El tiroteo que no cesa en Estados Unidos: uno y medio cada día
El último incidente, en el que un hombre asesinó a su médico y a otras tres personas antes de suicidarse en Tulsa, es el número 233 en lo que va de año en el país
Un hombre entra en un edificio público armado con un rifle de asalto, mata a cuatro personas y después se suicida. Pasó el miércoles por la tarde en un hospital de Tulsa (Oklahoma). Y antes, con distintas cifras y en diferentes circunstancias, en Waco (Texas), Charleston (Carolina del Sur), Benton Harbor (Michigan) y Filadelfia (Pensilvania). Repartidas por todo el país, esas ciudades han sido escenario esta semana de tiroteos masivos. Y eso que solo estamos a jue...
Un hombre entra en un edificio público armado con un rifle de asalto, mata a cuatro personas y después se suicida. Pasó el miércoles por la tarde en un hospital de Tulsa (Oklahoma). Y antes, con distintas cifras y en diferentes circunstancias, en Waco (Texas), Charleston (Carolina del Sur), Benton Harbor (Michigan) y Filadelfia (Pensilvania). Repartidas por todo el país, esas ciudades han sido escenario esta semana de tiroteos masivos. Y eso que solo estamos a jueves.
Desde que comenzó 2022, se han producido 233 ataques de este tipo en Estados Unidos, donde la cotidianidad de la violencia empieza a coquetear esta primavera peligrosamente con la distopía. Los cálculos de la agencia independiente Gun Violence Archive, fuente de referencia en este campo, se hacen a partir de estas premisas: para que sea considerado masivo, al menos cuatro personas deben recibir disparos, sin contar al tirador. Además, estos no pueden ser miembros de la misma familia. Han pasado 153 días de uno de los años más sangrientos de los que se guarda memoria en el país —de momento, el récord lo ostenta 2021, con 692—. Eso significa que ha habido 1,5 ataques masivos por día. Más de 10 a la semana. Casi 47 al mes.
La matanza del hospital Saint Francis, en Tulsa, llegó ocho días después de la de la escuela de primaria de Robb, en la que un muchacho de 18 años llamado Salvador Ramos asesinó en Uvalde (Texas) a 19 niños de entre 8 y 11 años y a dos de sus profesoras. Desde aquella tragedia, se han producido 20 tiroteos masivos en Estados Unidos, lo que viene a probar su poder de contagio. Algunos de ellos resultan tan difíciles de encajar desde una óptica europea como el del fin de semana (tiempo especialmente fértil para estas estadísticas) en Chattanooga (Tennessee), en el que resultaron heridos seis adolescentes, cuatro chicos y dos chicas de entre 13 y 15 años, que riñeron entre sí, con dos pistolas de por medio. El miércoles hacía además solo 18 días de la masacre de Búfalo (Nueva York), que se llevó por delante la vida de 10 clientes afroamericanos de un supermercado. El autor, otro joven de 18 años, era un supremacista blanco llamado Payton Gendron.
Incapacidad de los legisladores
Tanto en Uvalde como en Búfalo y Tulsa, el arma empleada era un rifle semiautomático tipo AR-15, cuyo fácil acceso para cualquiera mayor de 18 años (que aún debe esperar tres más para poder comprar legalmente una cerveza), está en el centro de un debate que vive estos días en Estados Unidos uno de sus eternos retornos. Es pronto para saber si esta vez será diferente. Entre tanto, cunde la impresión de que una vez más los legisladores de Washington serán incapaces de sacar adelante un acuerdo para meterle mano a un derecho que garantiza la Segunda Enmienda de la Constitución. En este país, el número de pistolas (unas 390 millones) supera con mucho al de habitantes (332 millones).
El asesino de Tulsa se llamaba Michael Louis, y compró el rifle el mismo miércoles de la tragedia, a eso de las 14.00. Solo 2 horas y 58 minutos después, estaba en la segunda planta del hospital Saint Francis suicidándose con una pistola que había adquirido el lunes y que también llevaba encima para no dejar nada al azar en su ataque. A sus pies, una aterrorizada testigo pudo salvar la vida tras meterse bajo una mesa. A diferencia de otros tiradores masivos que han conquistado los titulares en Estados Unidos recientemente, Louis, de 45 años (y en la edad también se distingue de sus infames predecesores), tenía una misión, que dejó por escrito en una carta que llevaba consigo: matar al doctor Preston Phillips, que le había practicado una cirugía de espalda el pasado 19 de mayo. Le culpaba de un dolor que no se iba.
El paciente, vecino de Muskogee, a 45 minutos de Tulsa, estuvo ingresado seis días, y una vez recibió el alta, llamó repetidamente al médico para que lo auxiliara con ese dolor. Phillips lo volvió a ver el martes, pero nada de lo que le dijo o le recetó evitó que al día siguiente se presentara en la consulta con un rifle de asalto. Con el médico murieron una doctora, Stephanie Husen, y otras dos personas, identificadas por las autoridades como Amanda Green y William Love.
En una comparecencia ante la prensa, Wendell Franklin, jefe de la policía de Tulsa, cuya rapidez ya está celebrándose como un acierto frente a la lamentable actuación de los agentes en Uvalde, que tardaron demasiado en entrar a la clase de la escuela primaria en la que se había atrincherado Ramos, se ha hecho eco de una sensación que domina estos días el ánimo de todo un país: algo así puede pasar en cualquier lugar y en cualquier momento. “Teniendo en cuenta la terrible epidemia de violencia que está asolando Estados Unidos, habría sido naif pensar que no podía pasar en nuestra comunidad”.
Franklin empezó su intervención de este jueves con un recuerdo a las víctimas. Y eso también se ha convertido en un desesperante ritual en la cotidianidad de la tragedia. Siempre que se produce un tiroteo de este tipo, una frase hecha, “Thoughts and prayers” (pensamientos y rezos), resurge en la boca de las sheriffs, políticos, líderes de la Asociación Nacional del Rifle y famosos entre las críticas de quienes preferirían que esas tres palabras se sustituyeran por estas otras: “Control de armas”.
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