Siria celebra un año sin la dictadura de El Asad entre la ilusión y la inquietud
El Gobierno recupera las libertades y reintegra el país en la escena internacional, pero tiene aún retos inmensos, como la seguridad, el miedo de las minorías y la recuperación económica, con un 90% de la población bajo el umbral de la pobreza
El pastor Abu Jaled bebe té con su familia frente a su casa en un terreno entre el pueblo de Deir Yamal y la base aérea de Mennagh, en el norte de Siria. Antes, cuenta, no se atrevía a juntarla, ...
El pastor Abu Jaled bebe té con su familia frente a su casa en un terreno entre el pueblo de Deir Yamal y la base aérea de Mennagh, en el norte de Siria. Antes, cuenta, no se atrevía a juntarla, por miedo a que un bombardeo los matase a todos y “borrase para siempre el apellido”. “Ya no siento algo que se parezca a la palabra miedo. Muchas veces nos sentábamos aquí mismo, empezábamos a comer, oíamos disparos o veíamos los aviones por encima, y ordenaba separarnos. Los niños se abrazaban a nuestras piernas, medio en juego. Yo pensaba para mis adentros: ‘Hacedlo, pero no os puedo proteger”.
Es la Siria que odiaba al régimen de Bachar el Asad y a sus aliados, y que celebrará este lunes el primer aniversario de la ofensiva relámpago que lo derrocó en apenas 11 días, sorprendiendo a un mundo que comenzaba a tratarlo como virtual vencedor. Se prevé que millones de personas lo festejen a última hora del día en las plazas del país, convocadas a “completar la historia” y a “construir la patria, hombro con hombro”, como rezan los carteles publicitarios o los mensajes de texto enviados masivamente a los teléfonos móviles.
Algunas ciudades, como Hama, Alepo u Homs, ya han dejado concentraciones masivas, recordando su liberación durante el raudo avance rebelde. En Damasco, el ambiente es de celebración desde hace días. Se ve a niños y adultos comprando banderas, bufandas o pegatinas con la bandera nacional, con los mismos colores, pero tres estrellas, en vez de dos. En el zoco de Damasco, el miedo de la dictadura ha dado paso a la venta de calcetines burlándose del largo cuello de Bachar el Asad o de su temido hermano Maher (ambos en Moscú), al que dibujan como “rey del captagón”, la droga con la que convirtió Siria en un narcoestado y cuyas fábricas vienen desmantelando las nuevas autoridades. Hasta la compañía telefónica MTN ha lanzado un paquete especial, hasta el próximo martes, de gigas y llamadas a precio reducido “con motivo del aniversario de la liberación”.
No es casual que los mensajes ―como “Siria es una”― giren en torno a la unidad, porque es justo lo que falta. Otra parte, más silenciosa, no celebrará. En el noreste, las Fuerzas Democráticas Sirias (la alianza liderada por las milicias kurdas) controlan el 25% del territorio y han prohibido las concentraciones. En teoría rige un acuerdo con el Gobierno de Damasco, pero el río Éufrates en la práctica se ha convertido en una suerte de línea de frente. Tampoco celebrarán muchos en la drusa Suweida o en la costa alauí. Además, en el suroeste, el ejército israelí controla una nueva franja de territorio (ya ocupaba los Altos del Golán desde la Guerra de los Seis Días de 1967), desde la que lanza redadas semanales en un radio de 15 kilómetros e impone que el ejército sirio no se despliegue al sur de la capital. El Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés) aprovecha para incrementar sus ataques.
La cabida de todos en la nueva Siria, la seguridad y, desde luego, la devastada economía son aún retos inmensos. La reconstrucción de casi 14 años de guerra, que dejó a la mitad del país refugiada o desplazada, se calcula en 200.000 millones de dólares [unos 172.000 millones de euros]. Un 90% de la población (de un total de 25 millones) vive bajo el umbral de la pobreza y 16 millones siguen necesitando ayuda, según datos de Naciones Unidas. La principal preocupación de los sirios es, de hecho, la inflación (31%), la falta de empleo (24%) y la pobreza (23%), según el primer sondeo del Barómetro Árabe dedicado al país, efectuado entre octubre y noviembre.
Más de tres millones de personas han vuelto este año a sus localidades de origen, pero bastantes alquilan o se han establecido en casa de familiares porque la suya está destruida. Una estampa habitual estos días son las obras de reconstrucción y la recogida de escombros.
El paro se sitúa en el 25%, pero no refleja la economía sumergida y los salarios distan de dar para vivir. La cesta básica ha subido un 6% al desmantelar algunos subsidios y la agricultura tiene difícil remontar, resentida por una importante sequía y por la presencia en los campos de minas o de explosivos por las bombas de racimo. No hay semana sin que se informe de un muerto al pisarlas.
Todo esto lo saben bien en Al Rahma, un campamento informal de desplazados junto a la frontera con Turquía en el que celebraron la caída de El Asad como la antesala de un regreso que siguen esperando. Están un año después en las mismas tiendas de campaña, entre fango y basura. Una de sus preocupaciones, cuentan, es que las ratas muerden a los niños cuando juegan entre los escombros.
