Carta a mi hijo con discapacidad: “Solo quiero ser un padre que valore la vida de su hijo”
Olvidamos que las cosas más importantes están al alcance de nuestra mano. Esperemos que no llegue el día en que nos arrepintamos de todos esos abrazos y besos que hemos dejado de dar
Querido Alvarete,
Hace 14 años moriste en nuestros brazos. Te tuvimos como a un muñeco de trapo los minutos —horas para nosotros— que tardó en llegar la ambulancia. Antes tuvimos que intentar reanimarte, guiados por la doctora que había al otro lado del teléfono. Parecías no reaccionar. Tu madre y yo te creímos muerto.
Nunca pudimos dar las gracias a los médicos de la ambulancia que te devolvieron a la vida. A pesar de que tu...
Querido Alvarete,
Hace 14 años moriste en nuestros brazos. Te tuvimos como a un muñeco de trapo los minutos —horas para nosotros— que tardó en llegar la ambulancia. Antes tuvimos que intentar reanimarte, guiados por la doctora que había al otro lado del teléfono. Parecías no reaccionar. Tu madre y yo te creímos muerto.
Nunca pudimos dar las gracias a los médicos de la ambulancia que te devolvieron a la vida. A pesar de que tu padrino fue como Michael Schumacher detrás de la ambulancia, para cuando llegamos al hospital La Paz los sanitarios ya te habían dejado y se habían ido. Los verdaderos héroes no buscan alabanzas, pero es un deber sagrado ser agradecido.
Desde aquella noche, tu enfermedad pasó de ser una potencial amenaza agazapada a una realidad que avanzaba a gran velocidad con todas sus huestes. Dejaste de hablar y de evolucionar en muchos sentidos, en otros nunca has dejado de hacerlo. Echo de menos cómo me llamabas y me decías: “Te tero, papá”. ¿Puedes creerte que perdí la grabación que llevaba conmigo en el móvil para levantarme el ánimo? Aún hoy no me explico cómo pude ser tan torpe, pero quizás era lo que necesitaba para seguir adelante.
Te preguntarás a qué viene recordar otra vez aquellos días. Muchos no lo entenderán, pero a mí me ayuda a poner todo en perspectiva. Me dolería olvidarlo porque me llevaría a desesperarme por tus acciones y enfadarme como si todo fuera culpa tuya; cuando nada lo es.
Tengo muy presente lo que te ocurrió, pero no puedo comprender lo que te toca vivir. Me sorprenden tus carcajadas, abrazos y caricias. Mi mente no alcanza a entender cómo es posible dar esos frutos viviendo tal calvario.
Desde que todo ocurrió, he vivido en la incertidumbre, buceando en aguas desconocidas. Me he ahogado varias veces, tantas como he revivido. He sentido miedo al dormir y alivio al despertar, pero no me he rendido, porque no me has dejado. Si tú eres capaz de sonreírme y abrazarme, cómo justificar mi rendición.
Eres mi mayor ejemplo, mi mayor motivación y mi mayor debilidad. Me muestras un espejo de dos caras, donde veo lo peor y lo mejor de mí: el cansancio y la debilidad, que no me permiten estar siempre a tu altura, y la capacidad de amarte como el primer día.
Cada día me esfuerzo por no ser un triste que ve todo negativo, pero tampoco quiero ser un loco que no acepte tu realidad, ni un soñador que viva de ilusiones. Solo quiero ser un padre que valore la vida de su hijo, en su justa y rebosante medida. Y esto no siempre es fácil, ya que a veces es más sencillo dejarse llevar por la autocompasión. Ya sabes, la cultura del “yo más”.
No puedes pretender ser perfecto, nadie lo es. Cuando fallas, al igual que cuando la vida te golpea, tienes que levantarte rápido y centrarte en el siguiente objetivo. Lo más importante es la perseverancia y no venirse abajo. Si lo consigues, triunfarás.
Ser padre no siempre es fácil; tendemos a idealizar a nuestros padres y, al no vernos reflejados en esa elevada realidad sobre las personas que más queremos, puede llevarnos a bajar los brazos. Lo importante de los objetivos es que sean realistas y no idealistas.
Nos creemos muy importantes y muy listos, yo el primero, lo que nos lleva a pensar que todo lo bueno que nos pasa es gracias a nosotros y que todo lo malo es culpa de los demás o de la mala suerte; cuando tendríamos que ser más conscientes de que sale el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos.
Tu enfermedad ocurrió, no es culpa de nadie. De nada serviría buscar culpables o compadecerse por la mala suerte. No te devolvería la salud, pero sí podría quitárnosla. Al igual que cuando nos pasan cosas buenas, muchas, no buscamos en un actor externo la culpa, cuando quizás aquí sí que deberíamos ser más perspicaces. Por una cuestión de puro egoísmo, deberíamos aprender a alegrarnos más y a ser más agradecidos, pues así seríamos más felices.
Imagina que el último día de tu vida te concedieran un deseo, tu último y más importante deseo, después todo se acaba. ¿Qué pedirías? ¿Dinero, fama, poder? ¿O pedirías reconciliarte con tu padre, hermano o amigo? ¿O tener la oportunidad de decir “te quiero” o abrazar por última vez a un ser querido? Olvidamos que las cosas más importantes están al alcance de nuestra mano. Esperemos que no llegue el día en que nos arrepintamos de todos esos abrazos y besos que hemos dejado de dar.
Te quiero.
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