Jordi Royo, psicólogo: “Ante una situación de policonsumo de sustancias en adolescentes los padres tienden a la incredulidad”
Los casos de ansiedad, depresión y trastornos de conducta alimentaria en la población juvenil han aumentado tras la pandemia, junto al consumo de sustancias tóxicas. Las familias pueden percibir que el menor tiene un problema porque empieza a expresar irritabilidad o se desmotiva en el instituto
Los efectos de la pandemia sobre la salud mental siguen haciéndose notar. La ansiedad, la depresión, los trastornos de conducta alimentaria, la violencia filioparental, el consumo de sustancias tóxicas, las autolesiones e incluso los intentos de suicidio se han disparado en los últimos meses, aumentando la demanda asistencial entre los jóvenes de 11 a 19 años, ...
Los efectos de la pandemia sobre la salud mental siguen haciéndose notar. La ansiedad, la depresión, los trastornos de conducta alimentaria, la violencia filioparental, el consumo de sustancias tóxicas, las autolesiones e incluso los intentos de suicidio se han disparado en los últimos meses, aumentando la demanda asistencial entre los jóvenes de 11 a 19 años, según afirman desde Amalgama7, entidad especializada en la atención terapéutica y educativa para adolescentes con comportamientos de riesgo, trastornos conductuales y otras patologías. Unos números explícitos que afectan al conjunto de la sociedad, como recoge el Plan de Acción 2021-2024 Salud Mental y Covid-19 presentado por el Gobierno en octubre del pasado año: el 10% de la población española consumió tranquilizantes, relajantes o pastillas para dormir durante la pandemia, el 4,5 % antidepresivos, y una de cada cuatro personas entre 15 y 29 años ha consumido psicofármacos en el último año, según la Federación Empresarial de Farmacéuticos Españoles, FEFE. Por eso, saber reaccionar como padres ante cualquiera de estas situaciones es de vital importancia.
Los síntomas que pueden implicar un consumo de sustancias son numerosos, y por eso conviene ser capaz de reconocer cualquier cambio de comportamiento en la conducta del joven. Si, por ejemplo, empieza a verse una tendencia a la irritabilidad, al conflicto familiar o al malestar emocional; si se desmotiva en sus tareas escolares o domésticas; o si incumple regularmente sus horarios. El psicólogo Jordi Royo i Isach (Berga, 63 años) añade otras señales de las que se debe estar alerta: “Si se distancia de sus amigos de siempre y se relaciona con otras personas sobre las que hay sospechas o evidencias objetivas de que son consumidoras [de sustancias], si desaparecen psicofármacos del botiquín familiar o si se aprecian con frecuencia síntomas de sueño excesivo, mareos o inestabilidad motriz”, enumera el también director clínico de Amalgama7, que celebró el pasado 10 de noviembre la jornada Adolescentes, familias y salud mental: las secuelas de la pandemia. Todo lo relacionado con el dinero también es importante: si el joven parece disponer de cantidades excesivas; si gestiona mal su asignación y pide más constantemente; o si realiza hurtos de efectivo o de otros bienes, ya sea en casa, en la escuela o en cualquier otro contexto social.
“En general, cuanto más tiempo se alargue el periodo de policonsumo más se precisará en la recuperación”, esgrime Royo. Según la experiencia acumulada en Amalgama7 tras más de 7.500 historias clínicas, las familias tardan en pedir ayuda una media de dos años: “Las madres y los padres tienden inicialmente a la incredulidad, a la negación o a creer que se trata de comportamientos pasajeros típicos y propios de la adolescencia. Y posteriormente, cuando los problemas de sus hijos se agravan, tienden al malestar emocional, al sentimiento de fracaso personal y a la búsqueda de los culpables y de las malas influencias“, explica. Ubicarse en cualquiera de los dos extremos (ser padres sobreprotectores o excesivamente permisivos) es contraproducente a la hora de actuar frente a un posible policonsumo, ya que, cuando el abuso de drogas se alarga en el tiempo y tiende a cronificarse, “las consecuencias adversas suelen ser polidimensionales, es decir, biopsicosocioeducativas y legales, así como de deterioro familiar”, añade el experto.
