La guerra ahoga el turismo en Odesa
El 75% de los visitantes de la capital turística y comercial del mar Negro, hoy principal objetivo de las bombas de Moscú, eran rusos hace una década
“No sé si los tipos que lanzan los misiles están atentos al mapa de la Unesco”, bromea Ivan Liptuga, responsable de Turismo y Cultura de Odesa. El centro histórico de esta ciudad fue inscrito el pasado febrero en la lista de Patrimonio Mundial ante el riesgo de destrucción por la invasión rusa. La principal urbe ucrania a orillas del mar Negro, ...
“No sé si los tipos que lanzan los misiles están atentos al mapa de la Unesco”, bromea Ivan Liptuga, responsable de Turismo y Cultura de Odesa. El centro histórico de esta ciudad fue inscrito el pasado febrero en la lista de Patrimonio Mundial ante el riesgo de destrucción por la invasión rusa. La principal urbe ucrania a orillas del mar Negro, objeto estos días de constantes bombardeos rusos, sobrevive a duras penas como uno de los motores económicos del país impulsado por el turismo, el comercio y el transporte. La ocupación por parte de tropas del Kremlin de Crimea en 2014 ya fue un mazazo y, cuando se veía la luz al final del túnel de la pandemia, a finales de 2021, llegó la gran invasión ordenada por Vladímir Putin en febrero del año pasado. “Este reconocimiento de la Unesco es muy importante porque nos ayuda a protegernos del enemigo externo y también a preservar nuestro patrimonio a nivel interno”, comenta Liptuga.
Los bombardeos de los últimos tres días tienen como objetivo algunos de los siete puertos de la región, que hacían de Odesa el principal polo de las exportaciones y las importaciones del país. Su litoral ha sido en el último año la lanzadera para la salida de grano ucranio a todo el mundo gracias a la conocida como iniciativa del mar Negro, un corredor seguro pese a la guerra, cuya prórroga Rusia se negó a firmar el lunes pasado. En medio del deseo expresado por Kiev de seguir sacando buques con cereal, Moscú ha respondido lanzando misiles durante tres días seguidos sobre la infraestructura portuaria y de almacenamiento de grano, aunque han sido alcanzadas también viviendas y comercios. Rusia, además, señaló que esos ataques suponen una “represalia” a los que Ucrania lleva a cabo contra intereses del Kremlin en la península ocupada de Crimea.
La guerra ha dejado atrás unas cifras que hoy dan vértigo en el tridente de las que eran las tres ciudades más visitadas de Ucrania: Lviv, Kiev y Odesa. Hasta 2013, el año previo a la ocupación de Crimea, casi la mitad de los que llegaban de fuera eran rusos. Les seguían bielorrusos, moldavos, polacos y rumanos. La cifra de rusos se disparaba hasta el 75% en el caso de Odesa, detalla Liptuga, de 43 años y que lleva más de 20 en el sector. Esos turistas llegaban a gastar cuatro o cinco veces más que un viajero local, lo que permitía, pese a la estacionalidad ligada a la primavera y el verano, aguantar todo el año.
La víspera de la gran invasión, una familia rusa contrató al guía Artem Vasiuta, de 36 años, para visitar durante una semana Odesa en agosto. Ese viaje nunca se produjo y Vasiuta, sin apenas excursiones contratadas, decidió hace unos meses convertirse también en taxista para mantener la economía familiar; su esposa, también guía, está embarazada y ahora no tiene empleo. No podían quejarse de cómo les iba la vida, cuenta durante un paseo por la ciudad que incluye desde los últimos lugares bombardeados a la playa de Lanzheron. Allí hay cierta animación y no tiene efectos reales la prohibición de bañarse impuesta tras la llegada de restos de la riada provocada por la voladura de la presa de Nova Kajovka, a más de 200 kilómetros de distancia. “En 2021 ingresamos unos 20.000 dólares [cerca de 18.000 euros], una buena cantidad aquí en Ucrania, y esperábamos llegar hasta unos 25.000 en 2022″, detalla. Ahora no puede dejar de acordarse de los dos colegas guías muertos por la guerra, uno en Mikolaiv y otro en Bajmut.
Con una oportunidad de negocio en el horizonte, Tania Aver, de 25 años, empezó a formarse como guía antes de la invasión rusa. Llegó a Odesa con 16 años huyendo de la ocupación de su ciudad, Donetsk, cuando la guerra solo salpicaba el este de Ucrania. El conflicto, el desarraigo y una dramática historia familiar con la muerte de su hermano y de su padre a manos de los rusos la llevaron a necesitar ayuda en 2017. “Yo no sabía lo que era el estrés postraumático hasta que me di cuenta de que lo sufría. La salud mental es un gran problema en este país”, cuenta esta mujer, que no deja de pensar en posibles proyectos con los que lograr salir adelante frente a una realidad a contracorriente. Ya cuenta con su flamante título de guía, pero la guerra le impide ejercer por falta de clientela. Pese a todo, advierte de que este verano de 2023 Odesa es “un paraíso” comparada con el año anterior.
