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Starmer se juega su futuro ante un Partido Laborista decepcionado tras más de un año de Gobierno

La formación celebra en Liverpool su reunión anual en medio de una creciente rebelión del ala izquierda

Lo bautizaron como el discurso de las “promesas inverosímiles”. “Con las promesas inverosímiles no se logran victorias”, dijo en 1985 el entonces líder del Partido Laborista, Neil Kinnock, en el congreso de Bournemouth, a la corriente interna trotskista con el nombre de Militant, que con sus actos de sabotaje y desobediencia municipal frustraba los intentos de modernizar la formación y hacerla atractiva de nuevo para los ciudadanos. “No se puede jugar a hacer política con los trabajos de la gente, o con los servicios públicos que disfrutan en sus hogares”, les recriminó.

Keir Sta...

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Lo bautizaron como el discurso de las “promesas inverosímiles”. “Con las promesas inverosímiles no se logran victorias”, dijo en 1985 el entonces líder del Partido Laborista, Neil Kinnock, en el congreso de Bournemouth, a la corriente interna trotskista con el nombre de Militant, que con sus actos de sabotaje y desobediencia municipal frustraba los intentos de modernizar la formación y hacerla atractiva de nuevo para los ciudadanos. “No se puede jugar a hacer política con los trabajos de la gente, o con los servicios públicos que disfrutan en sus hogares”, les recriminó.

Keir Starmer se enfrenta a partir del domingo, cuando comenzó el congreso laborista en Liverpool, a su propio potro de tortura. Llegó a Downing Street, hace ahora 14 meses, a lomos de una espectacular victoria electoral que tuvo más que ver con el hundimiento del Partido Conservador, después de 14 años de austeridad, Brexit, pandemia y Boris Johnson, que con el escaso entusiasmo que despertaba la figura del candidato. La llegada de Starmer era el mensaje de que “los adultos volvían a estar al mando”. Había sido además capaz de borrar de un plumazo cualquier vestigio de la era de su antecesor, Jeremy Corbyn, un veterano izquierdista a quien los medios presentaron como demasiado radical para la sensibilidad del británico medio.

Todas esas promesas se han evaporado con la rapidez acelerada del tiempo de las redes sociales. Las bases y los votantes de izquierdas están decepcionados con Starmer, al que consideran un derechista camuflado entregado a los mercados, a la causa de Israel y a lo que dicte el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, a quien ha mostrado un seguidismo exagerado. Los empresarios están irritados por la carga impositiva de un Gobierno que ni siquiera ha logrado avivar una economía inflacionaria y aletargada. Y una inmensa mayoría de ciudadanos ya no cree en las virtudes del nuevo Gobierno, que vive su momento más bajo de popularidad.

La última encuesta de YouGov otorga una apabullante mayoría absoluta a la derecha populista, xenófoba, islamófoba y antiinmigración de Reform UK, el partido de Nigel Farage. Starmer vive aterrado ante el auge de un extremismo del que ha acabado copiando hasta ahora parte del discurso, y angustiado por el incumplimiento de sus promesas económicas.

La amenaza viene de la ultraderecha, pero el peligro para su supervivencia inmediata procede del ala izquierda de su partido, que ha vuelto a organizarse. Hay tambores de rebelión. El alcalde de Mánchester, Andy Burnham, el “rey del norte”, muy popular entre las bases, ha sugerido abiertamente que podría disputarle el liderazgo a Starmer si se lo pidiera el número suficiente de diputados. Varios ya lo han hecho a lo largo del verano, ha dicho a varios medios.

Rebelión en la izquierda

Los antiguos aliados de Corbyn han salido ya de las catacumbas para decir a Starmer que espabile o se eche a un lado.

“Queda esperanza, pero no gracias al actual Gobierno, sino a pesar de él. La esperanza existe aún en las redes, cada vez mayores, de activistas locales, movimientos cooperativos, ramas sindicales, asambleas de ciudadanos y campañas medioambientales. En lugares ignorados por Westminster [como se conoce en la jerga política británica al poder que gira en torno al Parlamento], municipios que reclaman tierras públicas o presupuestos participativos”, ha escrito el diputado Clive Lewis, una de las voces más independientes y firmes del grupo parlamentario laborista, en The Guardian. “Últimamente, el starmerismo ha logrado inutilizar al laborismo para lograr aquello para lo que fue creado: dar una voz colectiva a las clases trabajadoras y dar soluciones colectivas a problemas colectivos. Y el partido debe hacer frente pronto a este dilema”.

Otro mensaje más, dirigido directamente a Starmer, que sabe que el discurso que deberá pronunciar el martes ante los delegados del congreso será finalmente el más importante de su vida. Mucho más que el de la victoria hace poco más de un año ante las puertas de Downing Street. Porque muchos contemplan esa intervención como la última oportunidad del primer ministro para intentar convencer a los suyos y al electorado británico de que tiene la visión y la determinación para cambiar las cosas, y que no se limita simplemente a responder ante cada nueva ocurrencia o provocación de la derecha populista.

Pero también son muchos los que creen que ha perpetrado un enorme cúmulo de despropósitos en muy poco tiempo, hasta el punto de ser imposible de superar. Starmer irritó a los empresarios con la ingente subida de las cotizaciones sociales, justo cuando la economía necesitaba remontar. A los sindicatos y a la izquierda del partido, con sus recortes sociales, que incluyeron la supresión de las ayudas de gas y electricidad para las personas mayores y el recorte de las ayudas por discapacidad laboral. A la izquierda activista, con su tibieza sostenida respecto a la tragedia de Gaza, o con la mano dura desplegada contra el respaldo en la calle a la causa palestina. Y a los ciudadanos en general, con la doble dimisión de una vice primera ministra, Angela Rayner, que evadió el pago de impuestos, o de un embajador en Washington, el exministro laborista de Tony Blair, Peter Mandelson, que resultó tener una vergonzosa amistad y complicidad con el millonario estadounidense pedófilo, Jeffrey Epstein.

“La idea de que el regreso al poder del laborismo ha sido una decepción aplastante está ya más que consolidada”, ha sentenciado la escritora y columnista Frances Ryan. “Desde sus evasivas respecto a Gaza a sus recortes sociales, pasando por su confianza en Mandelson, el mandato de Starmer ha sido hasta la fecha toda una demostración de una oportunidad perdida”.

El primer ministro llegó al poder con la imagen de un gestor eficaz y realista, que solo plantearía “promesas verosímiles” como el rigor económico, la mejora de los servicios públicos o el control de la migración. “Basar tu proyecto en una promesa de eficacia y resultados solo funciona si los resultados existen. A la mayoría de los votantes les da igual que el primer ministro derroche carisma o tenga una oratoria brillante, a cambio de que logren una cita en el médico o puedan pagar la compra en el supermercado. Y el problema es que siguen sin poder”, ha escrito Ryan.

Starmer ha comprobado en sus carnes que, en política, son tan dañinas las promesas inverosímiles como las verosímiles incumplidas. Porque estas últimas, sospecha el electorado, revelan ineficacia.

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