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A la sombra de Gaza: los 40.000 desplazados en el limbo en Cisjordania

Israel vació y ocupó en enero tres campos de refugiados, otra manifestación de la violencia contra los palestinos en estos dos años de ofensiva

Cuando los aviones de guerra, los helicópteros y los drones israelíes bombardearon el pasado 27 de enero el campo de refugiados de Tulkarem, en el norte de Cisjordania, Hanan Odeh soltó el pan que estaba haciendo y salió corriendo. En la calle, una multitud escapaba mientras “francotiradores apostados en lo...

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Cuando los aviones de guerra, los helicópteros y los drones israelíes bombardearon el pasado 27 de enero el campo de refugiados de Tulkarem, en el norte de Cisjordania, Hanan Odeh soltó el pan que estaba haciendo y salió corriendo. En la calle, una multitud escapaba mientras “francotiradores apostados en los tejados y dentro de las casas” les apuntaba con sus armas, recuerda esta palestina de 51 años. “Se oían disparos por todas partes. Salimos de allí a punta de pistola”. Desde ese día, hace nueve meses, Odeh vive con su marido, Abdesalam, de 71 años, en lo que un día fue una furgoneta cuya carcasa han cubierto con chapas metálicas. El hombre perdió su trabajo de taxista y ahora comen “gracias a la solidaridad” de otros palestinos y a lo que resume con un gesto: apunta al cielo con el dedo índice. Así indican los musulmanes la voluntad de Dios.

Ese 27 de enero el ejército israelí extendió la operación militar Muro de Hierro —la mayor desde la Segunda Intifada palestina— que había empezado en el campo de refugiados de la cercana Yenín, a los dos campos de Tulkarem, el que lleva el nombre de esa ciudad de 250.000 habitantes y el de Nur Shams. Alrededor de 40.000 refugiados fueron expulsados de sus casas en lo que Naciones Unidas considera el mayor éxodo forzoso de palestinos en Cisjordania desde 1967, cuando Israel ocupó ese territorio, Gaza y Jerusalén Este. Más de la mitad —alrededor de 25.000, según cifras de la Autoridad Nacional Palestina (ANP)— residían en los dos campos de Tulkarem.

La mayoría salió de su casa “con lo puesto”, dice Abdesalam Odeh, y no ha podido regresar. Solo los refugiados de algunas zonas en el perímetro de los campos han sido autorizados por Israel a volver. Muchos han perdido su medio de vida después de que los militares destruyeran negocios y talleres. Otros habitantes de los campamentos ejercían oficios manuales como la construcción en territorio israelí hasta que ese país anuló 150.000 permisos de trabajo para palestinos en 2023. Justo después de los atentados de Hamás de los que este martes se cumplen dos años y a los que Israel respondió atacando Gaza.

Desde una colina cercana, el campo Tulkarem se antoja una ciudad fantasma. Ni un alma transita por ese paisaje urbano abigarrado —más de 20.000 personas vivían en sus 0,18 kilómetros cuadrados― ahora zona militar cerrada y ocupada por el ejército israelí, que se ha instalado en edificios de viviendas particulares. En un área central se aprecia una enorme cicatriz. Donde antes había una de las estrechas calles del campo, ahora discurre una ancha pista ascendente. En ella el asfalto se ha volatilizado bajo las piquetas y las palas de las Caterpillar D-9, los colosales bulldozers que el ejército israelí también usa para arrasar Gaza.

“Mientras los soldados disparaban contra todo lo que se movía”, explica Faisal Salameh, jefe del comité popular del campo de Tulkarem y vicealcalde de la ciudad, esas excavadoras arrasaron “todo”: casas, tuberías, cableado de telecomunicaciones. De acuerdo con sus datos, unas 2.000 viviendas han sido derruidas o voladas con explosivos para ensanchar esas calles y permitir el paso de los vehículos militares. Los soldados han prendido fuego y saqueado otras. Incluso si finalmente Israel les permitiera volver, muchos refugiados ya no tienen dónde hacerlo.

“Esta incursión es una venganza por el 7 de octubre”, lamenta Salameh mientras muestra unos mapas en su despacho de la sede principal de la ANP en Tulkarem. Él mismo es un refugiado. También tuvo que escapar del campo.

