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El periodista de EL PAÍS en la flotilla de Gaza: “No hay médicos para animales como vosotros’, nos dijeron los guardias israelíes”

Carlos de Barrón narra las humillaciones, el maltrato psicológico, las agresiones y las intimidaciones que él y el resto de la tripulación sufrieron durante su cautiverio de tres noches en la cárcel de Israel

Definir la experiencia que he vivido desde la madrugada del jueves hasta el domingo es muy difícil. Pero inhumana y extrema son dos adjetivos que se ajustan a la realidad. Humillaciones, maltrato psicológico, agresiones físicas, intimidaciones y, en definitiva, una infinidad de acciones y comportamientos cuyo objetivo era hacernos sentir muy vulnerables. Tanto que, en cualquier momento, un mal gesto o una mala contestación te podía llevar hacia un escenario en el que lo único que sabías era que volverías en un estado mucho peor. Esto es lo que presencié, sufrí y sentí desde que al menos cuatro barcos militares israelíes interceptaron el Captain Nikos, la embarcación en la que iba a bordo acreditado como periodista en la Global Sumud Flotilla, una misión humanitaria cuyo principal objetivo era llevar ayuda y medicamentos a la franja de Gaza hasta el domingo, el día en el que 20 compañeros y yo fuimos liberados y volvimos a España.

La noche del miércoles al jueves se hizo eterna. Sobre las ocho de la tarde, hora peninsular española, el Alma, que lideraba la misión, es el primero en ser asaltado por militares armados hasta los dientes. El nivel de alerta es máximo y todos nos preparamos para que llegue ese momento. Comienza entonces un interminable goteo de informaciones sobre embarcaciones asaltadas. En el Captain Nikos vemos de pronto cómo un gran buque militar se aproxima y nos ciega con un enorme foco. Todos a bordo nos preparamos para el momento. Sin embargo, en el último momento vemos cómo hace un giro y aborda al Spectre, un barco que nos seguía a poca distancia. Se genera un momento de gran confusión y el capitán del barco decide seguir hacia adelante.

Hasta en otras tres ocasiones vivimos una situación similar, con barcos militares rodeando nuestro navío, pero sin llegar a intervenir. Finalmente, a las 6.30, ya con los primeros rayos de luz, vimos a lo lejos a los que serían los soldados que pondrían fin, con el uso de la fuerza, a la misión humanitaria del Captain Nikos.

Al menos cuatro barcos nos rodearon y, mientras nos encañonaban con sus metralletas, nos exigieron ir a la cubierta del barco. Alrededor de una docena de militares abordaron el navío con un mensaje claro en inglés: “El que no obedezca nuestras órdenes sufrirá las consecuencias”. Destrozaron las cámaras, registraron el barco entero y comprobaron que hasta los cuchillos de cocina habían sido arrojados al mar para evidenciar el carácter no violento de la misión.

El periodista Carlos de Barrón (izquierda), el jueves pasado, cuando los militares israelíes apresaron la embarcación en la que viajaba.

Alrededor de cinco horas después, llegamos al puerto israelí de Asdod. “Somos los primeros”, nos dijo el jefe de los militares sonriendo. Por dentro, empecé a pensar si eso supondría alguna ventaja, pero solo me venían a la cabeza desventajas. Una masa de policías nos esperaba y, a un lado, identifiqué a Itamar Ben Gvir, ministro israelí de Seguridad Nacional y cerebro de la operación.

El miedo se apoderó de nosotros. El trato recibido por los militares en el barco fue correcto, mejor incluso de lo esperado, pero percibimos que íbamos a afrontar un nuevo escenario, completamente diferente. Y no tardamos ni un minuto en confirmarlo. En el momento en el que pisamos tierra firme, dos policías nos hicieron avanzar unos metros con las manos atrás para después ponernos de rodillas. “Sois unos terroristas”, nos fue diciendo Ben Gvir, uno de los miembros más ultras del Ejecutivo de Benjamín Netanyahu, mientras no se nos permitía ni levantar la cabeza.

Tras estar arrodillados un tiempo difícil de calcular pero suficiente como para tener dolor en las articulaciones, se procedió al registro y creación de la ficha policial. Antes de llegar a la nave preparada para ello, uno de los dos policías que me escoltaba vio el chaleco de prensa que llevaba puesto y, tras decirme “prensa, ¿eh?”, me propinó un codazo en la nuca para obligarme a estar con la cabeza agachada, a una altura incluso por debajo de la cintura. En esta postura me mantuvo durante alrededor de una hora, lo que duró el proceso de registro.

