Día Internacional de las Personas con Discapacidad: así nos sentimos los padres cuando cuestionan la vida de nuestros hijos con discapacidad
Mi hija Claudia, de ocho años, tiene síndrome de Down y aprende muy despacio. Hay muchos que se creen con derecho a debatir sobre si su existencia tiene o no sentido. Los padres de estos menores necesitamos más apoyos a todos los niveles
Este sábado 3 de diciembre se celebra el Día Internacional de Personas con Discapacidad. Un día tan bueno como cualquier otro para hablar de mi hija. Tengo una hija con síndrome de Down y un alto grado de dependencia. A sus ocho años no habla, y, posiblemente, no lo haga nunca, aunque se comunica y se hace entender por otras vías, como el lenguaje bimodal —se vale de los signos (que no de la lengua de signos) acompañados de emisión oral—. Mi hija Claudia comenzó a caminar a los cuatro años, cuando sus problemas de salud le dieron un poco de tregua. Aprende muy despacio, a un ritmo propio que s...
Este sábado 3 de diciembre se celebra el Día Internacional de Personas con Discapacidad. Un día tan bueno como cualquier otro para hablar de mi hija. Tengo una hija con síndrome de Down y un alto grado de dependencia. A sus ocho años no habla, y, posiblemente, no lo haga nunca, aunque se comunica y se hace entender por otras vías, como el lenguaje bimodal —se vale de los signos (que no de la lengua de signos) acompañados de emisión oral—. Mi hija Claudia comenzó a caminar a los cuatro años, cuando sus problemas de salud le dieron un poco de tregua. Aprende muy despacio, a un ritmo propio que solo ella marca, y que es acompañado desde su colegio, donde se siente una más entre sus iguales y disfruta de sus amigos, también con discapacidad.
Es una niña muy feliz y muy querida. De hecho, creo que de mis tres hijos es la que roza más a menudo esa sensación de plenitud. Le basta con dar o recibir un beso para emocionarse. Le sobra con compartir manta en el sofá para expresar que no puede haber nada mejor.
Sin embargo, a menudo, muchos se creen con derecho a debatir sobre si su existencia y la de otros niños como ella merece o no la pena. Si es un “castigo” y un “padecimiento” (sic) para los que los rodeamos. Sucede cada vez que salta una noticia, y con ella el revuelo público, acerca de la diferente protección legal de la vida de estas personas en relación con las que no tenemos discapacidad.
Esta misma semana se ha sabido que un tribunal británico había desestimado la demanda presentada por una joven con síndrome de Down y por la madre de un hijo con esta condición, en la que pedían acabar con esta desigualdad en el Reino Unido. Una disparidad que permite, y así lo ha refrendado su Tribunal de Apelación, evitar el nacimiento de un bebé con esta trisomía hasta el mismo momento del parto. Como reacción a este dictamen, las redes sociales se han llenado estos días de padres que, indignados, han mostrado imágenes de sus hijos con síndrome de Down recién nacidos. Pero esa amarga reivindicación también ha estado acompañada del juicio ajeno y atrevido de los que se arrogan la capacidad para juzgar si la existencia de nuestros hijos tiene o no sentido. Como si estuviesen comentando, sin más implicaciones, la alineación de un partido de fútbol o el último vídeo viral.
Por desgracia, no es un hecho aislado. En septiembre era el Tribunal de los Derechos Humanos de Estrasburgo el que fallaba a favor del Consejo Audiovisual francés, que había solicitado la retirada de la campaña televisiva Dear Future Mom, donde se mostraba la felicidad de niños y adultos con síndrome de Down. Ante la denuncia de que esas imágenes podían herir susceptibilidades en algunas mujeres, la campaña se retiró y el alto tribunal europeo ha fallado ahora que la decisión fue adecuada.
¿Alguien puede imaginar el dolor de los padres que ven continuamente cuestionada la existencia de sus hijos (con discapacidad)? ¿La impotencia al intentar transmitir que la dignidad no depende del número de cromosomas?
No comparto la romantización con la que, a veces, se aborda públicamente la discapacidad, pues esta plantea muchos retos. En nuestro caso, la gran dependencia de nuestra hija está ligada a renuncias, a esfuerzo e incluso a dolor. Pero nada de eso resta un ápice al valor inmenso de su vida. Una vida que es juzgada desde fuera por personas que solo parecen asomarse a la esquina de un espejo deformado por sus propios prejuicios y miedos. Que son incapaces de pensar que en el transcurso de la historia de todas las personas hay circunstancias vitales inesperadas y delicadas. Y, sobre todo, que no ven el enorme privilegio que supone experimentar un amor tan intenso y tan puro.
Hay niños, como nuestra hija Claudia, pero también muchos otros, que avanzan a una velocidad impensable hace años. Que son totalmente autónomos, que trabajan, que organizan planes con sus amigos, que tienen pareja… ¿Dónde está la incapacidad? ¿Dónde la condena? ¿Dónde el castigo?
Los padres de hijos con discapacidad necesitamos más apoyos, muchos más. A todos los niveles. Ahí está el verdadero foco de la cuestión. Pero lo que seguro no necesitamos es que se cuestione la vida de nuestros hijos como si fuera de segunda. No lo es. Y produce una gran pesadumbre cuando públicamente se nos somete a ello; se les somete a ello.
Mi hija Claudia es feliz. No obstante, a pesar de mis palabras, habrá gente que lo siga negando. A ellos les pido respeto. Que la vida de tantos como ella no se convierta en reclamo de disputas en las redes sociales. Que no haya debate. Que se abstengan de cuestionar públicamente su extraordinaria y admirable existencia.
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