Las brechas de género contra Trump

A la falta de apoyo por parte de las mujeres al actual presidente se suma la aparente erosión del voto masculino en los Estados que le dieron la victoria en 2016. Las dos tendencias simultáneas retratan un país donde arraiga la lucha por la igualdad, pero el machismo sigue decidiendo elecciones

Una protesta en Washington, el pasado 17 de octubre.DANIEL SLIM (AFP)

48%, 43%, 43%, 39%: Bush, McCain, Romney y finalmente Donald Trump han logrado atraer a una proporción cada vez menor de las mujeres. En lo que llevamos de siglo, han recorrido una escalera descendiente alejándose del Partido Republicano. Según todas las encuestas, en 2020 bajará un peldaño más: hasta el 37%. Mientras, los hombres preferirán a Trump, pero, y esto es crucial, lo harán por un margen sustancialmente menor al de 2016...

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48%, 43%, 43%, 39%: Bush, McCain, Romney y finalmente Donald Trump han logrado atraer a una proporción cada vez menor de las mujeres. En lo que llevamos de siglo, han recorrido una escalera descendiente alejándose del Partido Republicano. Según todas las encuestas, en 2020 bajará un peldaño más: hasta el 37%. Mientras, los hombres preferirán a Trump, pero, y esto es crucial, lo harán por un margen sustancialmente menor al de 2016: apenas dos puntos, cuando entonces le dieron la elección por nueve de diferencia. Ambos hechos corresponden a las dos maneras en las que se activa el género para ponerle a Trump las cosas más difíciles que en la elección anterior, cuando de hecho se benefició de ser el primer hombre (blanco, mayor) que competía contra una mujer por la presidencia. Esta vez, su rival es otro hombre (blanco, mayor): pierde la ventaja del machismo, y se lleva una penalización mayor del voto femenino.

Este doble fenómeno se observa mejor cuando bajamos al nivel en el que realmente se decide la presidencia: en los Estados clave, los que todavía no están totalmente decididos, la penalización de las mujeres hacia Trump nunca es escasa, pero es en cualquier caso siempre menor a la media nacional. Incluso en New Hampshire o en Iowa, lugares en los que podría encajar el modelo de mujer blanca conservadora que podría estar más cerca de las posiciones del Partido Republicano, pero se sienten alejadas por el perfil de un candidato eminentemente sexista y alejado de la brújula moral que se le presuponía a sus antecesores.

Este es uno de los estereotipos con los que han jugado tanto los análisis de prensa como la campaña demócrata, retratando a Biden como el católico moderado de Nueva Inglaterra que es. Pero parece poco probable que las votantes hayan adquirido nueva información respecto a un candidato que enfrentó (y enfrenta aún hoy) acusaciones de abuso, grabaciones que dejaban poco lugar a la interpretación, y un tono de desprecio cargado de machismo nada disimulado contra Clinton. Resulta más plausible, por tanto, la hipótesis alternativa, la de la escalera: Trump solo es un paso más (uno bastante ruidoso) en el alejamiento de las mujeres tanto del estereotipo de votantes conservadoras como de quien las pretende retratar como tal, una suerte de caricatura unidimensional a la que este año Trump le dice “salvé tu vecindario”.

Ahora bien, la importancia de este proceso en la paulatina caída del apoyo al candidato a la reelección es relativa, variando en cada uno de los Estados clave. Tomando exclusivamente aquellos que sí cayeron del lado republicano en 2016 (siendo por tanto decisivos en la victoria roja, y necesarios para repetirla), y comparando los cambios estimados por las encuestas a día de hoy entre mujeres y entre hombres, resulta que solo en Florida se cumple que el voto femenino caiga más para Trump, y suba más para los demócratas, que el masculino.

En Ohio, Pensilvania y Wisconsin la tendencia a la baja de los hombres entre los republicanos (y al alza con Biden) es mayor que la de las mujeres. En Iowa, Michigan y Carolina del Norte, la evolución es más pareja. En los tres las mujeres se alejan más de Trump, pero en los tres también se acercan más a Biden. Esta diferencia territorial ilumina a la perfección la contradicción entre un país donde el voto de las mujeres se aleja de posiciones conservadoras, y el de los hombres solo es capaz de hacerlo significativamente cuando el candidato es uno de los suyos.