Poco después, estuvimos casi tres horas hacinados en un furgón policial a altas temperaturas. Las camisetas y el pelo se empaparon de sudor. Eran momentos de mucha angustia. Ante la casi imposibilidad de respirar, las quejas en forma de golpes a las paredes del vehículo provocaron la reacción de los policías, que decidieron entonces poner el aire acondicionado a máxima potencia. Con ese frío nos mantuvieron durante cinco o seis horas, hasta que llegamos a la prisión. Las risas de los guardias al vernos bajar congelados de frío las acompañaban con comentarios como “pobres terroristas”.

Allí nos llevaron a una celda a cielo abierto, donde me reencontré con algunas personas de mi barco y, fundidos en un abrazo, lloramos juntos. También pude ver cómo Lionel Simonin y Pascal André, también tripulantes del Captain Nikos, eran transportados con los ojos vendados y los grilletes de pies y manos puestos. Además, observé agobiado cómo el primero de ellos tenía una visible marca en la cara, fruto de una agresión.

El frío aumentaba y pasé varias horas en esa jaula hasta que me pusieron el uniforme carcelario y me llevaron hasta una celda de un módulo cercano. Habían pasado ya más de 12 horas desde la detención y se me denegó el acceso a comida o agua potable. Poco después de conciliar el sueño, se produjeron repetidas irrupciones de guardias carcelarios. Unas veces para hacer recuento, otras para añadir más reclusos a la celda.

Este patrón se repitió durante las tres noches que estuve en la cárcel del sur de Israel. Pero con varios añadidos. Entre seis y ocho agentes, armados con fusiles de asalto, pistolas, escopetas y gas pimienta, irrumpían cada dos o tres horas cuando caía el sol. A veces incluso con perros.

Nos encañonaban en partes vitales del cuerpo como el corazón o la cabeza. El puntero láser verde de las armas se podía ver sobre varios de presos. De forma totalmente aleatoria, elegían a cuatro, cinco o incluso seis personas y las cambiaban de celda. En dos ocasiones fui uno de los seleccionados. Entraba en la nueva celda completamente atemorizado y con la esperanza de ver alguna cara conocida. En una ocasión no quedaban colchonetas libres, por lo que me tuve que hacer una cama con las mantas que me dejaron otros reclusos. Pedí que se me proporcionase una, pero la respuesta del guardia fue traerme otra manta más.

Durante el día no se nos permitía salir de la celda, un privilegio reservado solo para aquellos a los que se les autorizó a tener apoyo consular. En el caso de los españoles, fueron menos de 10 personas y la mayoría de ellas con una reunión de un minuto.

El acceso a medicinas tampoco estaba permitido. Dos personas del módulo en el que me encontraba padecían diabetes y estuvieron tres días sin recibir insulina ni atención médica. Cuando se exigió un doctor, la respuesta inicial fue: “No hay médicos para animales como vosotros”. Otro preso sufrió un ataque de asma y el especialista sanitario tardo más de tres horas en llegar. Una mujer de 70 años tenía problemas de corazón y necesitaba tomar unas pastillas. Al pedirlas, la respuesta que recibió fue: “Será un problema cuando se le pare el corazón”.

Maheb, un ciudadano tunecino de 29 años, me mostró, cuando compartimos celda, cómo tenía el costado derecho lleno de moratones. “En el puerto, llevaba pegatinas de Palestina en los bolsillos y la bandera. Grité Free Palestine antes de desembarcar. Cuando me cogieron, me llevaron a una sala individual y estuvieron 15 minutos pegándome mientras estaba en el suelo”, me contó en la celda.

Nunca tuvimos acceso a agua potable. Cada vez que lo pedíamos, los guardias respondías con sonrisas o con un “después, después”, que nunca llegaba. La comida estaba en un estado muy cuestionable en la mayoría de ocasiones. En otras, directamente caducada, como se podía ver en la cáscara de los huevos cocidos que nos daban.

Por último, en cada interacción que había con los agentes carcelarios, buscaban siempre la provocación para que hubiese una reacción por parte de los presos. De esta forma, tenían carta blanca para aislarle y dejarle durante horas al sol, atado con grilletes de pies y manos.

Lo vivido en la prisión nos llevaba siempre a todos los reclusos a una reflexión común. Si han sido capaces de tratarnos así a nosotros, muchos de los cuales somos occidentales y de países que mantienen relaciones con Israel, qué no harán con los presos palestinos. El sentimiento de impunidad total que se ha percibido ha sido una de las grandes frustraciones de todos los que estábamos presos, pero también de los que siguen ahí, que se calcula que son más de 200. Muchos en huelga de hambre.

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