Raúl Incertis, médico español en Gaza: “Perdí la cuenta de los niños que vi morir”
El doctor, que ha trabajado durante cuatro meses como voluntario en dos hospitales de la Franja, relata su experiencia en medio del caos y su única certeza de atender a los menores
Mi nombre es Raúl Incertis Jarillo, soy médico de urgencias y anestesista, y de abril a junio de este año he estado trabajando como voluntario en dos hospitales de Gaza. No soy quién para decir si en Gaza hay o no un genocidio, pero durante mi estancia allí perdí la cuenta de los niños heridos que llegaban solos al hospital porque su familia había muerto en un bombardeo. Recuerdo a una niña de seis años: tuve que coger su brazo amputado y carbonizado para apartarlo porque nos entorpecía a la hora de intentar ayudarla a agarrarse al hilo de vida del que pendía. Recuerdo también que vestía una camiseta de tirantes con ovejitas estampadas que tuvimos que cortar para explorarla. Murió y no me acuerdo de su nombre. Porque, por aquel entonces —a las tres semanas de mi llegada a Gaza— ya había perdido la cuenta de los niños mutilados, amputados, aplastados o quemados a los que había tenido que atender junto a mis compañeros. Y de los muertos.
Hay una nube negra en mi cabeza, hecha de imágenes abyectas, que me impide recordar. Muchos se morían delante de nosotros, pese a nuestros esfuerzos por curarlos. De esos, de los que se morían en el transcurso de la atención médica, también perdí la cuenta. Igual que de las camionetas o de las carretas tiradas por burros famélicos que entraban en el hospital con cadáveres amontonados en su interior, camino de la morgue, que no paraba de recibirlos. Entraban y salían, como en una fábrica donde entran y salen los operarios, pero muertos. La mayoría de ellos mantenía un rictus de espanto que reflejaba lo que había sido su última emoción antes de ser asesinados.
Yo no puedo decir qué es y qué no un genocidio, pero a partir de una fecha determinada no parábamos de recibir a diario, e incluso varias veces al día, civiles con disparos en la cabeza y en el tórax. Eran personas, como tú o como yo, que estaban haciendo cola para recibir ayuda humanitaria, y allí los israelíes les habían disparado a matar con rifles, artillería de tanques y granadas lanzadas desde morteros o drones. Cuarenta, sesenta, noventa heridos de golpe. Una mañana recibimos más de doscientos. Te tropezabas con heridos que yacían en el suelo, te tropezabas y te caías con ellos. Muchos eran niños y mujeres. Había tantos que no podías atenderlos a todos, y muchos se morían esperando una ayuda que nunca llegaba.
En medio de ese caos de muertos, cuerpos mutilados y familiares histéricos, al menos tenía claro a quién debía atender primero: a los niños. Una de las más pequeñas a las que atendimos, de un año y medio, fue tiroteada en el tórax en brazos de su madre. Provenía, como casi todos, de uno de los puntos de distribución de comida de la Fundación Humanitaria de Gaza, el reparto de ayuda organizado por Estados Unidos e Israel. Deberían cambiarle el nombre a esa fundación. Es de mal gusto llamarla así.
Será otro el que tenga que decir si esto es o no un genocidio, pero a la doctora Alaa, pediatra del hospital, le amputaron casi toda el alma, dejándole menos de una décima parte. Un bombardeo israelí mató a nueve de sus diez hijos y a su marido mientras ella estaba de guardia en el hospital. No sé de dónde pudo sacar la fortaleza para, tres días después y cubierta de ropa de luto, acercarse a los médicos que habíamos atendido a su único hijo sobreviviente, Adam, para darnos las gracias. De esos, de los padres que habían perdido a sus hijos, también perdí la cuenta, de las mujeres y hombres que vi en el suelo en estado catatónico o lanzando alaridos de dolor al ver a su hijo recién muerto en una camilla. A todos mis compañeros, sin excepción, les han asesinado familiares de primer o segundo grado.
A ellos también les asesinan. Tengo que reprimir su recuerdo, porque, a veces, me viene a la mente la imagen de Ahmed, enfermero instrumentista con quien compartí horas y horas en el quirófano, que murió de una bomba en su chabola junto a sus tres hijos pequeños. Nadie me arrancaba una sonrisa como él. A pesar de sufrir como sufren todos, y de malvivir como malviven todos, hacinados en chabolas como si fueran ganadería intensiva, cada vez que me veía, se le iluminaba el rostro de alegría y me chocaba la mano con entusiasmo, para después obsequiarme con un halago que me hacía sentir mejor persona. Su mujer, embarazada y sanitaria como él, estaba de turno en el hospital cuando los israelíes bombardearon, a propósito, su tienda de lona.
Todos los días, especialmente por la noche, recibíamos a familias enteras que habían sido bombardeadas en sus chabolas en los campos de desplazados, en la “zona humanitaria” de Al Mawasi, que es donde el ejército había indicado a la población que acudiera para no ser atacada, y donde les ha indicado ahora que acudan. Deberían cambiarle el nombre a esa zona. Muchos de mis amigos de allí piensan que el sarcasmo no es necesario. Saben que su futuro nunca será tan hermoso, ni de lejos, como el pasado que no pueden evocar, porque está repleto de dolor y ausencia. Y su presente es infernal. Al menos, que no se burlen de ellos.
Otros deberían ser los que digan si esto es o no un genocidio, pero recorrí Gaza de arriba abajo y hay algo que sí sé: no se puede vivir allí.