Miedo

Hasta el aire parece quedar congelado este domingo cuando tres camiones militares israelíes entran en dirección prohibida en una de las estrechas calles que llevan al campamento de Tulkarem. Obligados a subir a la acera para abrirles paso, los conductores evitan mirar a los soldados, las manos bien visibles sobre el volante, mientras los vehículos militares prosiguen su marcha. Hay “mucho miedo” a unos militares que “cuando disparan, lo hacen para matar”, subraya por videoconferencia Simona Onidi, la coordinadora de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Yenín y Tulkarem. Esta cooperante, cuya organización mantiene clínicas móviles en ambas localidades, recalca que los soldados incluso han llegado a tirotear a gente que pasaba cerca del campamento en zonas definidas como “seguras”.

Naciones Unidas calculaba en abril que la mitad de los desplazados había alquilado casas o habitaciones en lugares cercanos, el 30% había sido acogido por familiares y el 20% restante había buscado cobijo en albergues, refugios improvisados como la furgoneta de los Odeh, o “edificios en construcción, sin puertas ni ventanas ni agua corriente”, apunta Onidi. En Tulkarem quedan ya solo dos albergues. Uno es la escuela Abderrahim al Mowahed, donde viven 120 refugiados.

En el aula donde duerme la familia de Shireen Mousa, de 39 años, varias colchonetas y mantas cerca de un cubo de basura son el único mobiliario. La mujer escapó también del campo el 27 de enero cuando su hijo de tres años tuvo un ataque de pánico por el estruendo de los bombardeos. Ahora tiene una pesadilla recurrente: que los israelíes vuelan su hogar por los aires “como en Gaza”. Las casas de sus vecinos han sido destruidas, relata.

Tampoco existe ya la pequeña tienda en la que Mousa vendía pienso para pollos y alpiste para pájaros como los dos periquitos que, desde una jaula, observan la miseria en la que está sumida esta familia. La mujer trabaja limpiando y gana el equivalente de siete euros al día. Tiene siete hijos. Los 120 refugiados comparten una única ducha y ocho inodoros. “Somos los olvidados”, dice esta palestina.

Naciones Unidas y, en menor medida, la ANP ayudaron en los primeros meses a los desplazados. Las agencias de la ONU proporcionaron al principio algo más de 3.000 séqueles, unos 800 euros, en dos pagos a miles de estas familias. Muchas lo utilizaron para pagar un alquiler, pero ese dinero se acabó y ahora incluso la mayoría de quienes alquilaron han dejado de pagar la renta y “tienen órdenes judiciales de desahucio”, reconoce a este diario el gobernador de Tulkarem.

Abdallah Kamil admite que la Autoridad Palestina “no puede ayudarles”. Desde el 7 de octubre de 2023, Israel retiene los impuestos que tasan las importaciones palestinas a través de la frontera israelí. Otro castigo colectivo más.

La anexión

En los dos años de ofensiva en Gaza, 994 palestinos, entre ellos más de 200 niños, han muerto en Cisjordania, 965 por fuerzas israelíes y el resto a manos de colonos radicales de asentamientos ilegales israelíes en el territorio palestino ocupado, según la ONU. De esos 965 muertos por fuerzas de seguridad o militares en los últimos dos años, 643 vivían en el norte de Cisjordania, donde se encuentran los campamentos de refugiados de Tulkarem.

El observatorio de conflictos armados ACLED cree que, si bien a una escala a años luz ―en Gaza hay más de 67.000 muertos―, la creciente violencia en este otro territorio palestino ocupado tiene mucho que ver con lo que sucede en la Franja. La operación Muro de Hierro empezó días después de que entrara en vigor el 18 de enero el alto el fuego en el enclave que Israel rompió en marzo. La destrucción de densas zonas urbanas en Cisjordania y el ensanchamiento de las carreteras tras demoler edificios para facilitar el paso de los militares israelíes “se asemeja” además “a las tácticas utilizadas en Gaza, especialmente en el norte”, dice un informe de ACLED.

