Hasan Nasralá, el clérigo que elevó a Hezbolá a la arena política
El líder del partido-milicia libanés propició que la organización lograra una importante cuota de poder en las instituciones y no dudó en amenazar con las armas para bloquear potenciales decisiones contra sus intereses
El turbante negro que, para los chiíes, indica la pertenencia de un clérigo al linaje de Mahoma ceñía la frente de Hasan Nasralá, el secretario general del partido-milicia chií libanés Hezbolá, asesinado este viernes por el ejército israelí, en un bombardeo a las afueras de Beirut. Entre los suyos, era considerado un sayyed, el tratamiento que conlleva ese honor y con el que se referían a él muchos chiíes. En los ent...
El turbante negro que, para los chiíes, indica la pertenencia de un clérigo al linaje de Mahoma ceñía la frente de Hasan Nasralá, el secretario general del partido-milicia chií libanés Hezbolá, asesinado este viernes por el ejército israelí, en un bombardeo a las afueras de Beirut. Entre los suyos, era considerado un sayyed, el tratamiento que conlleva ese honor y con el que se referían a él muchos chiíes. En los entierros de los mártires su rostro estaba tan presente como las banderas amarillas de Hezbolá y el famoso cántico “¡Responderemos a tu llamado, oh Husein [el nieto de Mahoma venerado en el islam chií]!” se transformaba en “¡Responderemos a tu llamado, oh Nasralá!”. Su rostro era sinónimo de terrorismo en Occidente, de infamia para los libaneses que le acusaban de secuestrar al Estado y de dignidad para aquellos suníes en el mundo árabe que detestan a Irán tanto como aplauden que una milicia haga frente a Israel mientras bombardea Gaza.
Sus primeros años transcurrieron en dos lugares olvidados. El primero, el “cinturón de la miseria” del este de Beirut: la barriada de chabolas de Sharshabuk, cerca del suburbio de Karantine, donde nació hace 64 años y “todos” eran pobres, según recordó en mayo. Él era el mayor de nueve hermanos, su padre regentaba una frutería y ese “todos” los describía también a ellos. Pobres y chiíes, la marginada rama minoritaria del islam.
En 1975, al estallar la guerra civil que acabaría durando 15 años, la familia del clérigo libanés volvió a su lugar de origen, Basuriye, en el sur del país. Es uno de esos pueblos de mayoría chií cerca de la frontera con Israel considerados feudos de Hezbolá y del que miles de personas han escapado estos días (por orden o por miedo), en ese frente bélico intermitente desde hace décadas en la frontera.
La miseria, la marginación de los chiíes y de los refugiados palestinos que viven en el barrio en el que nació —todos “oprimidos”, un concepto central en su discurso y en la ideología de Estado de su principal aliado, Irán— marcaron la biografía de Nasralá. El devoto adolescente muy pronto se aferró a su identidad chií y a otra idea que terminó siendo una de las razones de ser de su organización: la resistencia frente a la ocupación israelí de Líbano. Con 15 años se afilió al Movimiento de Resistencia Libanesa (Amal), fundado por el clérigo iraní Musa al Sadr y cuyos seguidores se llaman a sí mismos “los desposeídos”. Desaparecido en 1978, Al Sadr aspiraba a modernizar el chiismo y fue una figura clave en su evolución hacia la acción política.
En 1976, Nasralá viajó a uno de los centros espirituales del chiismo: el seminario de Nayaf, en Irak. Su director era Mohammed Baqir as Sadr, cercano al futuro líder iraní, el ayatolá Ruhollah Jomeini, a quien el estudiante conoció entonces. Dos años después fue expulsado de Irak por el régimen de Sadam Husein, pero, para entonces, ya había llamado la atención de quien sería su mentor y predecesor como líder de Hezbolá, Abbas Al Musawi, asesinado por Israel en 1992.
Esos encuentros forjaron su pensamiento. Un hecho selló su devoción hacia el ayatolá Jomeini: la instauración de la República Islámica de Irán, en 1979. El régimen que tuvo a Jomeini como primer líder supremo consagró la doctrina del velayat e faqih, el gobierno de los clérigos, doctos de la ley islámica, que sitúa al estamento religioso en la cima del poder político y del Estado. Entre el quietismo chií que se enseñaba en Nayaf, que defendía la separación de política y religión, y el velayat e faqih de Jomeini y el seminario iraní de Qom —donde también estudió Nasralá en los 80—, el libanés optó por el último.
