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¿La infancia de ahora es mejor que la de antes?

Los adultos de hoy crecieron como un apéndice de sus padres, una infancia adultocéntrica la llamarían los expertos, donde se obedecían las reglas sin rechistar. En cambio, los niños ahora son el centro de todo

Después de 10 años como padre escribiendo aquí sobre crianza, creo que le he dedicado unas cuantas horas a reflexionar sobre cómo nos lo montamos ahora los adultos con criaturas. Muchas veces, acabo comparando lo que viven mis hijos con la infancia que tuve yo en los ochenta, ahora bañada con un filtro de nostalgia muy benévolo. Y me pregunto: ¿los niños de ahora son demasiado afortunados porque todo lo tienen fácil, rápido e ilimitado? ¿O, en el fondo, nos fue mejor a nosotros, porque crecimos practicando la paciencia y valoramos mucho más todo lo que hemos conseguido? No hay una respuesta válida, pero te presento una comparativa para que juzgues tú mismo.

Empiezo por lo que les preocupa a los niños privilegiados de las últimas décadas: ver la tele. Los dibujos animados los teníamos reservados un ratito después de clase y las mañanas del fin de semana. Seguir una serie de inicio a final, con cambios de programación constantes, era una tarea hercúlea, por mucho que consultaras la revista TP (me siento viejo recordando el Teleprograma). Por ejemplo, yo no me traumé por la muerte de David el gnomo porque nunca vi el capítulo. Por lo tanto, me fascina que mis hijos tengan al alcance de un botón (y de mi tarjeta de crédito para suscripciones, claro) un amplísimo porcentaje de todo el contenido infantil y juvenil del último medio siglo, perpetuamente a su alcance (a menos que la plataforma lo retire del menú de manera traicionera).

Las vacaciones solían ser en un pueblo, muchas semanas, con poco glamur y días llenos de rutina y aburrimiento, porque viajar en avión costaba un dineral, y tampoco nadie quería ver tu álbum de fotos vacacionales. De hecho, eso era el horror más temido. En cambio, los niños de ahora tienen vacaciones internacionales, llenas de estímulos y fotos para compartir en redes, como si los padres compitieran por ver quién se gasta más y consigue más sonrisas infantiles.

Para comunicarnos, tirábamos de teléfono fijo, ese que te dolían los dedos si tenías que marcar mucho, y con cada llamada cobrada. Lo peor era no saber quién te contestaría al otro lado y tener que hablar con varias centralitas familiares hasta que se ponía tu amigo o tu familiar. Explícales eso a una generación que teme las llamadas y que pueden ponerse en contacto con casi cualquiera, a cualquier hora y a cualquier distancia, con tarifas planas, irrisorias. Tanto marcar los números hizo que aún nos sepamos de memoria esos fijos, pero hoy en caso de emergencia sin nuestro smartphone quizá seríamos incapaces de recordar cinco contactos actuales. Y me gustaría pensar que, por cansados que estemos con la crianza, seguimos teniendo una capacidad de memorización y retención de datos bastante útil.

Sobre la alimentación que tanto vigilamos ahora con los hijos, nosotros crecimos sin tanta conciencia nutricional, merendando bollicaos, pan con azúcar, triangulitos de pan con Nocilla o paté, preparados normalmente con material del horno tradicional de toda la vida. Nuestros hijos pueden crecer con más claridad nutricional, sabiendo leer etiquetas y revelar los secretos que esconde el lado oscuro de los ultraprocesados, pero antes de que se den a la kombucha y a los aguacates tienen tanta oferta disponible que les será más complicado escapar de la cada vez más creciente pandemia de obesidad mundial.

El mayor cambio generacional, quizá, está en cómo se vive la crianza. Nosotros crecimos como un apéndice de los padres, una infancia adultocéntrica la llamarían los expertos, donde obedecíamos las reglas sin rechistar demasiado. Sin necesidad de golpe de zapatilla, teníamos un cierto respeto por los adultos de nuestra vida, ya fuera padres, abuelos, profesores o el bedel de la escuela. Nuestros hijos, en cambio, son el centro de todo, validamos tanto sus emociones de manera respetuosa para que no tengan trauma que al final crecen con libertad total, les tenemos en cuenta para planes, horarios, menús… para que no se aburran ni se frustren demasiado.

Además, estamos a su servicio casi como mayordomos y repartidores de comida a domicilio, aguantando en la mano su mochila y su merienda mientras juegan, por si necesitan un refrigerio. Y documentamos su existencia día a día con centenares de fotos y vídeos que compartimos con los demás para que vean cómo crecen nuestros espléndidos cachorros humanos. Que sí, sigue habiendo padres que se sientan en la terracita a tomar sus cervezas mientras van mirando alguna vez hacia el parque, pero, en general, les acompañamos más con nuestra presencia y entusiasmo.

Y, sobre todo, podamos conciliar o no, tenemos clara conciencia de que tan importante es proveer como estar, que es vital pasar tiempo con nuestros hijos. Tiempo de calidad si puede ser, o al menos el suficiente tiempo para que se nos quejen de que les hacemos demasiadas preguntas sobre sus sentimientos y emociones.

Los efectos de esta nueva crianza quizá tardemos unos años en sufrirlos o apreciarlos como sociedad. Así que no sé si nuestra infancia fue mejor o no. Pero lo que está claro es que nosotros la vivimos como niños y por eso la recordamos más relajada que la crianza que ejercemos como padres.

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