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Carta a mi hijo con discapacidad: una sonrisa de domingo, un simple gesto que devuelve la luz

Ojalá fuéramos todos conscientes del superpoder que tenemos cuando sonreímos o decimos unas palabras agradables a los que nos rodean

El otro día estaba desayunando después de una noche dura —más bien, de una temporada—. Tenía la cara de circunstancia, la cabeza gacha, una taza de café humeante entre las manos y la mirada perdida. Tú estabas en el salón con tu madre, que hacía por entretenerte mientras me daba tiempo a recuperarme. Entonces se despertó tu hermana pequeña, Inés. Pasó por el salón, os dio los buenos días y terminó en la cocina, donde estaba yo… al menos físicamente. Se me quedó mirando y me dijo: “¿Sabes, papá? A mamá le cambia la cara cuando la llamas princesa”. Dejó su peluche encima de la mesa, se preparó su vaso de leche y se puso a desayunar como si tal cosa.

Al principio no respondí, no reaccioné. Por la noche, ya metido en la cama, vino tu madre a darme el beso de buenas noches —esa noche dormía contigo—, y en ese instante recordé lo que me había dicho Inés por la mañana. Me vino a la mente como una frase olvidada que, de pronto, cobraba sentido. Pensé: “Esta es la mía”. La miré con cara de seductor (por decir algo) y, con la voz más melosa que pude (un desastre), le dije: “Me han dicho que te cambia la cara cuando te llamo princesa”. Le sonreí y le guiñé un ojo. Su reacción inicial fue reírse, llamarme tonto e irse, pero, al cabo de un rato, volvió, me dijo que me quería, me dio un beso…

Inés, con solo nueve años, esa mañana se dio cuenta de muchas cosas. Tal vez de forma natural, sin buscarlas, pero las percibió. Primero vio a su madre detrás de ti, agotada, a primera hora de un domingo frío de otoño. Luego vio a su padre, derrotado, en la cocina. Y decidió solventar dos pájaros de un tiro: ayudar a que su madre sonriera —menuda cara debía de tener la pobre— y darle un propósito a su padre para ponerse en marcha.

No lo consiguió inicialmente. No fui capaz de entender en ese momento lo que estaba pasando. Estaba tan centrado en mi cansancio y en mi desgracia que no veía más allá. Pero plantó una chispa en mí, que posteriormente encendió un fuego. Ese fuego nos provocó, a tu madre y a mí, una sonrisa, un momento de felicidad, y, sobre todo, recuperó esa esperanza que tanta falta nos hace. También me recordó por qué sigo llamando princesa a tu madre después de 25 años. Y no solo es porque lo sea o porque le provoque una sonrisa. Es, sobre todo, porque quiero que tus hermanas vean que sus padres siguen tratándose con cariño, a pesar de la vida tan complicada que, por momentos, nos toca vivir.

Esto es lo más importante, y algo que a veces olvido. Afortunadamente, tengo interiorizadas muchas cosas en mi cerebelo, que hago de forma automática, por inercia: llamar así a mi compañera de viaje, no levantarle la voz, aunque a veces tenga ganas, o estar siempre dispuesto a echarle una mano, aunque no me apetezca. Pero viene bien, de vez en cuando, recordar por qué haces esas cosas, para así poder volver a hacerlas de manera consciente y no robótica.

Tus abuelos no son muy habladores. No son de dar discursos ni de decirte qué tienes que hacer. Conmigo nunca lo hicieron. Pero me enseñaron grandes lecciones de vida, sobre todo en lo que se refiere al amor en pareja. Nunca los he visto enfadarse, ni una mala cara, ni llevarse la contraria en público. Seguro que habrán tenido sus momentos malos, sus discrepancias, pero siempre han seguido unas reglas del juego que hacen que cualquier problema pueda resolverse. Quizás este es el problema de muchos matrimonios: que pierden ese cuidado mutuo. Y cuando se libera la tapa del reproche, cuando se dejan atrás las formas y se pierde el trato cariñoso, ya es muy difícil volver a meter en el frasco el aroma del amor.

Conozco tantos matrimonios cuidadores de enfermos crónicos que sufren en silencio… atrapados en vidas difíciles, sin descanso y sin esperanza. La valla del amor se rompe por tanto dolor, cansancio, agotamiento… y, en un descuido, se cuela el toro de la indiferencia, que embiste sin piedad. Después, reconstruir esa valla es casi imposible.

Ojalá fuéramos todos conscientes del superpoder que tenemos cuando sonreímos o decimos unas palabras agradables a los que nos rodean, que pueden estar sufriendo en silencio. Como Inés, todos podemos encender esa chispa que devuelve la sonrisa y, sobre todo, la esperanza a quienes la han perdido. Y es que, como recordaba Cicerón, no hemos nacido solo para nosotros mismos. Inés, con tan solo nueve años, lo entendió mejor que muchos adultos: supo mirar más allá de sí misma y regalarnos un momento de verdad, de conexión, de amor. No fue solo una frase inocente; fue un acto de generosidad profunda, un recordatorio de que la ternura también es una forma de valentía y de que, incluso en los días más oscuros, un simple gesto puede devolvernos la luz.

Gracias a ti, Alvarete, hemos aprendido una nueva forma de mirar. Tu vida nos impulsa a estar atentos, a escuchar y a agradecer los gestos más pequeños. Esa mañana de domingo, sin tú saberlo, estabas en el centro de ese momento de luz. Porque sin tu lucha, sin tu fragilidad, ninguno de nosotros habría aprendido a ver la belleza en lo simple.

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