Novios de la muerte
La política en Rusia se hace con chantaje, porra y misil. Todo es falso, antes incluso de que se inventaran las noticias ‘fake’
La vieja y siniestra madre de la historia nunca falla. No sigue las órdenes de nadie, sino las suyas propias, que siempre terminan destruyendo a quienes pretenden utilizarla, y con frecuencia con mayor saña. La conoce bien Rusia, quizás mejor que nadie. Y tan bien que se diría inseparable de su pasado y ahora de su presente.
Esta anciana parturienta que ahora regresa es la que siempre suele cambiar regímenes y abrir la puerta a las revoluciones. Sin ir más lejos, las dos de Rusia, la de 1905, tras la derrota frente a Japón, y la de 1917, ahora evocada por Vladímir Putin, frente a Aleman...
La vieja y siniestra madre de la historia nunca falla. No sigue las órdenes de nadie, sino las suyas propias, que siempre terminan destruyendo a quienes pretenden utilizarla, y con frecuencia con mayor saña. La conoce bien Rusia, quizás mejor que nadie. Y tan bien que se diría inseparable de su pasado y ahora de su presente.
Esta anciana parturienta que ahora regresa es la que siempre suele cambiar regímenes y abrir la puerta a las revoluciones. Sin ir más lejos, las dos de Rusia, la de 1905, tras la derrota frente a Japón, y la de 1917, ahora evocada por Vladímir Putin, frente a Alemania. ¿Cumplirá también ahora con su sangrienta tarea?
Solo en una ocasión extraña, de la mano de Mijaíl Gorbachov, quedó en los márgenes del cambio político. O quizás lo aplazó hasta ahora. Fue el primero que quiso resolver los litigios en paz y sin tiros. Y quizás el último. Luego fue regresando, poco a poco, pero sin respiro. Con tanta insistencia que se diría que nunca se fue. Incluso de la mano de Borís Yeltsin, el héroe de la democracia frente al golpe de Estado, que mandó los tanques contra un parlamento reaccionario, pero legítimo que quiso sustituirle.
Las dos guerras devastadoras e inciviles de Chechenia se libraron bajo su liberal mandato, fracasada la primera, pero triunfante la segunda, gracias a su recién estrenado primer ministro, aquel inseguro principiante llamado Vladímir Putin, pero ambas igualmente feroces y cruentas. Con tales pruebas de pericia, los dados estaban ya lanzados y trucados: el exagente del KGB era el hombre adecuado, quizás el único capaz de seguir tan violenta tradición ancestral para intentar la proeza de recuperar el imperio perdido.
Asombra la ceguera occidental, nuestra ceguera. Georgia en 2008, y no pasó nada. Igual Siria a partir de 2011. Ni luego con Crimea y Donbás en 2014, motivo de máxima alarma y de ínfima preocupación entre nosotros. Sin contar con los escandalosos envenenamientos y asesinatos de periodistas, opositores, exagentes secretos y oligarcas ordenados desde el Kremlin. O las provocaciones y acciones terroristas llamadas de falsa bandera, en las que los servicios secretos rusos organizaban matanzas de inocentes para justificar sus actividades represivas.
Así se hace la política en Rusia. Con el chantaje, el policía y el juez comprados; el veneno, la porra y la pistola; el tanque, el misil y la bomba. Con la urna y el Parlamento de atrezzo teatral o de adorno verbenero. Todo fake, falso, antes incluso de que se inventaran las noticias fake.
Como en los tiempos remotos de la autocracia zarista o de la dictadura estalinista, la fuerza es lo único que importa. Para obtener primero el poder y el dinero y luego para mantener el poder y hacer más dinero. Así ha sido siempre y así seguirá siendo si gente como Putin, o como Prigozhin, siguen al cargo del Estado.
Es la fidelidad a una tradición inmemorial. Empezó con la oprichnina o guardia personal de Iván el Terrible, tan terrible como su creador. Siguió con la ochrana, la policía secreta del zarismo decimonónico, capaz de fabricar los Protocolos de los sabios de Sión para perseguir a la población judía del imperio. Superaron todos los méritos los avatares sucesivos del bolchevismo policial, desde la Checa de Lenin hasta el NKVD de Stalin y el KGB de Jruschov, en cuyas filas se formó Putin. Con sus purgas, su gulag, y sus millares de disparos en la nuca como en Katyn, toda una pavorosa e incómoda historia que asomó en tiempos de Gorbachov y Yeltsin y que Putin quiere ocultar ahora.
La define el nihilismo de un poder absoluto. Una vida no vale nada. Millones de vidas todavía valen menos. Matar y morir, qué más da. Un mero trámite es reclutar de vez en cuando a generaciones enteras de jóvenes y mandarlos al frente como carne de cañón para cumplir los designios y caprichos de una voluntad política perversa y con frecuencia corrupta.
Pobre país que solo sabe resolver así las dificultades y los litigios. Con los de fuera y con los de dentro. En su política exterior y en su disputa interior por el poder. A sangre y fuego. Sometido a la dictadura de la vieja y sangrienta maestra que ahora se revuelve contra quien la había convocado.
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