En 1982, abandonó Amal y se integró en Hezbolá, el Partido de Dios, una milicia creada con apoyo y entrenamiento iraní. 10 años después, cuando Nasralá fue nombrado su secretario general, la organización se registró como partido político, una decisión que se atribuyó a su nuevo líder, con entonces 32 años. Se presentó en 12 distritos en las elecciones municipales de 1992. Venció en todos. Desde 2005, participa en los gobiernos del país y en 2006 impuso una minoría de veto para su coalición en el Gobierno de unidad nacional creado tras la guerra de ese verano con Israel. Por primera vez, obtuvo dos ministerios.
Israel
El liderazgo de Nasralá en Hezbolá se había asentado mucho antes. La retirada de Israel del sur de Líbano, en 2000, que se atribuyó en parte a las acciones militares de la organización, y la que siguió a la breve guerra de 2006, rodearon al líder del partido-milicia de un aura de liberador. Muchos de sus correligionarios veían en él “al único musulmán que ha derrotado a Israel en el campo de batalla”, según le describió hace años la web árabe Al Bawabaven.
Su retrato reina en casas y negocios en los barrios chiíes de Beirut, del valle de la Becá y del sur del país, donde muchos lo veneran como a un héroe. Su primogénito, Hadi, fue asesinado por Israel en 1997 a los 18 años y medios israelíes apuntan a que su hija ha muerto en el bombardeo de este viernes. Estados Unidos e Israel veían en él al líder de un grupo terrorista, por los atentados suicidas y secuestros que ha cometido. El clérigo vivió escondido durante años y se dirigía a sus seguidores a través de discursos desde un lugar sin identificar, por lo general en directo.
El 8 de octubre de 2023, un día después del ataque de Hamás y cuando los aviones israelíes lanzaban las primeras bombas en represalia sobre Gaza, dio un paso que, según Israel, le ha acabado costando la vida. Hezbolá lanzó cohetes contra las Granjas de Sheba, un territorio que reclama y cuyo estatus Naciones Unidas exhorta a negociar en la misma resolución que puso fin a la guerra de 2006. El fuego cruzado (cinco veces más intenso por parte de Israel que de Hezbolá) causó cientos de muertos hasta que el Gobierno de Benjamín Netanyahu pisó el acelerador, con un bombardeo masivo (550 muertos, el día más letal en la historia del país y tantos como en los 11 meses previos) y aprovechó su superioridad estratégica para ir asesinado líderes hasta llegar a lo más alto.
Carismático y buen orador, Nasralá fue, ante todo, un pragmático, especialista en dar una de cal y otra de arena y en privilegiar los intereses del grupo sobre sus ideales. En Líbano, no dudó en usar el poder ilegítimo que le dan las armas y su condición de Estado dentro del Estado, para evitar que las instituciones tomasen decisiones que le perjudicasen. Sea sacando sus milicianos a la calle, como en 2008; sea bloqueando la investigación sobre la explosión del puerto de Beirut, al considerar que el juez tenía motivaciones políticas; sea imponiendo un veto de facto sobre el próximo presidente.
Su discurso de defensa de los oprimidos, por ejemplo, no le impidió apoyar abiertamente y militarmente a su aliado sirio, Bachar El Asad, responsable de crímenes de guerra, del lanzamiento de barriles bomba sobre la población, de torturas y de aplastar brutalmente a la oposición cuando se manifestaba pacíficamente, lo que acabó degenerando en guerra civil. Hezbolá había alabado previamente las revueltas de la Primavera Árabe contra dictadores de otros países de la región. Hasta que tocaron a su aliado El Asad, el líder que se jactaba semanas antes de que nunca llegarían a Siria. Otros, como el movimiento palestino Hamás, sufrieron de hecho la expulsión de su liderazgo de Damasco, precisamente por no cerrar filas con El Asad.
Esa contradicción de Nasralá empañó su imagen. Once meses de lanzamiento de cohetes contra Israel y el rechazo a detener su ofensiva mientras sigan cayendo bombas sobre Gaza —por mucho que sus mandos fuesen cayendo uno tras otro y que el Mosad lo humillase y mermase con la letal detonación a distancia de miles de buscas y de walkie-talkies— la restauraron. Para Occidente, ha muerto un terrorista que llevaba demasiado tiempo jugando a los dados con el destino. Para muchos en Oriente Próximo, Nasralá ha pagado el precio de defender a los palestinos cuando casi nadie lo hace.
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