En Turquía se acabó el juego. Y podría decirse que para siempre
La victoria de Erdogan demuestra que es imposible derrocar a un régimen autoritario en las urnas
Ha llegado la negrura más absoluta, aplastando todos los sueños de un nuevo amanecer y ahogando cualquier visión de futuro. Pero el resultado de la segunda vuelta de las elecciones turcas habla claro: Recep Tayyip Erdogan, tras imponerse a su rival, Kemal Kiliçdaroglu, por un margen de 4,5 puntos porcentuales (52,18% a 47,82 %), es el único que decide el camino del país hacia su próximo siglo.
Paradójicamente, en muchos sentidos se despeja el aire de confusión. Hasta la segunda vuelta de las elecciones, la oposición, inmersa en una carrera sin aliento, conservaba un atisbo de esperanza ...
Ha llegado la negrura más absoluta, aplastando todos los sueños de un nuevo amanecer y ahogando cualquier visión de futuro. Pero el resultado de la segunda vuelta de las elecciones turcas habla claro: Recep Tayyip Erdogan, tras imponerse a su rival, Kemal Kiliçdaroglu, por un margen de 4,5 puntos porcentuales (52,18% a 47,82 %), es el único que decide el camino del país hacia su próximo siglo.
Paradójicamente, en muchos sentidos se despeja el aire de confusión. Hasta la segunda vuelta de las elecciones, la oposición, inmersa en una carrera sin aliento, conservaba un atisbo de esperanza y confiaba en frenar lo que consideraba “el viaje al infierno”, en impedir que Erdogan reafirmara sus intenciones de garantizarse una presidencia vitalicia. Sin embargo, a pesar de una crisis cada vez más profunda, de años de mala gestión y de un terremoto devastador, la mayoría del electorado ha emitido su veredicto y ha sellado la aprobación masiva de un sistema administrativo superpresidencialista y ultracentralista, otorgando un mandato al hombre que lo diseñó para él mismo, logrando superar todos los obstáculos con una temeraria y asombrosa habilidad.
La sentencia no deja lugar a dudas: desde el 29 de mayo de 2023, Turquía tiene un nuevo régimen, más alejado que nunca de cualquier forma de frágil democracia que haya experimentado desde que Mustafá Kemal Atatürk fundara el país, el 29 de octubre de 1923. El nuevo régimen es una autocracia consolidada e inquebrantable, abierta de par en par a formas más duras de gobierno autoritario, víctima de una apropiación de poder, de la que también se responsabilizará a amplios sectores de la oposición turca. Seguirá siendo un país con un Estado de derecho colapsado, prácticas burocráticas arbitrarias, sin separación de poderes, sin medios de comunicación independientes y libres y, tal vez, con una Kulturkampf [lucha cultural] ininterrumpida que se prolongará durante décadas a través de las líneas divisorias sociales definidas por la política basada en la identidad.
Ahora se inicia una nueva era con un Gobierno ultracentralista, afiliado a la doctrina estratégica de la “Síntesis Turcoislámica”, con fuertes ingredientes de una hegemonía cultural dominada por suníes y nacionalistas.
No nos hagamos ilusiones. Las elecciones también han confirmado unos cuantos hechos más. En primer lugar, Erdogan, manteniendo a las multitudes bajo su hechizo constante, ha demostrado ser un autócrata eficiente, asegurándose su posición en la cima de la alianza de poder que incluye a algunos de sus más antiguos enemigos jurados: los ultranacionalistas y los militaristas antioccidentales, así como a una densa capa de burócratas y círculos empresariales corruptos.
En segundo lugar, mediante la aplicación de un complejo conjunto de leyes electorales, ha conseguido que entre en el Parlamento un elevado número de partidos, y que los políticos se conformen con representar sus propios intereses personales o tribales y no los del electorado. La gran mayoría de los diputados recién elegidos saben, al igual que Erdogan, que asistirán a una asamblea que no será más que un “club de debate” o una “oficina de trámite”, teniendo en cuenta el dominio de los escaños al servicio de su palacio.
En otras palabras, el Parlamento será una galería de ilusiones. Los 61 diputados del partido prokurdo, ya demonizados por Erdogan en su discurso de la victoria, sentirán la espada de Damocles sobre sus cabezas, porque el gobernante dispone de todos los medios y del “clima político” para criminalizarlos. La cuestión no es si lo hará, sino cuándo. Mientras el principal partido de la oposición —el Partido Republicano del Pueblo— siga perdiendo el tiempo en largas fricciones internas, el resto de la oposición seguirá paralizada.
El tercer punto tiene que ver con la legitimidad. Estos diputados, así como el resultado de la votación de 52%-48 %, también serán extremadamente útiles para que Erdogan demuestre y reclame legitimidad ante el mundo. Argumentará que la presencia de 15 partidos en el Parlamento y la forma en que se han desarrollado las elecciones prueban que “la democracia turca funciona”. El aluvión de felicitaciones de líderes mundiales indica que su presidencia y su gobierno de mano dura se compran sin reservas.
Para todos los que seguimos a Turquía desde hace décadas, el actual momento de ruptura era un acontecimiento que se venía venir. En un artículo para la edición alemana de Le Monde Diplomatique, en febrero de 2014, definí la trayectoria de Erdogan como un “golpe a cámara lenta” con el objetivo de alertar a la oposición nacional, que parecía haber caído en una profunda confusión. El hombre fuerte jugó su partida hábilmente, manteniendo tanto a la oposición como a los medios de comunicación atrapados en luchas internas y se las ingenió para “entontecer” a las masas procedentes de todo el abanico social. Pero esa es una larga historia.
Una de las ilusiones de los animadores de la élite opositora turca era que “Turquía demostraría al mundo que un autócrata puede ser derrocado por las urnas”. Esto era también la consecuencia de sobreestimar a una clase política que domina los patrones de la oposición centrista, que en general sigue estando contaminada por su cultura populista, tribalista y utilitarista. Una vez más, lo contrario se ha convertido en un hecho; es imposible derrocar a un régimen autoritario en las urnas. Adiós Turquía, ha sido un placer conocerte como un experimento lleno de esperanza en que el islam y la democracia existirían en una cohabitación pacífica.
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