De patrulla con las tropas españolas en el sur de Líbano tras siete meses de fuego cruzado sin precedentes
Los 650 soldados españoles de la misión de ‘cascos azules’ en la divisoria con Israel viven su momento más delicado en dos décadas de despliegue. Un recorrido muestra las consecuencias de los enfrentamientos con Hezbolá
Con el permiso por escrito del ejército libanés, el visto bueno en persona de los servicios de inteligencia y Hezbolá al corriente de que nos adentramos en su feudo, nos dirigimos al punto de encuentro: un puesto militar de control junto al río Litani, la frontera natural que delimita el área de operaciones de Unifil, la misión de Naciones Unidas en el sur de Líbano cuyos 650 soldados españoles pasan por su momento más peligroso en dos décadas de despliegue. No son objetivo de nadie, pero llevan ...
Con el permiso por escrito del ejército libanés, el visto bueno en persona de los servicios de inteligencia y Hezbolá al corriente de que nos adentramos en su feudo, nos dirigimos al punto de encuentro: un puesto militar de control junto al río Litani, la frontera natural que delimita el área de operaciones de Unifil, la misión de Naciones Unidas en el sur de Líbano cuyos 650 soldados españoles pasan por su momento más peligroso en dos décadas de despliegue. No son objetivo de nadie, pero llevan siete meses en medio de un fuego cruzado entre el ejército israelí y las milicias en el sur de Líbano, principalmente Hezbolá, que ha ido alcanzando unas oleadas de intensidad antes impensables y, lo que es peor, en aumento.
Misiles de cazabombarderos y drones o disparos de artillería, por parte israelí, que han matado a unas 400 personas (un 75% milicianos de Hezbolá); drones suicidas, cohetes y proyectiles antitanque de Hezbolá que se han cobrado unas 30 vidas, sobre todo de militares, al otro lado de la divisoria. En diciembre, un impacto fortuito alcanzó la torre de observación en una posición española, sin causar daños personales. La Unifil ha registrado 9.000 trayectorias (cuando el radar localiza una trayectoria balística) y violaciones diarias del espacio aéreo libanés en los primeros cuatro meses de guerra, acalladas en parte por la dimensión de la destrucción en Gaza.
Estamos de camino cuando el teniente coronel Juan Antonio García Martínez, el oficial de comunicación de la brigada española en Líbano que viene a buscarnos, nos advierte: acaban de declarar el nivel 3 de alerta (el máximo) porque Israel ha bombardeado la zona bajo mando español. Las tropas tienen que bajar a los búnkeres y las patrullas quedan anuladas. Los soldados han llegado a pasar hasta nueve horas en los búnkeres, pero esta vez hay suerte: la alerta baja tras apenas 40 minutos.
Dejamos el coche en un descampado y subimos a los blindados. Nada de seguir en vehículo particular. La aviación del “vecino del sur” (como dicen algunos libaneses para no utilizar la palabra Israel) bombardea los escasos coches que circulan por las carreteras en los que cree que van milicianos. Justo en la víspera, un misil mató a cuatro hombres de Hezbolá en una ruta secundaria al este de la ciudad de Tiro. Los vecinos se apresuraron a retirarlo, dejando solo un rastro negro del impacto y algunas piezas del coche desperdigadas por la carretera.
Un cartel con el color azul distintivo de Naciones Unidas señala que nos adentramos en territorio Unifil: un mosaico de pueblos chiíes, maronitas, suníes o drusos entre el sur del Litani y el norte de la Línea Azul. Son 120 kilómetros de divisoria —no es una frontera oficial y acordada— con Israel y con los Altos del Golán (el territorio sirio que ocupó en la Guerra de los Seis Días de 1967 y luego se anexionó) a la que se retiraron las tropas israelíes en 2000, poniendo fin a una ocupación de 18 años del sur de Líbano que justamente dio luz a Hezbolá. Aún era un grupo armado incipiente —y no el poder fáctico en que se ha convertido, con una rama política y otra militar que mezclan pragmatismo e islamismo radical—, pero hizo la vida tan imposible a las tropas israelíes que tuvo mucho que ver en su repliegue. En 2006 mantuvieron 34 días de guerra abierta, como la que hoy parecen rozar desde hace siete meses sin que acabe de explotar.