Es cortesía del miedo a la “invasión” (como la llamaban entonces políticos en Turquía, Líbano y Europa) de quienes trataban de salvar sus vidas. El mujtar (el notable que ejerce de alcalde), Mustafa Jalaf al Uzman, de 52 años, explica que el 97% de habitantes procede de Deir Hafer (como él), de Raqa y de Deir Ezzor, en el desértico este. Huyeron de los enfrentamientos y, luego, del avance del Estado Islámico. Algunos trataron sin éxito de cruzar a Turquía y acabaron resignados a malvivir a sus puertas. “Cuando llegamos pensábamos que volveríamos en uno o dos días, que [los rebeldes] ganarían enseguida. Pero fueron pasando los días y uno, de repente, organizaciones [humanitarias] empezaron a repartir tiendas de campaña. Es cuando entendimos que no iba a ser así”, explica.
En Al Rahma se alternan precarias tiendas de campaña y huecos vacíos, señal de que casi la mitad de las 800 familias sí han emprendido el camino de vuelta. “Quien tenía algo de dinero. El resto nos hemos quedado aquí, estancados. ¿Crees que estoy contento? Tengo dos mujeres y 13 hijos y, en el invierno, el agua se cuela por aquí debajo ―señala― y en el verano te ahogas, con 45 grados”, protesta en su tienda Ahmed Shawaj Shteif, también de 52 años.
Las mujeres trabajan sobre todo en la agricultura; los hombres, en la industria de la zona. Es poco, pero al menos algo, argumentan. “De donde vengo, no hay aún agua, ni electricidad, ni campos que sembrar. Tampoco hay movimiento [del mercado laboral]. Para mí, ir sería empezar de cero y reconstruir una casa que no tengo dinero para reconstruir”, añade. Mahmud al Luzi, de 73 años (“no estoy seguro”, matiza) y dolido porque sus hijas en Turquía no le ayudan económicamente, lo interrumpe: “No estamos aquí porque queramos, sino porque allí solo nos esperaría la muerte. Aquí al menos tengo un trozo de pan”. A diferencia de campamentos más formales y estructurados, no hay ni rastro de ONG u organizaciones de la ONU.
Aquí, el Estado ni está ni se le espera para ayudar, arruinado y con mil frentes abiertos. EE UU y la UE han retirado la mayoría de las sanciones. El nuevo Ejecutivo avanza hacia una economía de mercado y ha firmado memorandos de entendimiento con socios internacionales. Pueden verse camiones o gasolineras de países del Golfo o de Turquía.
Es una gota en el océano de necesidades. El Banco Mundial calcula que el PIB solo subirá un 1%, muy poco después de una guerra, cuando suele dispararse el crecimiento. Las sanciones aún vigentes, la falta de estabilidad y control sobre todo el territorio, así como la enorme burocracia aún en pie, alejan a los inversores extranjeros. Los empresarios locales se topan con la dificultad de conseguir crédito.
Es, de hecho, aún, una economía en efectivo. La gente se mueve con inmensos fajos de billetes que, ante la montaña de prioridades, siguen mostrando ―un año después― la cara del dictador. El de mayor valor equivale a unos 40 céntimos de euro. No hay pagos con tarjeta, por las sanciones internacionales aún vigentes y la impotencia del sistema bancario.
El principal cambio es que el uso del dólar, cuya mera mención en la época de El Asad podía llevar a la cárcel porque estaba prohibido, se ha vuelto bastante común. Abu Jaled cuenta que, cuando baja ahora a Alepo a vender sus ovejas al peso, el precio se negocia en dólares, ante la fluctuación de la moneda nacional.
La economía avanza con lentitud, pero las libertades han tomado cuerpo mucho más rápido. Durante la dictadura, el miedo a opinar o a ser denunciado por un espía era una realidad cotidiana. Hoy, en las calles y cafeterías se habla de política abiertamente y en voz alta. Un 73% de los sirios siente que ha recuperado la libertad de expresión y de prensa, y un 67% opina que el Gobierno responde a los deseos del pueblo, pese a no haberlo refrendado de forma directa en las urnas.
Nanar Hawach, analista senior sobre Siria del centro de análisis International Crisis Group, asegura que el presidente interino, Ahmed al Shara, ha logrado en solo un año lo que “pocos esperaban: legitimidad internacional”. “Ha garantizado el alivio de las sanciones, se ha reunido con líderes mundiales desde Washington hasta Moscú y ha posicionado a Siria como un socio más que como un paria”. Una foto del mes pasado ilustró como pocas el cambio: Al Shara jugando al baloncesto con militares de EE UU, el mismo país que un año antes aún ofrecía 10 millones de dólares por su captura, a causa de su pasado en la rama local de Al Qaeda. Fue el primer jefe de Estado sirio recibido en la Casa Blanca, por Donald Trump.
Ahora, señala Hawach, llega lo más difícil. “Los éxitos diplomáticos le han hecho ganar tiempo, pero lo que haga con ellos definirá si Siria se estabiliza o se fractura”. Los resultados del Barómetro son muy reveladores, tanto del amplio apoyo que acumula, como de las fracturas internas. Un 81% confía en él (un porcentaje enorme, en comparación con otros líderes mundiales), un 71% en el ejército y un 62% en el sistema judicial, marcados durante la dictadura por la corrupción, la ineficiencia, la arbitrariedad y el reparto de favores.