En febrero, el ministro de Seguridad Nacional, Bezalel Smotrich amenazó con que Tulkarem y Yenín terminarían por parecerse a zonas de Gaza como Yabalia, y a sus habitantes con que “se verían obligados a emigrar y buscar una nueva vida en otros países”. Este representante de la extrema derecha nacionalista que marca el paso al Gobierno de Netanyahu agitaba así el fantasma de la limpieza étnica en Cisjordania.

El informe de ACLED apunta también a que, con el foco puesto en Gaza, las autoridades israelíes están acelerando una agenda en ese territorio palestino más política que de seguridad. Israel justifica con ese último objetivo las incursiones militares en unos campos de refugiados que describe como feudos de Hamás y Yihad islámica.

El observatorio de conflictos bélicos concluye que Israel está aprovechando su ofensiva en Gaza para avanzar en “su objetivo a largo plazo de anexionarse Cisjordania”, un anuncio que el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, postergó en vísperas de que Donald Trump presentara su plan de paz para la Franja, porque el presidente de Estados Unidos se opuso. Para hacer casi irreversible esa anexión el Gobierno israelí está acelerando la expansión de los asentamientos en Cisjordania. En septiembre aprobó la construcción de uno que partirá el territorio palestino en dos, haciendo si cabe aún más inviable un futuro Estado palestino.

Gaza le ha ofrecido a Israel una “pantalla para cubrir lo que hace en Cisjordania”, resume Faisal Salameh. “Con el inicio de la guerra en Gaza”, asegura ACLED, el ejército israelí empezó “una nueva fase al intensificar sus incursiones en Cisjordania, empleando cada vez más tácticas bélicas como el uso de misiles y ataques aéreos”, especialmente en los campamentos de refugiados. Lo confirma el director del hospital de Tulkarem, el doctor Haitham Shadid, que describe heridas de guerra por metralla, balas que explotan al entrar en el cuerpo y “cadáveres que llegaron hechos trozos” por bombardeos. Como en Gaza.

Una Nakba eterna

Como si fuera un destino infausto que en la Palestina histórica se hereda, los Odeh y el resto de refugiados de los campos de Cisjordania ―ahora desplazados― son hijos y nietos de las víctimas de la Nakba (catástrofe), cuando 750.000 palestinos fueron expulsados o huyeron de sus tierras en lo que hoy es Israel ante el avance de las milicias judías y, luego, del ejército israelí entre 1947 y 1949. Ese éxodo forzoso es indisociable de la creación del Estado judío en 1948.

Naciones Unidas reconoce a esta población refugiada el derecho al retorno a sus lugares de origen. El vicealcalde de Tulkarem cree que, al expulsar a los refugiados de los campamentos, Israel pretende acabar con ese derecho que reconoció a regañadientes en 1949 para ser admitido en la ONU, en una promesa que luego rompió.

Ilhab, un refugiado voluntario en el campo de Tulkarem, observa el majestuoso paisaje que se extiende ante la furgoneta de los Odeh. A los lejos, el muro construido por Israel para aislar a Cisjordania ―arañando superficie al territorio palestino ocupado―, le impide atisbar la tierra de la que sus antepasados fueron expulsados. En Gaza, dice este hombre, Israel quiere “terminar su genocidio”; en Cisjordania, “acabar con la causa palestina”.

Esa tierra plagada de olivos, donde Hanan Odeh ha plantado flores dentro de unos neumáticos, es del matrimonio, pero está en la zona C de Cisjordania, el 60% de su superficie sobre la que Israel tiene control civil y militar total gracias a los Acuerdos de Oslo. Las autoridades israelíes podrían en cualquier momento destruir la furgoneta y demoler el precario baño de cemento que Abdesalam Odeh ha construido junto a ella.

En la carretera de regreso a Ramallah, la capital administrativa del territorio palestino ocupado, desde Tulkarem ―la ruta 4.775― se elevan, uno tras otro, asentamientos ilegales israelíes. En uno de ellos, Kadumim, vive el ministro Bezalel Smotrich. Flanqueando su asfalto, ondean banderas blancas y azules. Una estrella de David con luces de neón, instalada después del 7 de octubre de 2023, ilumina la noche desde una colina de Cisjordania.

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