Los ucranios que resisten el miedo a una segunda ocupación rusa en Kupiansk: “Si muero, prefiero que sea en mi casa”
Kiev impone la evacuación de civiles en esa ciudad del este ante la presión de las tropas de Moscú, que trata de tomarla otra vez
Un enorme cenicero con más de una veintena de colillas preside junto a unos mendrugos de pan la mesa de la cocina de Olga, de 46 años. A medio metro, tras los visillos blancos, se aprecia el cristal de la ventana roto por un impacto. Sin medicamentos para hacer frente al estrés, la mujer reconoce que recurre al alcohol. De fondo, el constante zumbido de las detonaciones que, de manera cotidiana, sacuden Kupiansk. ...
Un enorme cenicero con más de una veintena de colillas preside junto a unos mendrugos de pan la mesa de la cocina de Olga, de 46 años. A medio metro, tras los visillos blancos, se aprecia el cristal de la ventana roto por un impacto. Sin medicamentos para hacer frente al estrés, la mujer reconoce que recurre al alcohol. De fondo, el constante zumbido de las detonaciones que, de manera cotidiana, sacuden Kupiansk. Durante seis meses, esta localidad se convirtió en una especie de capital de la ocupación rusa en la región de Járkov, en el noreste de Ucrania. Una contraofensiva permitió a Kiev recuperar en septiembre su control. Las tropas locales no consiguieron, sin embargo, alejar del todo a los invasores rusos y en este medio año no ha cesado el asedio enemigo. Sobre esa evidencia, las autoridades locales y los vecinos saben que Moscú quiere conquistar de nuevo Kupiansk. La ciudad, que ocupa un punto estratégico entre Járkov y Lugansk, apenas acoge estos días al 20% de sus 30.000 habitantes, según cifras de la Administración local.
La esperanza y el relativo optimismo que flotaba en el ambiente tras la liberación en septiembre se ha ido desvaneciendo. Las noches, cuando los zambombazos imponen el insomnio, se hacen interminables, cuenta Olga (que no quiere dar su apellido, como otros entrevistados para este reportaje) mientras prepara una fogata en la calle para asar unos pinchitos de carne en compañía de un vecino. A una decena de metros, la casa colindante ha sido destruida por un misil hace un par de semanas. La espiral de la guerra absorbió su vida y la de miles de habitantes de este distrito hace más de un año. Pese a todo, no se plantea dejar su apartamento en la planta baja de un edificio en el que casi no queda nadie. Las autoridades han ordenado la evacuación de los ciudadanos de Kupiansk y los pueblos de los alrededores. Les ofrecen transporte, alojamiento y manutención en zona segura, pero, al igual que Olga, no todos aceptan irse.
Ambos ejércitos se enfrentan a unos nueve kilómetros de la ciudad, según el alcalde provisional, Andrii Besedin, que acaba de cumplir 40 años. “Los terroristas [en referencia a los rusos] solo luchan contra civiles, no atacan al ejército. El principal problema aquí son los bombardeos sobre hospitales, escuelas, infraestructuras… Todo lo que es importante para que los civiles tengan esperanza de permanecer aquí”, señala Besedin en un despacho decorado con las banderas firmadas de las diferentes unidades que protagonizaron la contraofensiva.
A Besedin lo ha nombrado el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, después de que su antecesor en el cargo pusiera alfombra roja a los rusos para que ocuparan Kupiansk sin despeinarse. Con el alcalde “traidor” huido a Rusia, deja claro que las actuales autoridades no van a ponérselo fácil a las tropas del Kremlin en caso de que alcancen de nuevo la localidad.
Estos días, el río Oskil que atraviesa la ciudad hace de frontera natural en el conflicto. Junto al puente destruido se ha construido uno provisional que permite pasar a la orilla este, donde se centran las hostilidades. Ahí hay pueblos donde algunos se aferran a una existencia casi fantasmal a escasos dos o tres kilómetros del frente. Así sucede en Petropavlivka, hasta cuyas calles de tierra desiertas llega el sonido de las baterías de misiles Grad del ejército ucranio. Alina, que tira de un carro con tierra, es la única persona a la que este enviado especial ve realizando alguna actividad en la vía pública. Solo rumia entre dientes que no tiene medios para irse antes de seguir camino adelante hacia su vivienda. Avanza como si el estruendo no llegara a sus oídos.
En esa misma zona se asoma Volodímir, de 51 años. Es otro de los que sigue anclado en el pueblo. Tanto que casi no le importa que desde hace seis meses su pie derecho presente una herida sin curar de un impacto de metralla que sufrió tras una explosión cerca del edificio de la escuela. Deambula con terno militar y sin zapatos. Se echa al suelo hincando una de las rodillas para mostrar la lesión que oculta el calcetín.