👩🏽‍💼 Las mujeres de Florida

En el tercer Estado más poblado de la Unión y el más grande entre los decisivos Trump ganó entre los hombres pero perdió entre las mujeres, como en el resto en 2016. Hoy se espera que vuelva a pasar lo mismo, pero a la vez de una manera muy distinta: la brecha de voto entre las mujeres se ha ampliado espectacularmente, reduciéndose también entre los hombres, pero bastante menos.

En Florida, apenas unas decenas de miles de votos suelen decidir los resultados. Este año, esas decenas de miles pueden ser perfectamente de origen puertorriqueño, por ejemplo: un 69% de las mujeres con ancestro en la isla piensa votar por Biden según una reciente encuesta de la firma Equis Research, especializada en el voto latino demócrata. La cifra contrasta fuertemente con las cubano-estadounidenses: apenas 35%.

Es en esta super-segmentación del voto donde se juega Trump la derrota. Por ejemplo, en el subgrupo de las estadounidenses de origen Puerto Rico, predomina la percepción de que Biden puede manejar “mucho mejor” las cuestiones de provisión de salud (57%) y gestión del proceso migratorio (55%), cuando entre el conjunto de votantes latinos estas cifras se paran en el 42%-43%. El manejo presidencial de la pandemia en 2020 y de la frontera en años anteriores puede ser suficiente para volcar el enorme Estado de pequeño margen de victoria.

👷🏻‍♂️ Los hombres del Cinturón de Óxido

Más allá de Florida, es el cuarteto Pensilvania, Michigan, Ohio y Wisconsin en el que se centró el relato postelectoral para explicar el triunfo de Trump. Un relato que tenía en los hombres blancos de clase trabajadora, sin estudios universitarios, su piedra angular. Claro, que con lo exigua que fue su victoria en todos ellos, cualquier relato encaja: también el de las mujeres blancas en zonas suburbanas. Uno puede escoger cualquier subgrupo demográfico que sume 50.000 votantes y atribuirles el mérito de la inesperada victoria republicana. Pero si nos atenemos a las grandes tendencias lo cierto es que, en un lugar como Pensilvania, Clinton le sacó 13 puntos entre las mujeres a Trump, pero este logró hasta diecisiete de ventaja sobre su rival entre los hombres.

En el antiguo Cinturón de Acero (Steel Belt), hoy rebautizado como Cinturón de Óxido (Rust Belt) por el declive de sus otrora exitosas industrias que daban trabajo industrial a millones de hombres, muchos de ellos votaron a Donald Trump dando la bienvenida a una combinación ideológica de conservadurismo social y proteccionismo económico. En ese espectro que no representa perfectamente la élite de ninguno de los dos grandes partidos (los demócratas son progresistas en ambas dimensiones; los republicanos, conservadores en las dos) se encontraron con un millonario que prometía empleos de vuelta.

El millonario no cumplió, y de hecho una crisis sin precedentes derivada de una pandemia le dificultó aún más una labor que para muchos economistas se antojaba inviable: deshacer la globalización y la automatización de tareas industriales. Una manera de leer la notable caída de Trump entre los hombres del Noreste y Medio Oeste es por tanto como un castigo a una promesa no ejecutada.

Hasta ahí llega la interpretación más bien benévola del aparente vuelco. Pero se puede (y se debe, para entender el fenómeno) llevar más allá: en 2016, la rival de Trump era una mujer. Una, ciertamente, muy asociada con la élite de Washington. Pero el presidente lo estaba con la de Nueva York como poca gente en el país. Ahora, su adversario es, efectivamente, un hombre de más de setenta años que ha construido su carrera política en un entorno político marcadamente masculino. Tanto en la capital, creciendo a base de pactos senatoriales en una época con escasa presencia femenina en los despachos del Capitolio, como sobre el terreno: sindicatos, fábricas y empatía. Una clásica trayectoria del siglo pasado. Clinton, en contraste, es una mujer que tuvo que superar el peso de su apellido, de ser Primera Dama antes que senadora y Secretaria de Estado, y lo hizo a través de la especialización: roles de género, datos y élites intelectuales. La politóloga Berta Barbet me indica que la filósofa australiana Kate Manne ha expuesto cómo este contraste interpretado bajo una óptica sexista, que atribuye el poder y la competencia en el mismo a los hombres, puede dar un empuje a quien compita contra una mujer por la presidencia. Parece que, al menos entre los hombres del Cinturón de Óxido, esa fue parte de la historia de la victoria de Trump, y si se cumplen las encuestas actuales puede explicar esa misma porción de su eventual derrota.

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