Los adultos que se comportan como adultos entienden que los niños se comportan como niños
Creo que la buena convivencia entre grandes y pequeños no consiste en tener a los chicos completamente domesticados, callados y sentados muy rectos
Yo fui un niño muy “formal”. Era silencioso e introvertido. Más que andar corriendo y berreando por ahí, sembrando el caos infantil, solía permanecer ensimismado, más atento a mis cosas que a lo que sucedía alrededor, y no era amigo de enredar con otros niños. En los banquetes y celebraciones me gustaba quedarme al lado de mi madre, con los mayores. Mientras ellos hablaban de cosas que no entendía, yo jugaba con los palillos mondadientes, creando intrincadas estructuras...
Yo fui un niño muy “formal”. Era silencioso e introvertido. Más que andar corriendo y berreando por ahí, sembrando el caos infantil, solía permanecer ensimismado, más atento a mis cosas que a lo que sucedía alrededor, y no era amigo de enredar con otros niños. En los banquetes y celebraciones me gustaba quedarme al lado de mi madre, con los mayores. Mientras ellos hablaban de cosas que no entendía, yo jugaba con los palillos mondadientes, creando intrincadas estructuras. Los mayores me revolvían el pelo y decían:
- Este Sergio, qué formal es.
Y aquel Sergio se sentía orgulloso.
No sé por qué era tan formal. Supongo que tener un padre alcohólico y problemático me hacía tener un apego ansioso y querer estar siempre pegado a mamá. Por eso no quería ir a los cumpleaños de otros niños, ni jugar con ellos, por eso siempre quería estar al lado de mamá, con los mayores. Si entonces ser formal me parecía un orgullo, visto desde ahora me parece una disfuncionalidad. Después, en la adolescencia, ya me hice bandarra, como correspondía, y lo cogí con gusto.
Me acordé de esto cuando el otro día, en estas páginas, publiqué un artículo sobre la niñofobia y la privatización de la infancia. En él trataba de reflexionar, a duras penas, sobre el encaje que tienen los niños en el espacio y la vida pública, sobre cómo están pensados los mercados o los restaurantes, sobre si las ciudades están dedicadas a la producción o a la reproducción (spoiler: para lo primero, prácticamente excluyendo lo segundo).
Muchas personas reaccionaron al texto, y muchas de ellas hicieron hincapié en un argumento muy extendido: que está bien que los niños convivan con los adultos, pero es que los padres deben tenerlos bien educados. Este argumento, que es bienintencionado porque exime de responsabilidad al niño (también se usa con los perros, por cierto), no llegó a convencerme, porque no sé en cada caso qué comportamiento le parece el deseable y el tolerable al que lo emite. Es un argumento que se queda incompleto si no sé qué es lo que cada uno espera de los niños (y de los padres que los moldean).
Entiendo perfectamente que un niño no debe ejercer ese terrorismo que algunos les achacan: está mal que anden propinando patadas a los desconocidos, escupiendo en la cara a los demás, rompiéndolo todo sistemáticamente, apalizando a otros niños. Un niño así debe ser educado, o tratado (algunos padecen trastornos propios de esas épocas). Pero sospecho que muchas de las personas que dicen que los niños tienen que estar bien educados van más allá: les molesta que los niños sean ruidosos, que correteen por ahí o que, eventualmente, generen algún destrozo. Es decir, consideran que el buen niño, el niño bien educado, es el niño “formal” que yo fui y que describo al principio.
Creo que la buena convivencia entre adultos y niños no consiste en tener a niños completamente domesticados, que estén callados, sentados muy rectos, jugando con palillos mondadientes mientras los mayores hablan de sus cosas incomprensibles. La correcta convivencia entre niños y adultos sucede cuando los adultos no se comportan como niños: es decir, cuando los adultos entienden que los niños se comportan como niños.
Es probable que parte de la violencia o el maltrato, físico o verbal, consciente o inconsciente, leve o grave, que se comete contra los niños se deba a adultos que no tienen la templanza, la madurez o el aguante necesarios para comprender que los niños son como son, y que es así como deben ser. Los adultos pueden adaptarse, solo tienen que esforzarse un poco, pero a los niños les cuesta mucho resistirse a su naturaleza, y a ella deben entregarse dentro de los límites razonables que les pongamos.
Puedes seguir Mamas & Papas en Facebook, Twitter o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter quincenal.