa, la educación a distancia nunca fue una opción. Además, fue la manera más práctica para que sus padres los dejasen antes de comenzar el tiro.
Dos historias que representan a la comunidad
Dentro del colegio hay un patio con un avioncito dibujado en el suelo de cemento. Del lado izquierdo está la cafetería y del derecho tres aulas. Al fondo está la oficina del profesor Miguel Ángel Bravo, que trabaja como jefe del proyecto, profesor y chofer del transporte escolar. Su mayor ilusión sería que un exalumno visite la escuela con un trabajo fuera de Escalerillas, pero también es realista: “Cuando el hambre entra por la puerta, cosas como la educación dejan de ser primordiales”.
Cada alumno es una historia diferente. Es difícil seleccionar una sobre otra porque todas resumen la lucha diaria de los menores de la comunidad por recibir una educación. Eduardo, por ejemplo, tiene 17 años y ha cumplido su primer año en el colegio. Cuando habla muestra sus manos, llenas de ampollas y costras. Si tiene tiempo, ayuda a su mamá a buscar cosas entre la basura para vivir. Contarlo no es fácil para él y por momentos se interrumpe para suspirar. Junto con Rocío, es de los más grandes en edad en el plantel. Y desde hace poco estudia con unas tabletas que le fueron donadas a la Fundación.
Es mediodía. Ya casi es hora del descanso. Perla, la hermanita de nueve años de Rocío, se sienta un momento en la oficina del director. Es toda sonrisa. Su gorro color azul cubre su cabello negro que apenas se le nota sobre las orejas. Le gusta ser entrevistada, pero le molesta haber interrumpido la clase de matemáticas, su favorita. Ella ya lo tiene todo resuelto: “Quiero ser contadora pública”.
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