Vamos en un blindado MLV Lince y en un todoterreno al que se le ha añadido un blindaje que aguantaría algunos artefactos explosivos improvisados, pero no impactos más potentes. Detalles que importaban mucho menos antes de octubre, cuando los soldados podían patrullar a pie y en torno a la Línea Azul. El 7 de octubre, el ataque de Hamás desencadenó los bombardeos y posterior invasión de Gaza; y Hezbolá se sumó un día más tarde, al principio con tímidas escaramuzas. Los soldados de Unifil, que antes podían ir a pueblos de la zona a comerse una pizza, no pisan ya más que el cuartel general y los puestos de observación; y patrullan dentro de los blindados, sin bajarse, salvo que sientan que su vida corra peligro. El soldado Jesús Espejo Rodríguez ejerce de tirador en el blindado, pero va con la escotilla cerrada porque estamos a menos de tres kilómetros de la Línea Azul. Desde octubre han aumentado las patrullas y dejado en el mínimo imprescindible las tropas en posiciones cercanas a la Línea Azul.
Esto no es Gaza, con sus bombas de hasta una tonelada que matan a decenas de personas y barrios enteros borrados de la faz de la tierra. Es más bien una concatenación de localidades diversas con distintos grados de destrucción. Las zonas chíies más castigadas como Kafr Kila, Al Odaisse o Jiam están desiertas. Lo más parecido a vida humana son un puñado de sanitarios (que Israel sospecha que son en realidad activistas de Hezbolá) junto a las ambulancias y las imágenes de Hasan Nasrala, el líder de Hezbolá; o del ayatolá Jomeini, alma de la Revolución Islámica de 1979 en un Irán que comparte rama del islam (chiismo) y apadrina a Hezbolá.
Ciudad fantasma
Kafr Kila, por ejemplo, parece una ciudad fantasma. No circula un solo coche y varias viviendas se ven completamente destrozadas. Sobre las ruinas de algunas, luce orgullosa una bandera amarilla de Hezbolá. Cada tanto se ven señales de metralla en los muros, cristales rotos y persianas de comercios abolladas por la onda expansiva de las explosiones. Israel bombardeó allí la noche previa y esa misma mañana. Al otro lado se puede ver la ciudad israelí de Metula, blanco frecuente de los proyectiles de Hezbolá. Ambas están evacuadas. En Israel, el Estado paga la reubicación; en Líbano, los alojan familiares en localidades más seguras.
En cambio, en el llamado “cinturón cristiano” se ve poca vida y comercios cerrados, pero también gente en la calle y hasta peluquerías o heladerías atendiendo a los pocos clientes entre imágenes de la Virgen María y de Jesucristo.
Marchamos en paralelo al muro de hormigón que Israel levantó junto a la Línea Azul. La imagen es inédita. Cada poco hay una torre desnuda. Hezbolá ha derribado las antenas que las coronaban con impactos precisos de proyectiles anticarro. Suelen usarse contra blindados, pero está aprovechando su precisión para dirigirlas contra otros objetivos. También se ven los árboles de crecimiento rápido que ha plantado para bloquear las cámaras de observación israelíes.
“Si localizamos una lanzadera o un depósito de armas, o vemos alguna cosa rara, informamos a las Fuerzas Armadas Libanesas”, explica García Martínez. “Nuestra misión es apoyarlas. La solución no es que Unifil lo haga todo, sino poner en conocimiento y que se encarguen las autoridades libanesas”.
