El beduino que lucha desde Israel por sacar a su familia del infierno de Gaza

Dos evacuaciones, del Sinaí y Gaza, y el estigma de la colaboración acabaron llevando al clan familiar de Riad El Shtiwi a un poblado sin nombre en el desierto del Neguev

Riad El Shtiwi, junto a su casa en el asentamiento beduino cerca de Tel Arad, en el desierto israelí del Neguev, el pasado junio.Antonio Pita

Riad El Shtiwi abre una carpeta con documentos en árabe y hebreo, compilados durante décadas, para explicar cómo él ha acabado aquí y su mujer Widad y cuatro de sus hijos (que nacieron en Israel) en Gaza entre el hambre y las bombas. Un “aquí” difícil de definir: una precaria aldea en el desierto israelí del Neguev que no tiene nombre oficial ni aparece en los mapas, como otras decenas de los denominados “poblados no reconocidos”, principalmente bedu...

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Riad El Shtiwi abre una carpeta con documentos en árabe y hebreo, compilados durante décadas, para explicar cómo él ha acabado aquí y su mujer Widad y cuatro de sus hijos (que nacieron en Israel) en Gaza entre el hambre y las bombas. Un “aquí” difícil de definir: una precaria aldea en el desierto israelí del Neguev que no tiene nombre oficial ni aparece en los mapas, como otras decenas de los denominados “poblados no reconocidos”, principalmente beduinos. Se la conoce como Tel Arad, por cercanía al sitio arqueológico homónimo a unos 25 kilómetros del mar Muerto, aunque los separa un camino de tierra sin señalizar y con camellos en el que su clan familiar ha culminado un periplo por tres territorios (Egipto, Gaza e Israel) que narra medio siglo de historia del conflicto de Oriente Próximo.

Las autoridades israelíes reubicaron en 2005 en Tel Arad a Riad y a otras 68 familias de los Armilat, un clan beduino originario de la costa norte de la península egipcia del Sinaí. Los sacaron de un lugar que sí tenía nombre (Dahaniya), pero que todos en Gaza llamaban de otra forma: la “aldea de los colaboracionistas”. La habían edificado las autoridades militares israelíes en los años setenta (cuando controlaban tanto Gaza como el Sinaí, a raíz de su victoria en la Guerra de los Seis Días de 1967) para compensarles por apropiarse de sus tierras para construir el asentamiento judío de Yamit y haber espiado y estado de su lado durante el conflicto. Cuando Israel y Egipto firmaron la paz en 1978, una parte del clan regresó al Sinaí. La familia de Riad marchó a Dahaniya, donde tenían agua corriente, electricidad y media hectárea de tierra por persona.

Un familiar de Riad El Shtiwi mira el móvil mientras se prepara el café, en el asentamiento beduino cerca de Tel Arad, en el desierto israelí del Neguev, el pasado junio.Antonio Pita

En 1994, comenzaron a aplicarse los Acuerdos de Oslo entre israelíes y palestinos, Gaza se convirtió (junto con Jericó, en Cisjordania) en el primer lugar en el que ondeó la bandera palestina y Dahaniya, en un lugar protegido por barreras y soldados israelíes. Los propios vecinos caminaban armados en ocasiones y una brecha indisimulable separaba a los beduinos de los colaboracionistas palestinos que Israel metió allí en la Primera Intifada (1987-1993), para no acabar asesinados en Cisjordania por haber pasado información al enemigo. Israelíes y palestinos pactaron dejar Dahaniya bajo soberanía israelí “a la espera de una declaración de amnistía general [palestina] para los residentes del pueblo”. Ni llegó, ni se libraron jamás del estigma.

En 2005, el Gobierno de Ariel Sharon decidió unilateralmente retirar sus tropas y 9.000 colonos de Gaza, convertida en un avispero, para centrarse en Cisjordania. Las imágenes que han pasado a la historia son las de soldados sacando por la fuerza a colonos judíos vestidos de naranja, el color del movimiento opuesto a la evacuación. Nadie se preocupó mucho entonces por la suerte de la “aldea de los colaboracionistas”. Aunque Israel construyó Dahaniya, no la incluyó en el plan de compensación por la evacuación, así que recibieron menos dinero que los colonos judíos. Quedarse en la nueva Gaza con el sambenito de colaboracionista y sin la protección de los soldados israelíes era una opción arriesgada. Algunos volvieron a sus orígenes en Egipto y otros pidieron al Supremo el traslado a Israel. El caso acabó en la mesa de Sharon, que decidió concederles un permiso de residencia temporal hasta que “se aclare” si de verdad su vida correría peligro en Gaza.

Tanques israelíes cruzan la península del Sinaí en dirección al Canal de Suez, durante la Guerra de los Seis Días de 1967.Universal History Archive/Universal Images Group/Getty

Los militares les dejaron cerca de la inhóspita Tel Arad, con tiendas de campaña y un camión cisterna. En las crónicas de la época, los evacuados del clan se quejaban de su nueva vida, sin tierras para los tomates, ni electricidad. La cisterna, además, fallaba, así que tenían que andar igual varios kilómetros para obtener agua. “Nos devolvieron 30 años atrás”, recuerda Riad, mientras las mujeres preparan cordero y arroz que cenarán luego sentados en el suelo, cerca del fuego.

