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El autosabotaje de Starmer, un primer ministro cada vez más débil

La filtración de que el líder laborista estaba dispuesto a luchar contra sus rivales internos ahonda su debilidad tan solo 16 meses después de ganar las elecciones

Lo último que necesita un líder político hundido en la impopularidad, a punto de romper su mayor promesa electoral y sin apoyo interno, es debilitar todavía más su ya vulnerable posición y reforzar la de quien está considerado como potencial sucesor. Esto es exactamente lo que ha conseguido la guardia pretoriana del primer ministro británico, ...

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Lo último que necesita un líder político hundido en la impopularidad, a punto de romper su mayor promesa electoral y sin apoyo interno, es debilitar todavía más su ya vulnerable posición y reforzar la de quien está considerado como potencial sucesor. Esto es exactamente lo que ha conseguido la guardia pretoriana del primer ministro británico, el laborista Keir Starmer, con una desmañada maniobra que pretendía sofocar un supuesto asalto a su autoridad y que solo ha conseguido menoscabarla. El autosabotaje ha desgastado aún más el maltrecho liderazgo de Starmer, con una aprobación en mínimos históricos. Como guinda del pastel, el mandatario se ha tenido que disculpar ante su ministro de Sanidad, Wes Streeting, por intrigas cainitas, pese a mantener que él no había autorizado ninguna reprobación pública contra Streeting.

La crisis comenzó —como es habitual en el febril clima político del Reino Unido— con fuentes anónimas dispuestas a marcar una narrativa: la de que Starmer estaba dispuesto a luchar en caso de que sus compañeros trataran de deponerlo. Desde el círculo del premier se difundió el mensaje de que este daría la batalla. Y lanzaba una admonición ante la presunta ambición del ministro Streeting, uno de los nombres que cotizan al alza en el laborismo, que nunca ha ocultado sus aspiraciones de encabezar la formación en el futuro.

El problema es que, más allá del descontento patente desde hace meses en el partido, no había indicio de revuelta inmediata, ni de maquinaciones por parte de Streeting. La hábil reacción del ministro de Sanidad tras ser señalado como promotor del conato de magnicidio ha reforzado su perfil al tiempo que ha aumentado la fragilidad de Starmer tan solo 16 meses después de arrasar en las elecciones.

Este jueves, durante una visita a Gales, el primer ministro trató de recuperar la iniciativa, asegurando que, tras haber hablado con su equipo, le habían garantizado que el dedo señalando a Streeting no había salido del Número 10. “Pero he dejado claro que lo encuentro absolutamente inaceptable”, dijo.

Streeting, como otros destacados miembros del Gobierno como el titular de Medio Ambiente y exlíder laborista, Ed Miliband, han reclamado el cese del responsable del mensaje que acabó abriendo la caja de los truenos.

En el epicentro del terremoto se encuentra quien, en la práctica, ejerce como mano derecha de Starmer, Morgan McSweeney, actual jefe de Gabinete en Downing Street. A él se le atribuye la minuciosa planificación de campaña que permitió la rotunda victoria electoral en las generales de julio del año pasado, y su destino está intrínsecamente ligado a la suerte de Starmer. Este jueves, el premier refrendó su confianza en McSweeney.

El clima de aprensión refleja el pánico que domina en Downing Street, transcurridos poco más de 16 meses desde la arrolladora victoria que devolvió a la izquierda al poder en el Reino Unido, tras 15 años en la oposición. La euforia inicial dio pronto paso a la decepción por una serie de medidas controvertidas que han lastrado la popularidad del Gobierno, como la polémica retirada de las ayudas a la calefacción de los pensionistas, posteriormente revertida parcialmente; la falta de avances en la reforma del sistema de bienestar, o la percepción de caos en el Número 10.

A la insatisfacción ciudadana, confirmada unánimemente por las encuestas, y del propio grupo parlamentario laborista, que denuncia una ausencia casi total de interacción por parte de Starmer, se une el nerviosismo ante el potencial impacto de los presupuestos que se presentarán el 26 de noviembre, segundos del actual Ejecutivo.

La ministra de Finanzas, Rachel Reeves, ha preparado el terreno para la controvertida ruptura del compromiso electoral que el laborismo había garantizado repetidamente antes y después de las generales: que no subiría IRPF, ni el equivalente a las contribuciones a la Seguridad Social de los trabajadores, ni el IVA. En menos de dos semanas, se espera que Reeves eleve la presión fiscal sobre la renta, una decisión que podría hacer añicos la credibilidad política y económica de los laboristas.

El desasosiego ante las consecuencias de las cuentas generales ha disparado la agitación entre las bancadas del Gobierno, una atmósfera de intranquilidad que se acabaría convirtiendo en el caldo de cultivo para los temores sobre la continuidad de Starmer. Según la teoría circulada esta semana por el círculo del primer ministro, los presupuestos podrían resultar el catalizador para un asalto al liderazgo, si bien, desde entonces, parlamentarios laboristas han negado que existan maniobras para provocar un desalojo del Número 10 antes de Navidad.

En tiempos modernos, el regicidio ha sido patrimonio de los conservadores, a quienes nunca les ha temblado el pulso para deshacerse de un líder considerado un lastre. Los laboristas, por el contrario, nunca han completado una maniobra similar contra ningún primer ministro, pese a la impopularidad interna de dirigentes como Tony Blair, o Gordon Brown, en sus últimos coletazos en el poder.

El desafío a Corbyn

Recientemente, solo Jeremy Corbyn tuvo que enfrentarse a un desafío directo de sus filas, en 2016, tras el referéndum que decretó la salida de la Unión Europea, pero salió notablemente reforzado en el proceso y concurririó como cabeza de lista a dos elecciones generales (en 2017 y 2019).

De acuerdo con la normativa del partido, cualquier aspirante a asumir el relevo requiere del apoyo del 20% del grupo parlamentario, actualmente 81 diputados. El proceso podría prolongarse hasta tres meses, ya que tendrían que votar desde militantes a sindicatos, un periodo potencialmente nocivo que podría disparar la desconfianza de los mercados, precipitar una sensación caótica similar a la vivida con los tories, con tres primeros ministros en dos años, y lastrar peligrosamente la credibilidad del laborismo.

El debate, sin embargo, está ya en marcha. La fecha marcada en rojo para la posible caducidad de Starmer es el 7 de mayo. Ese día se celebran elecciones locales parciales en gran parte de Inglaterra y comicios en Gales, donde los laboristas han estado en el poder desde la creación del Parlamento y el Gobierno autónomo en 1999, y en Escocia. Los sondeos prevén unánimemente una debacle para la formación, con la privación de miles de asientos municipales, la pérdida del Ejecutivo galés y el riesgo de quedar como tercera fuerza en Escocia, por detrás de los nacionalistas del Partido Nacional Escocés (SNP, en sus siglas en inglés) y de Reforma, el partido del ultra Nigel Farage.

El desconcierto esta semana se debió al calendario, ya que el consenso en Reino Unido apunta a mayo como la verdadera prueba de fuego para Starmer. La estrategia preventiva para vaciar de contenido cualquier maniobra sucesoria ha derivado en una crisis creada por el propio entorno del primer ministro, un gol en propia puerta que ha agudizado su vulnerabilidad y disparado todavía más la frustración entre sus filas. El intento de disuadir movimientos internos ha revelado un agitado estado de paranoia que deja profundamente dañado a Starmer, quien, a la espera de un presupuesto posiblemente letal, sigue sin mostrar que tiene un plan para restaurar la confianza de los electores, galvanizar a los suyos y aspirar a la reelección, prevista en 2029.

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