De la esperanza al miedo: Europa durante el reino de Isabel II

El mundo es otro desde el año del acceso al trono de la monarca. Un viaje del continente europeo del año 1952 al del 2022

Desde la izquierda, el excanciller alemán Helmut Kohl, la reina Isabel II, el expresidente de EE UU Ronald Reagan, y la ex primera ministra británica Margaret Thatcher, en el Palacio de Buckingham, el 10 de junio de 1984. Foto: AP | Vídeo: EPV

Si se pudiese regresar, con una máquina del tiempo, a la Europa (y a la Inglaterra) de 1952, el año de la muerte de Jorge VI y del acceso al trono de Isabel II, seguramente nos sentiríamos como extraterrestres. Todo —o casi— ha cambiado en estas siete décadas. Menos la reina, “un centro estable en un torbellino de caos”, como ha escrito en The Guardian el columnista Jonathan Freedland.

Esta es la historia de dos Europas: la de 1952 y la que ...

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Si se pudiese regresar, con una máquina del tiempo, a la Europa (y a la Inglaterra) de 1952, el año de la muerte de Jorge VI y del acceso al trono de Isabel II, seguramente nos sentiríamos como extraterrestres. Todo —o casi— ha cambiado en estas siete décadas. Menos la reina, “un centro estable en un torbellino de caos”, como ha escrito en The Guardian el columnista Jonathan Freedland.

Esta es la historia de dos Europas: la de 1952 y la que en septiembre 2022 despide a la monarca británica y, con ella, a una época. La de entonces era una Europa dividida por el telón de acero y sometida, en su mitad oriental, al totalitarismo soviético; hoy es otra: reunificada. Érase una Europa gobernada exclusivamente por hombres nacidos en el siglo XIX, hombres que ya eran adultos en la I Guerra Mundial y que sobrevivieron a la II Guerra Mundial; ahora otra en la que los líderes son hombres y mujeres —pero todavía mayoritariamente hombres— que no han conocido guerras y ni siquiera han hecho el servicio militar, y muchos desconocen lo que es vivir bajo una dictadura.

Una Europa, la de la hace 70 años, donde las ruinas de los bombardeos aún eran visibles, pero cuyo motor económico se había puesto en marcha y que se permitía mirar al futuro con optimismo; la de ahora es más rica, con más bienestar y protección social, con libertad y más igualdad de derechos para hombres, mujeres y minorías, pero es una Europa en la que la desigualdad económica y el descalabro financiero de 2008 han socavado la fe en un futuro próspero y en la que la guerra ha regresado. Una Europa, la de 2022, en la que, como en 1952, la amenaza viene de Moscú, y una Europa en la que palabras como control de precios o racionamiento, habituales hace 70 años en el continente y las islas, han dejado de ser exóticas.

“En 1952, la emoción predominante era la esperanza”, explica Dominique Moïsi, ensayista, geopolitólogo y autor de La geopolítica de la emoción. “Hoy es el miedo”. Europa estaba objetivamente peor entonces, pero sacaba la cabeza de debajo del agua tras lo que Moïsi llama “30 años de guerra civil”, incluyendo ambas guerras mundiales. Los europeos viven infinitamente mejor hoy, pero se extiende un temor difuso al hundimiento: climático, económico, bélico; hay dónde escoger.

“Europa”, dice la veterana socióloga Dominique Schnapper, “aún tenía la ilusión de ser un actor importante en la marcha del mundo. Hoy Europa es una región en declive contra la cual se afirma el resto del mundo”. El problema, añade, “es más grave en Reino Unido que en la Europa continental, porque Inglaterra se construyó sobre la idea de su victoria en la guerra y el heroísmo de 1940″. “Y es una imagen obsoleta”, prosigue Schnapper, “pero que les ha servido para mantener la ilusión”.