Líderes en el consumo de psicofármacos
Las cifras mencionadas incluyen todo tipo de consumo, desde el experimental al ocasional, el circunstancial, el habitual y el adictivo. “Se trata de proporciones bastante relevantes, y el problema es que no parecen unos datos coyunturales sino estructurales”, afirma Royo. “Cuando una persona se acostumbra a tomar una pastilla para dormir, difícilmente dejará de tomarla; lo más probable es que, con el tiempo, consuma dos o incluso otra medicación con un principio activo más intenso”. España ha vuelto a liderar el consumo legal de benzodiazepinas, con más de 5,1 millones de tratamientos, y la generación actual de adolescentes, explica, es la que más psicofármacos consume de forma lícita, una consecuencia natural del aumento de diagnósticos mencionado. Sin embargo, también se ha incrementado su uso ilícito.
¿El motivo? Por un lado, una vivencia general de malestar que ha hecho que la sintomatología por depresión de los jóvenes entre 14 y 18 años haya subido un 54,7% y la de la ansiedad en casi un 40%, según un estudio de la Agencia Estatal de Salud Pública. Y, por otro, un creciente uso recreativo: “Se está generando una cierta cultura que va penetrando en estas capas de jóvenes y adolescentes, y que considera que tomar un hipnosedante o un psicoestimulante puede estar bien, porque te vas a encontrar mejor o te va a ayudar a pasártelo bien”, sostiene Royo. “Por ejemplo, hay un cierto tráfico de metilfenidato, que se da a los chicos y chicas diagnosticados de Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad, más conocido como TDAH. Para ellos, se trata de una medicación que facilita su capacidad de concentración; pero para otros es un psicoestimulante con un efecto muy parecido a las metanfetaminas que sirve para alargar la fiesta, para estar más activo y menos somnoliento”.
Las consecuencias de este consumo, añade Royo, son, sobre todo, de tipo psicosocial, y serán más graves cuanto más se normalice el consumo. Un efecto que depende, en parte, del propio metabolismo de cada persona, aunque también hay que contar con el riesgo de sobredosis, ya que el consumo de psicofármacos suele ir acompañado de otros como alcohol o derivados del cannabis. Por ejemplo, cuando se toma alcohol y benzodiazepina (ambos depresores), los efectos se van a catapultar. Y luego están los psicológicos: cuando una persona va aprendiendo que las drogas son fiesta, y que no hay fiesta sin drogas, va desarrollando una identidad de consumidor. “Y en este ‘yo consumo’ podrás evolucionar (o no) hacia la adicción, pero en cualquier caso también te vas relacionando con otras personas que tienen tu mismo comportamiento. Frente al ‘es que todo el mundo fuma porros...’ hay que recordar que no es cierto, pero es que tú te acabas relacionando con quienes fuman; y algo parecido ocurre con los psicofármacos”, esgrime Royo. “Y esto puede también aumentar la distancia familiar, las crisis de convivencia y comunicación con los padres y tendrá efectos desde un punto de vista escolar”.
Para el director de Amalgama7, vivimos en una cultura donde cualquier dolencia, adversidad o malestar emocional se tiene que tratar con un psicofármaco. “¿Por qué la mayoría de la gente fumaba en los años ochenta y noventa? Porque formábamos parte de una cultura donde el tabaco y el alcohol estaban publicitados por todas partes y en la que, cuando te hacías mayor, lo normal era preguntarle a tu padre y a tu madre cuándo podrías fumar. Yo le pregunté a mi padre y me dijo que a partir de los 14 años, por ejemplo... Fumar y beber era considerado de hombres”.
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