Una vida en la cárcel sin estar presa
Desde hace 27 años, la casa de Juana Lazo está atrapada dentro del perímetro del penal más poblado del Perú. A sus 74 años, sueña con ser reubicada e indemnizada por el Estado
Le dicen la Dueña de Lurigancho y su leyenda sobrevuela una de las cárceles más temibles de Latinoamérica. Su apodo despierta la envidia de los delincuentes más avezados, que desearían semejante carta de presentación en el mundo del hampa. Pero Juana Lazo Díaz nunca ha sido capaz de arrebatar un celular o una cartera ni tampoco le ha puesto una pistola en la sien a nadie. No ha cubierto su rostro con un pasamontañas ni ha amenazado el pescuezo de algún individuo con un filoso cuch...
Le dicen la Dueña de Lurigancho y su leyenda sobrevuela una de las cárceles más temibles de Latinoamérica. Su apodo despierta la envidia de los delincuentes más avezados, que desearían semejante carta de presentación en el mundo del hampa. Pero Juana Lazo Díaz nunca ha sido capaz de arrebatar un celular o una cartera ni tampoco le ha puesto una pistola en la sien a nadie. No ha cubierto su rostro con un pasamontañas ni ha amenazado el pescuezo de algún individuo con un filoso cuchillo. Ni siquiera podría cometer el pecado venial de comer uvas o panecillos en el supermercado. Lo ajeno no es lo suyo.
La Dueña de Lurigancho es una anciana de 74 años que camina con bastón, agarrándose de la cintura. No lleva tatuajes y su piel no ha sido marcada por el roce de una bala o la hoja de un machete. Su mirada no intimida y su actitud no suscita que uno se lleve la mano a los bolsillos. Produce más bien ternura y ganas de abrazarla como si se tratara de la abuela de la familia. El mote que presume es una treta del destino. Una ironía que cuenta con gracia, aunque se trate de la gran tragedia de su vida.
Juana Lazo Díaz vive desde 1966 en una casa inmensa de 250 metros cuadrados, en la cima de una colina al este de Lima. Su padre la ocupó con su familia cuando por esos años maduró la idea de construir un establecimiento penitenciario en una zona semidesértica para darle un respiro a las otras cárceles de la capital. Antes habían vivido en el mítico penal del CEPA (Colonia Penal Agrícola) en la selva de Ucayali, y se presentaba como una inmejorable oportunidad ser el jefe de mantenimiento de la nueva cárcel. Más si tenía un caserón al lado disponible, que había sido levantada por antiguos hacendados para vigilar la zona.
En esa casa cuyas ventanas hoy están forradas de plástico y a lo lejos se distingue un toldo caído que se bambolea por la fuerza del viento, ha transcurrido la película de Juana Lazo. Allí creció con sus padres y sus ocho hermanos, aprendió a sobrellevar la epilepsia que la ha acompañado toda su vida, acabó el colegio, fue a la universidad, parió dos hijos, se encorvó, le aparecieron várices y hace algunos años la hicieron bisabuela. Se organizaban, cómo no, fiestas inacabables con una pachamanca —una comida típica de los andes que consiste en cocinar carnes bajo tierra con piedras precalentadas— como atractivo principal.
Pero las parrandas y las reuniones se acabaron en 1996. Entonces, el hacinamiento en el penal de Lurigancho se volvió inmanejable y habilitar más pabellones era una urgencia. No podía ser de otra manera: fue pensado para 2.500 internos y acabó superando los 10.000. Actualmente registra 9.053. Para ganar más terreno, el Instituto Nacional Penitenciario ordenó ampliar el perímetro. Para su incredulidad, la casa de la familia de Juana fue comprendida dentro de la ampliación y enmallaron su contorno. Ella suele decir que se trató de una venganza de la Guardia Republicana —la división policial que se encargaba de resguardar los penales— por haber sido testigo del asesinato de una monja y ocho reos en un motín, en 1983. A partir de ahí, hace ya 27 años, el drama de Juana Lazo se convirtió en una excentricidad: vive dentro de una cárcel sin ser una reclusa. Como algunos, está encarcelada sin haber cometido ningún delito, pero su caso, si se quiere, es la hipérbole de la injusticia.