Aunque está a 150 kilómetros en una línea recta imposible de tomar, Jerusalén está muy presente. Un cartel recuerda la distancia a la ciudad y se suceden las imágenes de Al Aqsa, el tercer lugar más sagrado del islam y símbolo de la unión musulmana en la lucha contra Israel que alimenta Hezbolá. Lo resumen dos grafitis en árabe: “Toda la resistencia hacia Jerusalén” y “Nuestro iftar [la comida con la que se rompe el ayuno en el mes sagrado de Ramadán] será en Jerusalén”.
Muchos de los civiles en el camino son refugiados sirios de la guerra. Cada tanto se ven sus precarios poblados de tiendas de campaña. Con menos que perder y sin redes familiares, malviven en la frontera trabajando en la agricultura. La zona, atravesada por fuentes del río Jordán, es el vergel del país, con cultivos frutales y de vid a ambos lados de la carretera. Otros sirios pastorean decenas de cabras y ovejas en las inmediaciones.
Llegamos a la posición de Naciones Unidas 4-28, justo en la Línea Azul. Un monumento recuerda al cabo Francisco Javier Soria. Un proyectil de artillería israelí lo mató allí en 2015, al impactar en la torre de observación en la que hacía guardia. Hoy las cámaras graban continuamente y un radar identifica las vulneraciones (proyectiles desde Líbano, violaciones israelíes del espacio aéreo…). No ha habido muertos entre las fuerzas de Unifil desde octubre, pero sí heridos por el fuego cruzado.
El capitán Héctor Alonso García explica lo que vemos desde la 4-28. Abajo, zonas minadas. Al fondo, antenas militares israelíes prácticamente en cada cima. Como estamos cerca de Israel, los sistemas de navegación por GPS, como Google Maps, dejan de funcionar. Su ejército interfiere la señal en el norte del país para impedir el guiado de los proyectiles.
Pasamos junto a Ghayar, una localidad que encarna como pocas las complejidades del conflicto de Oriente Próximo y cuya vigilancia recae sobre el batallón español. La Línea Azul la atraviesa en dos mitades, entre las que no existe separación física: el sur está en los Altos del Golán y el norte, en Líbano, pero lo pueblan sirios con pasaporte israelí. Un escenario muy atractivo para el contrabando y las infiltraciones.
En vulneración de la resolución de la ONU, Israel rodeó con una valla el norte de la aldea el año pasado, lo que la convirtió en atracción turística para los israelíes y comenzó un juego del gato y el ratón que entonces parecía peligroso y hoy resulta anecdótico. Hezbolá respondió colocando dos tiendas de campaña en una zona, técnicamente en territorio israelí, que reivindica. Justo en los metros entre la Línea Azul, marcada por barriles azules, y la barrera israelí, en su mayoría valla sensorizada. Llegó octubre y Ghajar pasó de visita de fin de semana a blanco de los proyectiles de Hezbolá. En teoría está evacuada; en la práctica hay gente, y se ven algunos coches.
Pulso de banderas
El pulso entre ambos lados de la frontera no es solo militar. A un lado, alguien ha colocado una bandera palestina sobre un mástil para que la vean con claridad las fuerzas israelíes. Al otro, luce la azul y blanca con la estrella de David del Estado judío.
En la posición 9-64, también en la Línea Azul, el puesto de observación permite ver la triple frontera entre el Golán sirio, Israel y Líbano. Como el Golán es territorio ocupado, es el último barril sobre el que hay acuerdo, el 96. Hubo que desminar el camino hasta el alto para poder colocarlo. Se escucha el zumbido de los drones israelíes y el paso de un cazabombardero. “Como es una vaguada, suena como si estuviese aquí al lado. No se ven, pero los podemos identificar a través del oído”, explica el capitán Adrián Sánchez Palomares. De repente se escucha un leve impacto a lo lejos. Poco después, aparece humo negro al fondo, ya en territorio israelí.