Vive solo en una casa cuyas estancias comparte con animales, especialmente cabras y sus crías, que muestra orgulloso. Deja claro que no los va a abandonar. La visita tiene cierto toque berlanguiano. Lo que antaño era un salón, es ahora un corral presidido por un aparador donde sigue habiendo jarrones, llaves y otros efectos del propietario. Es detrás de ese mueble donde prefieren ocultarse los animales ante la llegada del desconocido. Las ventanas de la estancia han volado por las explosiones y el techo está medio caído.
De hecho, la vivienda-granja de Volodímir ha sufrido varios impactos directos. Parte de la cocina de verano, una segunda edificación, ha sido reducida a una montaña de ladrillos. El hombre todavía guarda los restos de los proyectiles. A unos metros, la jaula donde merodea un gran conejo y más cabras en una especie de cuadra con un ventanuco por el que alguna se asoma curiosa. “Yo hace muchos años trabajé de fotógrafo en Hungría”, rememora Volodímir una de las veces en las que el reportero se lleva la cámara al rostro.
A la salida de Petropavlivka sigue viviendo junto a sus perros María, de 80 años, a la que EL PAÍS conoció en un reparto de comida en noviembre. De momento sobrevive gracias a lo que le entregan los voluntarios, aunque a veces, explica, es complicado saber en qué casas sigue habitando gente. Como muchas otras, la vivienda de María, levantada en un cruce en el que yace un carro de combate quemado, también está dañada por los ataques. Reconoce que han venido varias veces para llevársela, pero ella lo que más echa de menos, más que la evacuación, son unos zapatos.
“No tiene sentido que los civiles sigan estando allí. Están a dos o tres kilómetros de los combates y las evacuaciones son una obligación en aquella zona”, opina Andrii Besedin, aunque aclara que Petropavlivka no pertenece a la demarcación del distrito de Kupiansk. Pero hay vecinos que no lo aceptan, que han perdido la perspectiva del peligro y es un dilema sacarlos a la fuerza. “Tenemos que hablar con ellos, enseñarles la vía de escape, dónde van a vivir y cómo les vamos a ayudar. Desafortunadamente, esa gente lleva allí mucho tiempo, están agotados y no es fácil explicarles que lo mejor es irse”, señala el alcalde de Kupiansk.
Son muchos los habitantes de la zona que, como María, dependen de la ayuda humanitaria. En Kupiansk, un grupo de vecinos hace cola junto al parque de bomberos en un pequeño café convertido en punto de distribución de la ONG World Central Kitchen (WCK), del cocinero español José Andrés. Oleksander, de 26 años, viaja cada día desde la ciudad de Járkov, a unos 120 kilómetros, para repartir unas 400 raciones. “Casi todo lo recogen personas mayores”, puntualiza. Yekaterina, una trabajadora local de 40 años, espera que los rusos no vuelvan a aparecer, pero no está del todo convencida.
Ludmila, una vecina de la zona que permaneció allí durante la ocupación rusa, ya no está en su apartamento. Pero entre los vecinos que esperan su turno para recoger alimentos, el ambiente es de negarse a ser evacuados. “Si muero en algún sitio, prefiero que sea en mi casa”, señala Viktor, de 67 años. “Aquí no se puede vivir, pero no nos vamos a ir”, zanja junto a él Aleksii, de 61.
En el mercado al aire libre, Alona, de 38 años, vende en su puesto ropa y efectos militares. Reconoce que lleva dos décadas dedicada al negocio textil, pero que la guerra les ha obligado a ella y a su marido a adaptarse a las circunstancias. Por eso, ahora ofrecen productos para los soldados, que son los que más se ve circular por esas calles. Ambos han mandado a su hija, de 16 años, y su hijo, de 18, a Inglaterra en lo que acaba el conflicto. “Somos irrompibles”, afirma al ser preguntada si tienen pensado marcharse. Concluye rotunda que no se irán pese a que su local resultó calcinado en uno de los ataques en el barrio próximo al puente sobre el río Oskil. “Espero que nuestro ejército no les deje regresar”, añade Alona.
La escasa presencia de población es un buen termómetro para medir la temperatura de la inseguridad pese a los irreductibles. La ciudad de Kupiansk, con casi 30.000 habitantes antes de la invasión rusa de febrero del año pasado, acoge estos días a unas 5.000 personas, mientras que el conjunto del distrito, que contaba con 57.000, no supera los 11.000, según datos que ofrece el alcalde. “Soy una patriota. Toda mi familia es de aquí. Kupiansk es mi ciudad. Que nos dejen en paz”, implora Olga con las manos juntas y las lágrimas aflorando en los ojos.
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