“Podría haber sido peor si los rusos hubieran llegado aquí”, afirma optimista Violeta Diduk, de 42 años, otra guía turística que estos días contrata tres o cuatro veces menos excursiones que antes. La mayoría, señala, son refugiados de otras regiones o locales que se entretienen conociendo su propia ciudad. Solo algunos son periodistas y voluntarios extranjeros.
El último de los 150 cruceros por temporada que atracaban en el puerto de Odesa, con un millón de habitantes en 2021, lo hizo el 2 de mayo de 2014, año en que Rusia se hizo ilegalmente con Crimea, recuerda el responsable de Turismo. Hoy, los más de 350 kilómetros de costa de la región, muchos con playas de arenas blancas, son un erial de visitantes comparado con hace una década. “Ética y moralmente”, en plena guerra, reconoce que no merece la pena seguir buscando alternativas a los rusos como hicieron con los chinos, saudíes, europeos o con los propios ucranios cuando sus principales clientes se esfumaron por el conflicto a lo largo de la última década. Además, “todo se tuvo que cerrar el 24 de febrero de 2022″, lamenta Liptuga aludiendo al primer día de la gran invasión rusa, a unos metros del Teatro de Ópera y Ballet, uno de los emblemas de la ciudad, que mantiene estos días su programación con público autóctono.
Vasiuta acababa de estrenar el 22 de febrero de 2022 su nuevo tour por el Odesa judío y, solo un día antes, el 21, había celebrado con decenas de colegas el Día Internacional del Guía de Turismo. “Durante ese evento tuve un mal presentimiento. Pensé que sería nuestra última reunión en paz”, señala todavía abrumado por no haberse equivocado.
Odesa representa el mejor ejemplo de ciudad multicultural y multiétnica, explica Ivan Liptuga, tataranieto de un griego, Yannis Likiardopulos, que llegó a la ciudad y se casó con una cosaca. En el siglo XIX, los judíos integraban la mitad de la población. Hoy apenas superan el 1%, explica Niusa Verkhovska, de 36 años y directora interina del Museo Judío, pues el titular está enrolado en el ejército. En plena temporada de verano, apenas visitan este lugar dos o tres personas al día, frente al medio centenar previo a la guerra.
“Mis hijos son la séptima generación de judíos en Odesa y este museo es para mí como otro hijo más”, comenta Verkhovska. Por eso, tras escapar en familia a Alemania el año pasado, decidieron regresar hace cuatro meses. “Odesa es un país dentro del país. Yo no sentía mucho vínculo con Ucrania, pero ahora por la guerra me siento judía ucrania”, comenta mientras acaricia las vitrinas que recogen algunos objetos de sus antepasados. “Quiero un arma y luchar”, dice que le pidió su hija Karen, de 12 años, que “en Alemania llegó a estar muy deprimida y hacía dibujos con los muertos de Bucha tras ver las noticias. Fue muy duro”.
En plena guerra y con el toque de queda de medianoche a cinco de la madrugada, los locales están obligados a cerrar a las 22.00, con lo que la famosa noche de Odesa permanece herida de muerte. El centro, en medio de esa deliciosa arquitectura que desea proteger la Unesco, es un hervidero de personas de todas las edades al caer la tarde del viernes, pero, cual cenicientas, se marchan hacia casa a la hora en la que antaño la ciudad empezaba a bullir.
Nikita Hirenko es un valiente de 25 años que, en julio de 2022, con Odesa bastante más aletargada que ahora, decidió abrir el pub Hoppy Hog. “Fue un ahora o nunca”, señala refiriéndose a un plan que tenía ya en mente desde antes de la llegada de la pandemia. “Funciona muy bien y es un buen lugar de encuentro, aunque no podemos olvidar que estamos en un país en guerra”, explica mientras muestra la decoración bélica del local, parte de cuyos beneficios destina a ayudar a las tropas. Tiene varios cascos, restos de un blindado ruso con la Z que los representa pintada en blanco y hasta restos del fuselaje de un avión de combate enemigo. “Es de un Sukhoi que derribaron en el frente y me lo trajeron cuando casi estaba todavía caliente como regalo de cumpleaños el 13 de septiembre”, comenta mientras saborea una de las muchas cervezas que ellos mismos elaboran.
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