“Las milicias [en Líbano] van probando y perfeccionando las técnicas, como los protocolos de uso del teléfono para no ser localizados. Lo han intentado de mil formas: misiles, proyectiles antitanque, drones… También ataques combinados. Desde el valle de la Bekaa y los Altos del Golán, para intentar saturar la Cúpula de Hierro [uno de los escudos antimisiles israelí]. Han conseguido causar bajas entre soldados en pocos días”, explica García Martínez.
El humo nos hace prever una represalia en breve que pondrá fin a nuestra suerte: haber permanecido buena parte del día el nivel 1 de alerta, en el que las patrullas actúan con normalidad. El nivel 2 obliga a cancelarlas y regresar a la base. El 3, a refugiarse en los búnkeres. Sucede a las 13.30. Suena la alerta antiaérea y los soldados se dirigen a los búnkeres con más resignación que prisa.
Algunos llevan el equipamiento de guardia: fusil, cuatro cargadores, pistola, torniquetes… Otros, una extraña mezcla de chaleco antibalas, peto azul de la ONU y pantalón corto de deporte y deportivas, porque les pilló ejercitándose en el gimnasio o en su tiempo de ocio. “Yo estaba a punto de entrar a ducharme”, admite entre risas el soldado Pedro Muñoz. “Alguna vez me ha tocado patrullar de 04.00 a 10.00 de la mañana para que luego haya un nivel 3 a las 11.00 y te toque venir al búnker durante horas, en vez de poder descansar”, lamenta. Vuelve a España dentro de cuatro días. Todos concluyen la misión este mes y se van por fases. “Salvo el último mes, se pasa rápido”, cuenta.
Esa semana suman ya más de 20 horas en los búnkeres: sentados en dos filas y sin conexión de internet. Hay 324 litros de agua, comida para una semana, un ajedrez, un tres en raya y una baraja de póker que nadie toca. Ochenta minutos más tarde, se levanta la alerta. Los soldados se esfuerzan por contener los gestos de alegría.
La guerra de 2006 ―1.300 libaneses muertos, sobre todo civiles; 165 israelíes y una suerte de cierre en falso en forma de resolución de Naciones Unidas que unos y otros incumplen sistemáticamente― trajo aquí a las tropas españolas. La misión existía técnicamente desde 1978, pero solo entonces tomó de verdad cuerpo y se convirtió en una enseña de las misiones de España en el exterior, claves en que las Fuerzas Armadas hayan pasado en pocas décadas de institución asociada al franquismo y a la sobredimensión artificial a una de las más valoradas por la ciudadanía en los sondeos.
Aunque con menos militares, sigue siendo la mayor misión de cascos azules españoles en el mundo, entre 650 y 660. Hasta marzo, cuando España desplegó en Eslovaquia unos 700 militares para reforzar el flanco este de la OTAN a raíz de la invasión rusa de Ucrania, era también la mayor en el exterior.
Su simbolismo para Espana va más allá de los números. Al frente de todo el despliegue de Unifil, unos 10.000 efectivos de 47 países, está hasta 2025 un teniente general español, Aroldo Lázaro. El cuartel general del sector este se llama Base Miguel de Cervantes. Lo comanda el general de brigada español Pablo Gómez Lera. Son 3.456 soldados divididos en cuatro zonas, cada una con un batallón: español, indonesio, nepalí e indio.
En el batallón español sirven también serbios, salvadoreños, brasileños y argentinos. Se puede ver en un poste con flechas en el que los soldados que pasan (las misiones son de seis meses) marcan en una flecha el lugar de procedencia. También en la cafetería, el comedor o el gimnasio, donde intentan combatir el aburrimiento de una misión para la que también han recibido entrenamiento psicológico, pero no deja de ser medio año sin permisos para ver a familia y amigos más que por videoconferencia. Solo hay wifi en la base. Y mucho deporte en la televisión colectiva (fútbol, baloncesto, tenis, Fórmula 1) y videollamadas con familias y amigos para que el día se haga más corto.
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