“El pasado es un país extranjero: ahí hacen las cosas de otra manera”, comenzaba El mensajero, una novela inglesa publicada en 1953, cuando se celebró la coronación de Isabel. El autor, L. P. Hartley, hablaba de su infancia a principios del siglo XX, pero también produce un efecto desconcertante asomarse a las crónicas y relatos de los años del acceso al trono de la reina, y descubrir la ambivalencia del momento: entre las penurias de entonces y las primeras señales del milagro económico en las democracias occidentales.

“La preocupación principal de la mayoría de personas de todas las edades en la Europa de la posguerra era arreglárselas con lo que tenía”, escribió el historiador Tony Judt en Postguerra : una historia de Europa desde 1945 (Taurus, en castellano). Judt explica que en 1950, en la Alemania Occidental que estaba a punto de protagonizar el milagro económico, 17 de los 47 millones de habitantes eran clasificados en la categoría de “necesitados”, porque no tenían donde vivir. En Gran Bretaña, añade, “el racionamiento continuó más tiempo” que en otras democracias industriales. Y en el caso de la carne y otros alimentos, duró hasta 1954, “aunque se suspendió temporalmente para la coronación de la reina Isabel II en junio de 1953, cuando a todo el mundo se le asignó una libra extra de azúcar y cuatro onzas de margarina”.

Era un mundo, continúa Judt, que retrató el cine neorrealista en Italia o comedias inglesas como Pasaporte a Pimlico: dramas familiares, buscavidas, ciudades en ruinas. Pero era un mundo, también, que pasaba la página de la guerra y sus desgracias: olvidar y a reconstruir. Porque 1952 es el año en que se pone fin al Plan Marshall, el colosal y eficaz proyecto de ayuda económica de Estados Unidos a Europa que, según un artículo publicado ese mismo año en la revista Foreign Affairs, había supuesto “unos logros positivos impresionantes, sin comparación en la historia”. A finales de 1951, recordaba en el artículo el economista John H. Williams, la producción industrial en la Europa Occidental superaba en un 41% a la de antes de la II Guerra Mundial; la agrícola, en un 9%, y el producto interior bruto había crecido un 25% en los cuatro años anteriores y superaba en un 15% el de la preguerra.

Era la Europa y el Occidente que creaba las instituciones que estructurarían el planeta en las décadas siguientes: desde el FMI a la OTAN. Y la integración europea: 1952 fue el año de la entrada en vigor del tratado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), embrión de la actual Unión Europea, y de la Comunidad Europea de Defensa (CED), que el 7 de febrero de 1952 compartía portada del diario Le Monde con la nueva reina Isabel. La CED, embrión de la nunca realizada Europa de la defensa, murió entonces por el veto francés. El Reino Unido no participó en ninguna de las dos iniciativas.

Había, por supuesto, otra Europa, “un Occidente secuestrado”, como lo llamaría años después el novelista checo Milan Kundera. Mientras Isabel Windsor se convertía en monarca, Stalin todavía imponía su puño de hierro en medio continente. Judt documenta que, en el mismo 1952, 1,7 millones de personas vivían encerradas en campos de trabajo soviéticos, 800.000 en “colonias laborales” y 2,7 en “asentamientos especiales”. En Checoslovaquia, sobre una población de 13 millones de habitantes, 100.000 eran presos políticos. “La escala del castigo infligido a los ciudadanos de la URSS y de Europa Oriental en la década posterior a la II Guerra Mundial”, se lee en Postguerra, “fue monumental”.

Reunificación de Europa

Habría que esperar casi cuatro décadas para que se derrumbase el bloque soviético y Europa pudiera reunificarse. Antes, se habían desintegrado los imperios coloniales británico y francés. Las sociedades occidentales vivieron años de boom económico. La juventud se erigió en actor de la sociedad de consumo, de la cultura popular y de la política en 1968. Más tarde, el encarecimiento del petróleo dio un primer toque de alerta sobre la sociedad de la abundancia. Margaret Thatcher y Ronald Reagan revolucionaron la economía desregulando el libre mercado y alumbrando el capitalismo global. El islam político despertó en Oriente Próximo y acabaría golpeando, al inicio del milenio, los países occidentales. Las sociedades se volvieron multiculturales y las mujeres y los homosexuales conquistaron los derechos civiles y cuotas de igualdad que habrían parecido ciencia ficción en 1952. Y Europa, a golpe de crisis y con Reino Unido ―con un pie dentro y otro fuera, o del todo fuera como ahora tras el Brexit― avanzó hacia su integración.