Para las familias beduinas que ya habitaban la zona, el camión cisterna fue, sin embargo, un escupitajo en la cara, tras años pidiendo sin éxito a las autoridades israelíes conexión a la red de agua y electricidad. Tampoco las localidades judías cercanas estaban muy felices por llegada de “una población débil [económicamente] y desempleada” que “solo aumentará la criminalidad en la zona”, como dijo el entonces alcalde de la ciudad de Arad, Moti Brill. Una semana más tarde, tras sermones en las mezquitas contra los recién llegados, beduinos de la zona abrieron fuego contra sus casas. Huyeron de vuelta a la frontera con Gaza, pero las autoridades militares fueron muy firmes: O Tel Arad o nada. “Nos forzaron a volver”, lamenta Riad.

“Ahora estoy contento de estar en Israel, no me arrepiento. No quería quedarme en Gaza, ni marcharme [a Egipto]. Pero también me sorprendió que nos trajeran donde no hay nada, a dos kilómetros de la carretera principal.

Viviendas del asentamiento beduino cerca de Tel Arad, en el desierto israelí del Neguev, el pasado junio.Antonio Pita

Las autoridades no reconocen Tel Arad ni otros poblados (algunos, anteriores al nacimiento de Israel en 1948) para presionar a sus habitantes a reubicarse en ciudades, renunciando a su estilo de vida tradicional. El objetivo: liberar territorio para la expansión de las localidades judías y los terrenos de entrenamiento militar. Como no son legales, tampoco lo es construir. “Todo esto tiene órdenes de demolición”, dice mientras señala a dos estructuras. La dinámica contrasta con aquellos asentamientos judíos en Cisjordania que el propio Estado de Israel considera ilegales: muy rara vez los desmantela y acaban recibiendo con el paso de los años protección, fondos, luz, agua, carreteras de acceso e infraestructuras públicas.

Sobre la antigua Dahaniya se levanta hoy la parte gazatí de la terminal fronteriza con Israel de Kerem Shalom y, en su momento, parte del aeropuerto con el que Gaza contó brevemente y que simboliza como pocos el derrumbe del sueño del proceso de paz. Construido con fondos internacionales (entre ellos de España), celebró su primer vuelo con pompa en 1998. Cuatro años más tarde, en plena Segunda Intifada, Israel ya había bombardeado la estación de radar y la torre de control y levantado la pista de despegue con bulldozers.

Hoy, Riad, de 47 años, está centrado en sacar de Gaza a Widad, a la que llama su mujer, pero no lo es legalmente, porque Israel prohíbe desde 1977 la poligamia y ella es su segunda esposa. De 44 años, Widad es de Rafah. Se casaron en 2007 y tuvieron tres hijos (hoy de 15, 14 y 11 años) en una época en que Riad vivió en Gaza. En 2016, con él en Israel, ella entró con un permiso de visita por enfermedad y aprovechó para quedarse en Tel Arad. “Le construimos una casa y los niños estudiaban en la escuela de la zona”, recuerda Riad. Tuvieron otros cuatro hijos (hoy tienen entre tres y siete años) que nacieron en un hospital israelí (Soroka) y estuvieron escolarizados en el país. Hace dos años, fueron deportados de vuelta a Gaza, por encontrarse en situación irregular.

Riad El Shtiwi muestra documentos sobre su petición, en el sofá de su casa en el asentamiento beduino cerca de Tel Arad, en el desierto israelí del Neguev, el pasado junio.Antonio Pita

Las autoridades hacen la vista gorda con la poligamia, que siguen un tercio de los beduinos del Neguev, pero no es legal, así que Riad tuvo que hacer un test de ADN para probar que es el padre de los pequeños y pedir su vuelta. Recibió los resultados el 2 de octubre de 2023.

Cinco días después, Hamás lanzó su brutal ataque por sorpresa, Israel comenzó a devastar Gaza y todo (sacar a alguien de la Franja, avanzar trámites…) se volvió una tarea hercúlea, pese a ser más urgente que nunca. Tras peticiones y citas en el Ministerio de Interior, el 29 de julio presentó el formulario de inscripción familiar y cuenta que recibirá respuesta en medio año. “¿Te das cuenta de lo que son ahora mismo seis meses en Gaza?”, protesta. ”A veces pienso: ‘estamos en tiempos de guerra, es complicado...’ Pero luego me doy cuenta de que es justo al revés. Serían 10 minutos: que alguien los lleve a Kerem Shalom y los saquen por ahí. Hamás no se va a oponer”, argumenta.

Widad, mientras, pasa los días con sus hijos comiendo de la beneficencia en una precaria tienda de campaña cerca de la ciudad de Jan Yunis, tras huir del avance de las tropas hacia Rafah, donde al menos tenían cuatro paredes de hormigón. “En Rafah no estábamos contentos, porque queríamos volver a nuestra casa en Israel y los niños querían estar con su padre. Ahora estamos peor, en una tienda de campaña en la que hace mucho calor. La gente me pregunta: ‘Tu marido es ciudadano israelí, ¿por qué no los recibe a usted y a sus hijos?”, señala entre mensajes de voz y de texto en WhatsApp. “De verdad, la vida es dura”.

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