La frontera vuelve a su dura realidad tras la breve visita de Biden
Los albergues de la ciudad, ignorados por el presidente durante su estancia en El Paso, siguen saturados
El pastor cristiano Luis Ávila apenas puede ocultar la cara de decepción tras la mascarilla. Se entera por el periodista que Joe Biden se ha ido ya de El Paso, en lo que fue una visita de cuatro horas a la frontera. Ávila, quien vestía la tarde del domingo un traje, y otros fieles del Ministerio Palabra Viva, habían elegido sus mejores prendas. Querían estar preparados ante lo improbable, que uno de los hombres más poderosos del mundo se diera una vue...
El pastor cristiano Luis Ávila apenas puede ocultar la cara de decepción tras la mascarilla. Se entera por el periodista que Joe Biden se ha ido ya de El Paso, en lo que fue una visita de cuatro horas a la frontera. Ávila, quien vestía la tarde del domingo un traje, y otros fieles del Ministerio Palabra Viva, habían elegido sus mejores prendas. Querían estar preparados ante lo improbable, que uno de los hombres más poderosos del mundo se diera una vuelta por el cruce de las calles de Oregon y Father Rahm para ver de cerca el epicentro de la emergencia humanitaria que vive la ciudad, que recibe diariamente a cientos de inmigrantes. Esto no sucedió. Biden se limitó a reunirse con miembros de la patrulla fronteriza y a visitar un centro de procesamiento de personas. “Estaban esperanzados. Creían que el presidente les iba a decir algo”, dijo Ávila.
“¿Ya se fue? Aquí tendría que haber estado. Se le hubieran doblado las rodillas. Aquí estaba lo mero bueno”, dijo Bertha Nerváez, integrante de la congregación cristiana. El templo al que pertenece está presente en El Paso y al otro lado de la frontera, en Ciudad Juárez. Desde mediados de diciembre acuden al auxilio de los que llegan. Se colocan afuera de la Iglesia del Sagrado Corazón, que administra un abarrotado albergue que procura un techo a los cientos de inmigrantes que cruzan desde México. La mayoría son venezolanos.
Ante la saturación del albergue, el cotidiano limbo de estas personas transcurre en la calle. Sleiter Alexander, de 20 años y originario de Carabobo (Venezuela), explicaba el domingo que se arriesgan a ser arrestados por la policía de El Paso si se alejan dos cuadras de la iglesia. “Si vamos más allá, nos agarran y nos devuelven a México”, asegura. El pastor Ávila dijo también que algunos venezolanos han sido detenidos por la policía por cruzar la calle por el centro de la cuadra, lo que en EE UU constituye una falta menor conocida como jaywalking (un cruce imprudente). “Me parece una exageración, deberían solo amonestarlos porque ellos no saben eso. No es su cultura”, afirmó. La zona, en el centro de la ciudad, se ha convertido en una especie de gueto custodiado por patrullas, que mantienen con su presencia la contención del grupo.
Alexander hizo el viaje junto a su esposa, quien espera al primer hijo de la joven pareja con 23 años. Esta mañana está recostada en un callejón adyacente al albergue, sobre un bulto improvisado con ropa donada, mantas de la Cruz Roja y grandes bolsas negras de plástico. A su alrededor hay niños jugando fútbol, hombres que van y vienen dentro de ese perímetro asfixiante. Sleiter, quien decidió abandonar Colombia por Estados Unidos, lleva siete días allí y no sabe cuándo podrá seguir su camino. Asegura que una tía suya lo espera en Miami. “Esto es una cadena. Amigos me van diciendo si se puede pasar o no y por dónde”, dice con una sonrisa y una almohada inflable con forma de herradura en el cuello.
Nerváez, de la congregación cristiana, explica que a estos inmigrantes no les hace falta comida. Desde mediados de diciembre, ella y otros integrantes de la iglesia se instalaron en la zona con una mesa, donde ofrecían café y agua. Aquel fue el pico de la crisis. Cerca de 2.000 personas estaban cruzando por El Paso en lo que se creía serían las últimas horas del Título 42, una norma cuyo futuro estaba en manos del Poder Judicial. El Supremo dio un varapalo al Gobierno de Biden, que había solicitado el fin de la medida, y ordenó al Ejecutivo mantenerla por más tiempo. Ahora cruzan cada día entre 600 y 700 personas a esta ciudad, de acuerdo a las autoridades migratorias.
Estos días, desde las ocho de la mañana y hasta las ocho de la noche, hay mesas que ofrecen burritos y arepas. La comida es provista por restaurantes locales que han respondido con creces a la emergencia fronteriza, tildada de “crisis” por los medios de derechas. Los comercios de la zona llevan verduras, frutas y sobrantes del día. El Gobierno local ha dejado en el lugar dos autobuses del servicio de transporte metropolitano que están encendidos todo el día. Están llenos de inmigrantes que no van a ninguna parte. Se sientan al interior a lo largo del día para tener acceso al wifi y a la calefacción.
Los ciudadanos también han llevado ropa para que los inmigrantes puedan enfrentar de mejor forma el frío invernal de Texas. Este lunes algunas personas tomaban jarabe para la tos y medicamentos ante la multiplicación de los catarros y enfermedades respiratorias.
Quienes están allí no quieren caridad. Solo buscan una cosa. “Una oportunidad para poder cumplir nuestros sueños”, resume Jhon Carrasquero, de 31 años y originario de Maracaibo. Estas eran las palabras que el joven había ensayado para decir en inglés por si algún integrante de la comitiva del presidente visitaba el albergue. Pero no llegó el momento para Jhon, quien lleva sus tres títulos universitarios enrollados en la bolsa trasera del pantalón. En Venezuela era gerente de recursos humanos, un cargo por el que ganaba menos de 100 dólares mensuales y que se evaporó en la crisis económica. Prefirió enfrentar los riesgos de cruzar nueve países antes que seguir viviendo en aquella realidad. Esta noche dormirá bajo un matorral afuera de la iglesia del Sagrado Corazón, a la espera de saber si el Gobierno de EE UU da la oportunidad que pide.
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