“No circulamos por el mismo lado de la carretera, pero vamos en la misma dirección”, resumió Isabel II en una de sus visitas al palacio del Elíseo. La reina ―al contrario que Margaret Thatcher, o que Mijaíl Gorbachov, otro gigante de su época que ha muerto este verano― nunca participó en estos saltos históricos; como máximo, con su presencia perenne los acompañó.

Dominique Schnapper, hija del gran intelectual liberal francés Raymond Aron, estaba escolarizada en Inglaterra durante la II Guerra Mundial y recuerda los discursos de Isabel a los niños, y su papel en aquellos años. “Fue admirable”, dice. “Su muerte”, comenta, “significa constatar el fin de las ilusiones en las que Reino Unido vivió desde el fin de la guerra. Es triste: queríamos creer en esa ilusión”.

La fotografía de Hollande

Hace unos días, antes de la muerte de Isabel II, alguien que la trató ofrecía, durante un almuerzo en petit comité, una fotografía del mundo que ―ese día nadie lo sabía― la reina se aprestaba a abandonar. Era el expresidente francés François Hollande: “Salimos de una década con una serie de crisis y un hilo conductor: ya no hay regulación del mundo. Hasta la caída del Muro de Berlín existía una forma de equilibrio del terror. Después vino la superpotencia americana. Pero a partir de 2012, se forjó un bloque entre China y Rusia. Al mismo tiempo, y después de los desengaños en Irak y Afganistán, Estados Unidos se retira de la escena. Y entran otros: Turquía, Irán, Arabia Saudí.”

La reina Isabel II de Inglaterra y el presidente de Rusia, Vladímir Putin, a su llegada al Palacio de Buckingham, el 24 de junio de 2003.STEFAN ROUSSEAU (EPA)

La idea, después de la caída del Muro de Berlín, de que las democracias avanzarían inexorablemente ―las democracias que, con Estados Unidos y Reino Unido a la cabeza, vencieron en 1945― “se reveló una ilusión”, dice el menos monárquico, en su manera de ejercer el poder, de los jefes de Estado franceses del último medio siglo. Y estos principios “se desintegran” en el interior mismo de las democracias, como mostró el asalto al Capitolio de Washington en 2021. A esto se suman líderes como un dirigente en Rusia, Vladímir Putin, que agita la amenaza atómica “para impresionar”, aunque “sabe que el miedo a lo nuclear es real en [las] opiniones públicas [europeas] y que puede ser un factor de intimidación”.

Para Dominique Moïsi, 2022 tiene el inquietante aspecto de un “anti-1989″. “Recuerdo que a partir de mayo de 1989 los sistemas soviéticos empiezan a hundirse. Cada mes había una buena noticia: Hungría se abre, Polonia se abre, Checoslovaquia se abre… Parecía el fin de la Historia, como decía Francis Fukuyama”, dice Moïsi. “Hoy es lo contrario. Estamos a la espera de malas noticias”.

El autor de La geopolítica de la emoción alude al entierro del rey Eduardo VII en 1910. Acudió el quién es quién de las casas reales de Europa, incluido el káiser Guillermo. Fue quizá la cúspide del poder europeo, imperial, colonial, monárquico. Cuatro años después, los congregados se declaraban la guerra. “En cierto modo el entierro de la reina ahora puede ser la culminación del entierro de una fase positiva de Europa”, reflexiona Moïsi. “¿Será un nuevo funeral de Europa?”

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