Un 70% ve menos corrupción (otro tema habitual en las conversaciones) que en la época de El Asad. Abu Jaled rememora cómo, año tras año, se resignaba a pagar más por el pienso para su rebaño. Lo prefería a cruzar el puesto de control militar que le llevaba a Alepo porque los soldados siempre le exigían un soborno por pasar. “Mi vida es un 100% mejor. Ahora, gracias a Dios, estoy tranquilo. Voy, vengo y en los controles me dejan pasar sin problemas”, señala. En el último año de dictadura, 2024, la ONG Transparencia Internacional situaba a Siria como el cuarto país del mundo con mayor percepción de corrupción.
El Sharaa se ha abstenido de aplicar una agenda islamista a golpe de decreto, consciente de la vigilancia internacional, la falta de legitimidad, los delicados equilibrios internos y el estigma de yihadistas rebanacabezas que arrastran los sectores más fundamentalistas que lideraron el derrocamiento. Igual que Manuel Vázquez Montalbán decía que los comunistas se esforzaban en mostrarse muy educados para probar que no eran los monstruos que los había pintado el franquismo, los islamistas del nuevo régimen suelen sobreactuar al encontrarse a un cristiano. Las autoridades pavimentan, de hecho, estos días las calles de Bab Tuma, su barrio de Damasco. Tiene mucho de mensaje conciliador, porque otras estaban peor.
Sin embargo, en los accesos a localidades como la aldea de Qaus El Nser, en el sur, pueden verse ahora carteles que precisan la correcta vestimenta islámica para las mujeres (cubriendo todo el cuerpo y el rostro, salvo los ojos) y advierten contra la fornicación. En Damasco, en la impresionante Mezquita de los Omeyas, un empleado comunica a las familias que, ahora, las mujeres entran por un acceso diferente del principal. Algunas protestan levemente. Los guardas exhortan a las que han aprovechado un despiste para pasar al otro lado de la valla que divide el patio. Las familias se acaban retratando juntas con la valla de por medio.
La felicidad con la nueva realidad va por regiones. En Latakia, Tartús y Suweida, la confianza en Al Shara cae al 36% y en el ejército, al 22%, según el Barometro. La costa es el bastión de la minoría alauí, favorecida durante décadas y lugar de procedencia de los El Asad. Y adonde leales a la dictadura transfieren millones de dólares a decenas de miles de potenciales combatientes, para tratar de darle la vuelta a la tortilla, según ha revelado esta semana una investigación de la agencia Reuters.
Las conversaciones con los suníes sobre la nueva Siria tienen poco que ver con las que se tiene, bajando la voz, con los miembros de las minorías. “Mira, te voy a resumir Siria hoy: para los suníes, el país va bien; para nosotros [los cristianos], los alauíes o los drusos, no”, asegura Georges, que prefiere no desvelar su apellido. Para los primeros, es sinónimo de unidad; para los segundos, de inquietud, pese a que las autoridades insistan en el abrazo de la Siria democrática, frente a la estrategia de El Asad de ahondar en las divisiones étnicas o religiosas. El kurdo Jona habla del “odio” que siente en quienes “se saben ahora vencedores”. No lo atribuye tanto al rencor por los enfrentamientos, sino al rechazo que genera su demanda de un Estado propio. “Les cambia el gesto al darse cuenta de que soy kurdo”, añade.
No es solo la habitual dinámica de posguerra entre vencedores y vencidos. Es lo que ha venido después. Los alauíes estaban sobrerrepresentados en las fuerzas de seguridad, sobre todo como mandos. Un mes después de tomar el poder, Al Shara hizo algo parecido a lo que EE UU tras invadir Irak y derrocar a Sadam Husein: desmantelar el aparato de seguridad, dejando miles de desempleados con armas, experiencia militar y sentimiento de agravio. Dos meses después, nostálgicos del asadismo lanzaron ataques. La represión se llevó por delante a cientos de civiles, en su mayoría alauíes, en un episodio lleno de venganzas y asesinatos de odio.
En julio, las fuerzas de seguridad acudieron a sofocar la violencia entre drusos y beduinos en Suweida. También derivó en matanzas, con cientos de muertos, y la entrada en escena de Israel, con un mensaje en forma de bombardeo cerca del palacio presidencial en Damasco.
“El miedo de las minorías es genuino y, para muchos, existencial”, apunta Hawach. “La violencia después de una guerra era previsible, pero gestionarla mal es una elección […]. La respuesta con mano de hierro en la costa y en Suweida convirtieron disputas locales en crisis nacionales”. El experto señala que la “vulnerabilidad que sienten” las minorías permite a nostálgicos armados y a otros países pescar en río revuelto. Israel, por ejemplo, autoerigido en defensor de los drusos locales en una mezcla de puro cálculo estratégico (tiene historial de argumentar la defensa de una minoría para intervenir en la región) y de presión de su propia comunidad drusa.