“Me quedé sola. Todos se fueron. Mis hermanos, mis hijos. No quisieron luchar. Pero yo siempre les dije: ‘Si mi padre se ganó esta casa con la frente limpia, ¿por qué la voy a abandonar?’”, dice la anciana sentada en uno de los puestos de comida frente al penal. Es jueves por la tarde y hoy es día de visita. Hay movimiento: generalmente de mujeres. Madres, hijas, hermanas, esposas, parejas o, simplemente, queridas que ingresan con paquetes de galletas, chocolates, refrescos, champú, jabones y papel higiénico. La revisión detrás del portón es exhaustiva. Pero no para Juana Lazo, quien posee un permiso especial ordenado por el director de la cárcel para entrar y salir las veces que quiera a la hora que sea.
El inconveniente surge si es que ella también desea recibir visita. Se interponen diversos peros, el visitante debe solicitarlo por escrito y raras veces se da el acceso. Por eso Juana no recibe a nadie. Ni siquiera en su cumpleaños. “Yo nací el día de los enamorados. Por eso sé qué es el amor, aunque no quiero nada de amor conmigo”, dice con una sonrisa pícara que le surca aún más el rostro. En efecto, Juana Lazo nació un 14 de febrero, pero la fecha no ha sido benevolente con ella: quedó viuda en el fatídico 1996, aunque ya se había separado varios años atrás.
Además de la soledad, su otro calvario es subir y bajar todos los días de la colina donde está su casa. Si la puerta de la cochera está cerrada, deberá hacerlo por la entrada principal y tardará un promedio de 25 minutos. Se ha caído un montón de veces sobre la tierra. Por eso tampoco hace compras. De hecho, ya no tiene refrigeradora. Desayuna y almuerza en el puesto de su amiga Telma, una cuarentona que la atiende como si fuera su madre. Ella le paga a fin de mes, con sus dos únicos sustentos: la pensión de su esposo y los panes con atún que vende tres veces por semana.
En todo este tiempo, el Instituto Nacional Penitenciario le ha interpuesto dos procesos de desalojo que no se han ejecutado. Desde hace algunos meses, un abogado llamado Rolando Barrios dice asistirla ad honorem. El detalle es que Juana Lazo no cuenta con un título de propiedad. La heredó por un mecanismo llamado transferencia posesoria. Y el INPE reclama ser el propietario del inmueble. “La señora solo pide un lugar para vivir sus últimos años cómodamente. Si el Estado no puede brindárselo en bienes materiales es justo que le den una reparación civil por el maltrato que ha sufrido solo por ser vecina del penal de Lurigancho. Ella tiene una pretensión de 300.000 soles (80.000 dólares)”, explica Barrios.
La Dueña de Lurigancho, que carga entre sus bolsas documentos, recortes de periódicos donde se cuenta su historia, y fotos de su vida pasada, es sobre todo una señora risueña que recita chistes de memoria. “Con (Fernando) Belaunde, el Perú se hunde; con (Juan) Velasco, el Perú daba asco; con el ‘Chino’ (Fujimori) era cochino y con (Alejandro) Toledo todo el mundo mete el dedo”, dice sobre los expresidentes. En cuanto al hombre y la mujer se anima a filosofar: “Dios hizo el mundo y descansó. Luego hizo a la mujer y desde entonces ni Dios, ni el hombre ni el mundo ha descansado”. Ríe y acto seguido, enciende una radio vieja de segunda mano y suena una música criolla que aliviana el ambiente. Todavía le faltan muchas horas para entrar a la cárcel. Lo hará cuando baje el sol, como todos los días. Mientras tanto, la Dueña de Lurigancho tiene un pedido urgente: una gaseosa, por favor.
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